jueves, 15 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES X

Y este es el segundo relato del año 2016, que como he dicho, tampoco fue seleccionado, titulado





LA ASESINA


Después de tanto tiempo, hoy, sin ningún género de dudas, sé quién es mi asesina.

La conocí hace tanto tiempo que ya apenas si puedo recordar, y me la presentó un amigo común que era un poco bizco del ojo izquierdo y que por entonces se dedicaba al estraperlo. Yo, en mis ratos de ocio, que no eran demasiados, me entretenía en ensogar asientos de anea y luego me los vendía ese amigo, que como he dicho, me la presento, un día de mayo que casualmente había nevado en mi pueblo; cosa bastante extraña y que no había ocurrido nunca antes, según me aseguraron después mis vecinos, ya muy ancianos, que siempre estaban sentados en la puerta de su casa hablando mal de todos los que pasaban por allí, y que cuando no pasaba nadie, cosa bastante habitual, hablaban de meteorología y de los tiempos mozos, en que habían sido los dos jóvenes más apuestos y codiciados por las mozas casaderas del pueblo.

Ella era simpática y atractiva, y posiblemente por eso yo quede prendado al momento; y es que por mi natural retraído, poco hablador y tímido recalcitrante, soy fácilmente predecible para los demás, sobre todo, como ocurrió aquel día, si mi cara se enrojece como la de un pavo cuando le llega el celo. El caso es que ella supo desde un principio que yo era una presa fácil y un buen partido, porque el negocio de los asientos de anea producía pingües beneficios y la fortuna que había heredado de mi abuelo materno que encontró una mina de estaño en el Congo y murió sin descendencia, era mas cuantiosa de lo que yo mismo podía calcular; pero que ella, que siempre estaba bien asesorada, lo había calculado previamente, antes de pedir a mi amigo el estraperlista que nos presentase.

Y la cosa no empezó mal del todo. Aunque, como he dicho, de eso ha pasado ya mucho tiempo, creo recordar que ella se mostraba cariñosa, complaciente e incluso afectuosa y predispuesta a que yo pudiese satisfacer mis instintos siempre que mostrase interés en ello.

No tuvimos descendencia por falta de aptitud de ella, aunque su actitud siempre fue irreprochable e hizo todo lo posible para facilitarme un heredero para mi inmensa fortuna porque con ello, pensaba, tendría su vida resuelta. No he dicho todavía, aunque algunos de mis lectores ya lo habrán colegido, que no era desinteresada y mucho menos altruista, pero de eso yo entonces no era consciente y vivía embelesado por sus atractivos físicos, que eran los que a mi, en aquellos tiempos, mas me importaban.

Y así vivimos muchos años contemplando como la rutina se iba apoderando de nuestras vidas, a pesar de que ella se afanaba en organizar viajes, visitar museos, degustar los manjares más exquisitos en los mejores restaurantes del mundo, codearnos con lo más selecto de la “jet set” de la Costa Azul, donde veraneábamos todos los años y convivir con lo más escogido de las familias de mi pueblo, que no paraban de invitarnos, pensando que algo les podría caer cuando yo muriese, que para eso no tenía descendencia como mi abuelo y seguía sin querer casarme con ella.

Y yo creo que fue eso lo que le hizo tomar la decisión de asesinarme. Sin embargo tengo que reconocer que yo debería estar algo obnubilado, porque no fui capaz de prever lo que podía venirme encima.

Lo debió pensar con detenimiento y desde luego con premeditación, cosa que después le podría ocasionar un endurecimiento de su pena, caso de ser descubierta. También la alevosía y la nocturnidad serían dos causas agravantes del crimen. Porque había pensado hacerlo una noche cuando yo durmiera plácidamente en el lecho del pecado; ya digo que nunca nos llegamos a casar y por eso no puedo decir lecho conyugal.

Para que yo durmiese plácidamente se agenció un brebaje que le preparó un mancebo de boticario que había sido su casi novio cuando eran muy jóvenes aunque, según me había confesado a mi, unos años antes, con él no llego a tener ningún trato carnal.

