A la doctora Evangelina Duralde y Pérez, mi estomatólogo, cuando era pequeña, le gustaba la espeleología. Después, cuando con el tiempo llegó a la sensatez, se olvidó de las cuevas y siguiendo la tradición familiar paterna se hizo dentista. Posiblemente también contribuyó que siempre le había recordado el foco de la consulta de su padre a la linterna que llevan en la frente los espeleólogos; pero el caso es que casi había olvidado sus aficiones infantiles.
Pero su vida cambió cuando me conoció. Bucear por mis caries le resultaba tan apasionante como descender a las cuevas más profundas, en las que no podría encontrar tantos recovecos como los que mi deteriorada dentadura le ponía a su disposición.
Un día hasta se extraviaron unas tenacillas en la concavidad de una de mis muelas del juicio y se tuvo que movilizar toda la clínica para encontrarlas, lo que sólo se pudo conseguir gracias a las modernas técnicas de la radiología. A mí, en cambio, siempre me aterraron los dentistas. Y no por culpa de los que integran esa benefactora y prestigiosa profesión, sino por mi casi enfermizo temor a cualquier manipulación que se me pudiese hacer en la boca. Y eso desde pequeño; en casa nunca me asustaron con el hombre del saco ni con el lobo, ni siquiera con el corzo que, entonces, yo pensaba que debía ser un animal terrible, sino con el odontólogo, que muchos años después supe que era lo mismo que dentista.
Cuando aquel día puse mi destino en manos de la doctora Duralde, firmamos un contrato de absoluta confidencialidad, según el cual ella nunca comentaría mi vergonzante cobardía y yo, a cambio, le cedía toda mi dentadura para que se pudiese ejercitar en el noble deporte de la espeleología, sin asumir los riesgos que comporta tan peligrosa actividad.
Publicado en la Revista Literaria "Totum Revolutum" del año 2007.