Y creo que es mañana el día elegido. Estas últimas semanas la he notado más cariñosa, más condescendiente, mas solicita, incluso más guapa. Como me conoce muy bien, sabe que yo me embeleso con poco, y un poco de rimel, un sutil maquillaje y un carmín brillante son el mejor anestésico que puede usar para tenerme al instante rendido a sus pies.

Bueno, por eso y porque ayer estuvimos en el notario para firmar mi testamento en el que le dejo a ella heredera de todos mis bienes, a excepción de una cachimba de palo de santo que le gustaba mucho a nuestro amigo el estraperlista y a ella no le pareció mal que se lo legase.

También me puso la mosca detrás de la oreja el que nos visitase su antiguo novio, el de la botica, para hacernos una visita de cortesía, según dijo, aunque me di cuenta de que al entrar le había dado disimuladamente un frasquito que debía contener el somnífero.

Yo que soy algo descreído, no consideré necesario preparar mi alma para mi encuentro con el mas allá y después de cenar me he tomado una copita de un coñac francés que siempre había guardado para una ocasión especial y me he fumado un habano de la boda de un pariente lejano, que guardaba desde hacía unos años en el armario, aunque que ya estaba algo reseco; porque me he dicho: "Una noche es una noche, y para lo que me queda..."

La verdad es que estoy algo extrañado porque el coñac tenía un sabor algo raro y además me esta entrando un sueño de esos cansinos, que hasta me cuesta trabajo mantener los ojos abiertos; así que después de darle a ella un beso de despedida, me subo al dormitorio, porque a mi siempre me ha gustado dar facilidades y están a punto de dar las doce.

miércoles, 14 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES IX

Al año siguiente, en 2016, me atreví a presentarme de nuevo con otros dos relatos, pero ninguno de ellos fue seleccionado para la final.

Este primero lo titulé 





CLOE


Raudales de lágrimas había derramado desde entonces junto al sauce del río. En el tronco, sus nombres encerrados en un corazón traspasado por una flecha, y una fecha: 28 de agosto de 1965; ahora ya tan deformados por el tiempo que sólo ella sabía que era su nombre el que se adivinaba junto al de Ángel, su amor imposible, cuyas letras, incomprensiblemente, aún hoy se mantenían intactas.


Su nombre, Cloe, apenas si se podía descifrar, de tan deforme como estaba, que más parecía una grieta en el tronco del árbol, arrugado por los años. Era el último sauce  después del recodo del río cuando ya se aleja del pueblo, por lo que casi nadie llegó a conocer la inscripción. La grabó aquella lejana tarde de primeros de septiembre, donde unos días antes ella le había declarado su amor. Pero ese día Ángel ya no estaba allí.


Cuando nació, su padre, un descreído librepensador,  escogió para ella un nombre poco usual en la época, apenas conocido por románticos revolucionarios y lectores de novelas arcaicas. Pero ese nombre iba a marcar toda su vida.


En el pueblo pequeño de su niñez, todos la veían como una niña un poco diferente, siempre ensimismada y con una vida interior nada frecuente en una adolescente tan joven. Sus padres fueron desterrados allí como maestros y ella también fue maestra, y lo primero que hizo fue leer la novela de Longo para saber quién era realmente Cloe y conocer sus andanzas por la remota isla de Lesbos. 


Ni antes ni después de sustituir a su madre en el colegio, ningún mozo se atrevió a cortejarla porque la consideraban demasiado inalcanzable. Ella tampoco podía  fijarse en ellos porque ninguno podía representar el ideal de amor que ella podía sentir. 


Pero llegó Ángel en quien ella enseguida reconoció a su Dafnis amado, liberado ya de los piratas. Era un mes de abril; todos los almendros ya habían florecido y parecía que ese año era más dulce el olor de azahar de los naranjos en plena floración. Venía a sustituir al viejo practicante que se había jubilado, y también el alma de Cloe se llenó de flores como los cerezos del huerto. 


Era el joven más bello, mas educado y más sensible que jamás había conocido, sólo comparable con los galanes protagonistas de las novelas que devoraba en las noches de insomnio, que eran las más en la vida anodina y triste de su juventud que ya se empezaba a marchitar.


Y se enamoró como sólo ella podía enamorarse. Y el amor le salía por los ojos, por la boca, por cada uno de los poros de su cuerpo. Y en su cara se iluminó una sonrisa que afloraba siempre cuando él se acercaba. Pero él nunca parecía darse cuenta de ese amor. 


Ella tuvo que fingir un desfallecimiento para que él la tuviese que atender; cuando sus dedos rozaron su piel toda su alma vibró y ese mero roce fue para ella la demostración de una mutua atracción que solo existía en su imaginación desbordada.


Por fin una tarde, después de haber espiado durante semanas todos sus movimientos, logró encontrarse con él junto al vado del río, donde acostumbraba a pasar largos ratos de lectura y meditación.


Ella se había vestido para la ocasión y a cualquiera que no fuese él, le habría parecido una joven atractiva. Hablaron de poesía, de los reflejos cambiantes en la corriente del agua y de las nubes que jugaban al escondite con el sol; hasta que el cielo se fue oscureciendo, las estrellas empezaron a asomarse en el mirador del cielo y la luna se reflejó en el espejo del río. Ella se acurrucó junto a él, pero él se levantó aduciendo que se estaba haciendo tarde. Él también había disfrutado de su compañía y de la elocuencia de aquella joven tan poco convencional en un pueblo tan recóndito.


Era ya pleno verano y las excursiones al río se sucedían con más frecuencia que él hubiera deseado y mucho menos de lo que Cloe ansiaba. Un anochecer, cuando ya empezaban a desdibujarse las nubes en la obscuridad del cielo  y la luna había bajado, toda desnuda, a bañarse en las  aguas plateadas junto a las ninfas del río, ella se acercó hasta besarle en los labios y le declaró su amor arrebatado. Ángel no correspondió a su beso y le confesó que no podía corresponder tampoco a su amor porque su corazón y todo su ser pertenecían a un joven que aún le esperaba en un pequeño pueblo del sur.


Ella supo entonces que su Dafnis había sucumbido al acoso del malvado Gnatón y que aunque ya nunca podría ser suyo, ella seguiría enamorada de Ángel por siempre.


Él pensó que sería mejor dejar aquel pueblo donde su condición ahora podría ser descubierta y una mañana partió sin despedirse de nadie. Poco después, también Cloe dejaría el pueblo, intentando, en vano, olvidarle. 


Todos los años, el 28 de agosto, vuelve con dos camelias rojas para depositarlas bajo el último sauce por donde escapa el río, y acariciar los nombres que ella grabó en el tronco, dentro de un corazón traspasado por una flecha.


Nunca más supo de él; pero a sus setenta años, ya con su pelo y su alma cubiertos de nieve, aquella flecha del tronco del sauce aún le sigue traspasando el corazón y hace que nunca, nunca, pueda dejarle de amar. 


domingo, 11 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES VIII

Y este año, de nuevo, me seleccionaron este relato como finalista. La entrega de premios tuvo lugar en Zaragoza y lo titulé 





 Y EL GANADOR ES...


"Los lunes, miércoles y viernes juego al ajedrez; los martes, jueves y sábados, al golf; los domingos por la tarde veo el partido de fútbol; pero por la mañana sigo siendo el superhéroe que siempre fui. 


Antes de seguir creo que debo hacer alguna aclaración. Ya estoy jubilado de la mayoría de mis actividades. Por ejemplo, yo que jugué al ajedrez con Bobby Fischer, Karpov e, incluso, con José Raúl Capablanca y Graupera -a quien yo mismo bauticé con el sobrenombre de "el Mozart del ajedrez"- , ahora me tengo que conformar con jugar contra el ordenador, lo que me resulta aburrido y tedioso y hasta fastidioso a veces, sobre todo cuando esta máquina infernal me gana en algunas ocasiones. 


Lo del golf es diferente; en eso nunca llegué a ocupar un puesto privilegiado en el ranking, porque empecé a jugar ya de mayor. Hice algunos hoyos con Greg Norman, Jack Nicklaus y José María Olazábal, pero nunca llegué a ser un gran campeón, aunque en honor a la verdad debo confesar, porque muchos no lo saben, que yo fui quien enseño a jugar a Severiano Ballesteros. Ahora juego con la Wi de Nintendo y todavía no he encontrado a nadie que me gane. 


También debéis conocer, para comprender esta historia, que los superhéroes somos inmortales. Y esto sí que es un fastidio. Yo acabo de cumplir los cuatrocientos diez y aunque no me encuentro mal, ya he tenido que casarme ocho o diez veces, ahora no lo recuerdo bien, y llevo ya unos cincuenta célibe, porque a la hora de escoger me he vuelto demasiado exigente. 


Vivo solo y dos veces a la semana viene una asistenta que lo tiene todo muy limpio; pero a lo que íbamos: 


Los domingos por la mañana nos reunimos todos los superhéroes en una cafetería a contarnos nuestras batallitas. Algunos están ya muy mayores; por ejemplo Moisés - que se ha negado en redondo a cambiarse de nombre-, a menos que te descuides, te vuelve a contar cómo se las arregló para separar las aguas del Mar Rojo. A mí ya me lo lleva contado cerca de doscientas veces. 


Lo de los nombres es otra cuestión. De antiguo, cada uno teníamos el nuestro y estábamos todos muy orgullosos de ellos; pero llegaron los americanos y pusieron de moda lo de "Súper", "Increíble", "Maravilloso" y esas horteradas, que aconsejaban sus asesores de imagen, y no tuve más remedio que aceptar el de "Súper Quijano" que me aconsejó mi productor, que es el que se encarga de todo lo concerniente al marketing, que en nuestro oficio se ha vuelto imprescindible. 


Como habrán deducido yo me dedicaba a "desfacer" entuertos, salvaguardar el honor de doncellas indefensas, liberar cautivos, y luchar por las causas perdidas. 


Sólo hay que darse una vuelta por las noticias de los periódicos para ver a donde está llegando el mundo, desde que yo dejé mi vida activa



Y es que los superhéroes mayores ya no actuamos y nos dedicamos sólo a organizar todos los años los premios "Yelmo de Oro" que reconocen los méritos de los que más se han distinguido en las distintas secciones. 


Yo gané uno, ya hace tiempo, con mi "Aventura de los molinos de viento" en la sección de "efectos especiales", en reñida pugna con mi amigo Rodrigo Díaz de Vivar, nominado por su "Batalla ganada después de muerto". El año siguiente gané otro al mejor "guión original", esta vez sin apenas oposición, y otro año estuve nominado en la sección de "grandes epopeyas", pero me ganó Ulises con su "Odisea". 

Este año estoy muy ilusionado porque me van a ofrecer el "Yelmo de Oro" a la trayectoria de toda una vida. Aún hoy, en estas ocasiones, no veáis como añoro a don Miguel cuando tengo que escribir el discurso de aceptación.

sábado, 10 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES VII

Al año siguiente, en 2015, decidí volver a presentarme sin desanimarme por el resultado del año anterior, y este es uno de los relatos que envié y que no fue seleccionado.

Lo titulé 





EL VIAJANTE TACITURNO.


"Era un hombre obeso pero, paradójicamente más ágil de lo que su aspecto podría presagiar. Llegó al andén cuando el tren empezaba a moverse. El jefe de estación había hecho sonar el silbato de las salidas apresuradas y por debajo de las ruedas de acero se escaparon los suspiros de la máquina con achaques, a punto de jubilarse. Saltó a la plataforma de la escalerilla y de allí al pasillo del vagón, atenazando su maletín de piel con goteras en el que debía guardar los restos de su vida nómada y monótona, por la forma en que lo apretaba entre sus brazos. 

En el departamento de la izquierda, detrás de la puerta que se descorría sola cuando el tren subía una cuesta, estaba la niña jugando con su caja de música, que abría y cerraba con parsimonia mientras se recogía los tirabuzones pajizos que caían de su sombrero con cintas desdibujadas. Estaba sola y el hombre que era demasiado ágil para lo grueso que estaba, se sentó a su lado. Los cordones de sus zapatos estaban a punto de empezar a llorar y tenían que saltar constantemente para que las suelas no los pisaran. Su traje tenía las arrugas típicas que ocasionan las perchas de plástico que suele haber en las fondas de techos con lepra y en los moteles de carretera que no va a ninguna parte.

Se intentó arreglar el nudo de la corbata, que tiempo ha tuvo ínfulas de grandeza y ahora se empezaba a despintar por momentos, y susurró algo a la muchacha que le miró con sus ojos de hospicio azules pensando, sin duda, que aquel hombre no era totalmente desconocido para ella. El confesó que se habían visto por lo menos tres veces; la primera cuando el hombre de tez morena y rasgos árabes la cepillaba los dientes en el aseo de la estación de cercanías ya muy lejana, la segunda cuando desayunaban en la barra de aquel bar sin nombre donde los camareros coleccionaban fotografías de sus clientes, y la última cuando viajaba en tranvía con el hombre que parecía llevar zancos y que entonces él pensó que debía ser su padre.

El hombre del traje con arrugas asimétricas y la corbata despintada, abrió su maletín lleno de ilusiones desgastadas y sacó una toalla empapada de polvos de talco, un espejo que no reflejaba su rostro cansado, un peine sin púas, un mapa sin ríos ni montañas, un cierre sin llave y un timbre insonoro que, según dijo, se había vendido muy bien para casas sin puerta. Debía ser viajante y regresaba a casa después de una semana más de tratar con gentes con el alma anestesiada y dormir en pensiones con vistas a los anuncios de Coca Cola.

La niña cogió el mapa y señaló un punto indefinido en el norte de África, él negó con la cabeza y no volvió a decir nada. Su cara era tan triste como la melodía de la cajita de música que la muchacha hacía sonar cuando callaba el silbido del tren al salir de las estaciones en las que solo habitaban los fantasmas. Por fin, ella le dijo algo al oído y él asintió.

Cuando el tren volvió a parar porque se habían terminado las vías, los dos, cogidos de la mano, bajaron al andén, donde nadie les esperaba. El reloj redondo y algo afónico que colgaba sobre la puerta de la sala de viajeros de vuelta de casi todo, marcaba las dos y diecisiete minutos, era de noche y terminaban de caer las últimas gotas de una tormenta que se había montado ya en un tren de mercancías con destino a las tierras del norte, donde el hombre del tiempo había pronosticado una gran perturbación.

viernes, 9 de octubre de 2020

CONCIERTO EN EL MOLINO




Anoche se celebró el Concierto de Guitarra Española en el Molino del Manto.
Si alguno de vosotros no lo pudo ver, os dejo este enlace para que podáis disfrutar de este extraordinario espectáculo::
 *LINK DEL CONCIERTO EN STREAMING





¡¡¡ Viva la Buena Música  🎼🍻¡¡¡

jueves, 8 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES VI

Y este es el Segundo de los relatos presentados en el año 2014, titulado

EL REGRESO.

Cuando ella regresó, yo ya no estaba allí. 

Anduve perdido mucho tiempo corriendo por entre penas y ansiedades hasta que se me secaron las lágrimas que no me había dado tiempo a derramar, mientras el tren me llevaba de una estación a otra, con la esperanza vaga y desesperada de volverla a encontrar. 

De ella nunca supe nada. Desde que se marchó, parecía que se había volatilizado en el aire y solo me quedaba su recuerdo en las viejas fotografías que seguían colgadas en las paredes desoladas de mi alma. Paredes que iban cayéndose en desconchones de humedad y de tristeza y que pedían a gritos una mano de pintura o, al menos, una impregnación del optimismo que un día compré en una tienda de drogas al por mayor y que almacenaba en mi alacena en espera de que llegaran tiempos mejores. 

Y eso después de tantos y tantos años de felicidad. Nos conocimos cuando aún nuestras mentes eran vírgenes y nuestros cuerpos resplandecían de juventud y del amor alegre que solo nace entre amantes inocentes. Aunque todos nos habían advertido que lo nuestro no tenía futuro, nosotros cerramos nuestros oídos a los malos presagios y solo escuchábamos los cantos de sirena que a diario entonaban nuestros corazones. 

Con su cebolla y mi pan caminamos juntos y ninguno de los dos sentíamos el hambre de la necesidad porque nuestros espíritus se sustentaban solo de promesas etéreas y de las sensaciones que nuestros sentidos nos iban descubriendo en el lento recorrido por nuestros cuerpos que despertaban día a día al conocimiento de unas nuevas experiencias que ninguno de los dos había soñado que pudieran existir.

Y nuestros espíritus fueron perdiendo su virginidad y nuestros cuerpos se acostumbraron a las caricias que poco a poco se iban mecanizando, hasta que mis besos perdieron el calor y en sus ojos se fue apagando la luz.  

Y ella pensó que así ya no podía vivir. Una madrugada, cuando entre la bruma de la montaña se desperezaban los todavía fríos rayos del sol, ella desapareció de mi casa y de mi vida. Ni una nota garrapateada en una hoja de cuaderno, ni una palabra antes, que pudiese presagiar su adiós definitivo del día siguiente. Nada. Quizás una mirada de soslayo que se escapó de sus ojos o el rictus de melancolía que se deslizó por sus labios, pero que yo, ayer, no supe interpretar. Y yo dormí esa noche envuelto en las redes de la monotonía y en el limbo de la rutina en que se había convertido nuestra otrora ilusionada convivencia. Después el lecho ya frío y las sábanas apenas sin arrugas que en un principio no parecían decirme nada. Luego faltó el olor a pan tostado y a café humeante; el sonido de su cantar y el sonar saltarín de sus pasos que apenas si parecían tocar el suelo. Y después sólo silencio. Luego incertidumbre, desconcierto, incredulidad. Al final, una dolorosa sensación de culpabilidad y desesperación. Nadie había visto nada. No faltaba nada y de su mesilla de noche solo había desaparecido la cinta de su pelo, pero había dejado el anillo que yo la regalé aquel primer aniversario cuando todavía la pasión se podía adivinar en la mirada de sus ojos.



Y pasaron días, horas de angustia, minutos y segundos que parecían eternos y esperanzados de sus noticias que nunca llegaron. Meses después, mi largo peregrinaje por tierras desconocidas y lugares lúgubres sin noticias suyas. Ni una carta, ni una llamada, ni un mensaje, nada. Sólo una vez alguien me dijo haberla visto paseando por una playa entre olas de espuma y olor a salitre. Cuando yo llegué, ella ya no estaba allí ni nadie supo darme noticias de su estancia junto al mar.

Y poco a poco el tiempo fue borrando de mi memoria su pelo y su figura. Sus ojos se fueron apagando y sus manos se iban desvaneciendo como diciendo adiós camino del horizonte. Sus labios habían perdido la color y el olor de su cuerpo se había ido escapando por las rendijas de mi memoria. Sólo quedaba su olvido desdibujado entre las hojas de un diario que encontré camuflado en los papeles del escritorio y que ella abandonó cuando ya nuestro amor había dejado de ser importante para ella. 

Con el tiempo perdí toda esperanza y cuando mi vida dejó de tener sentido, convine que era hora de morir. 

Años después, cuando ella añorando tiempos pasados decidió regresar, yo ya no estaba aquí.

miércoles, 7 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES V

Al año siguiente; en 2014, animado por el éxito de los años anteriores, me volví a presentar al concurso con dos relatos, aunque ninguno de ellos fue seleccionado como finalista. Este primero, al que guardo un especial cariño, lo titulé 





EL CIELO DE LAS AMAPOLAS

"Yo nací en un prado, a finales de un mes de abril en el que las lluvias habian llegado con anticipación. Recuerdo muy poco de mis primeros días de existencia. Tan solo que eran mis vecinas unas flores de pequeños pétalos blancos y un corazón redondo de color amarillo, que creo recordar que las llamaban margaritas. Justo a mi lado crecían un pequeño cardo, que era muy agradable en su trato pero poco delicado en las distancias cortas, y una pequeña espiga de trigo, que había madurado muy deprisa y estaba demasiado espigada para su edad. A nuestro alrededor, corrían a diario unos niños muy grandes que resultaban peligrosísimos porque al menor descuido te podían aplastar y dejabas de existir.

Y ese fue mi primer trauma infantil. Aunque nadie me lo advirtió, pronto llegué a la conclusión de lo pasajero de mi existencia. Eran tantos los peligros que me acechaban, que ya era difícil subsistir un solo día, y llegar a un mes sólo se podía conseguir si el destino te había rodeado de peñascos o de ortigas, a las que nadie quería acercarse. Y aún, si lograbas sobrevivir, la esperanza de vida no sobrepasaba, apenas, unos pocos meses.

Como digo, ese mes de abril en que nací, había sido lluvioso casi en de- masía y unido a que los vientos habían soplado con generosidad el mes anterior, llegamos a un mes de mayo exuberante en el que los colores de las plantas ponían el marco adecuado para escuchar los sonidos de la primavera, con los gorjeos de los jilgueros, el silbo aflautado de los mirlos, el grito estridente de los vencejos o el trisar chillón de las golondrinas. Pero todo entonces, era efímero; bello, sugerente, y entrañable, pero de- masiado breve. Nadie podía asegurar que cuando el sol apareciese detrás de las montañas alguno de nosotros seguiría viviendo.

Yo me quejé a un olmo cercano. Él era sabio y tenía más experiencia de la vida porque Yo le pregunté si había también un cielo para los olmos, y otros para las margaritas y para las espigas de trigo, y para las azucenas, que había oído que eran unas flores preciosas; incluso también para los cardos, las ortigas y para esos niños tan grandes que todos los días estaban a punto de aplastarnos. También debería haber, pensé, un cielo para las hormigas, y para las luciérnagas que nos iluminaban por la noche, y para las abejas que traian y llevaban nuestro polen y hacían una miel riquísima, y para los gusa- nos, los colibríes, los gorriones y los murciélagos, aunque a mí no me gustaban porque se parecían demasiado a los ratones... Pero me dijo que no; que sólo era para las amapolas. Porque las amapolas somos flores sen- cillas, sin pretensiones ni aires de grandeza.

Allí en nuestro cielo, me contó el viejo olmo, viviríamos para siempre, y el rojo color de nuestros pétalos se mantendría para siempre brillante y lozano, como ahora luce entre las margaritas, las correhuelas de color rosa, las amarillas estrellas de mar, las flores del camino con su precioso color malva, las candeleras, los dientes de león a quienes el viento hacen volar sus vilanos como pequeños paracaídas blancos, y las demás floreci- llas silvestres que viven a mi alrededor y que, como yo soy aún demasiado joven, no he logrado aprender sus nombres.

No me lo llegué a creer del todo. Era demasiado bonito y no era justo. Yo pensaba que las margaritas, que también eran flores sencillas, y todas las demás, aunque no conociera su nombre, también deberían tener un cielo, aunque estuviese aún más lejos del horizonte donde se esconde el sol.

Debo confesar que lo de que no hubiese cielo para los gusanos y para los murciélagos no me pareció mal del todo, pero no podía quitarme de la cabeza que mis amigas las margaritas, las de corazón amarillo y pétalos blancos, no tuviesen también un cielo como el nuestro y llegué a pensar que podríamos hacerlas un sitio para compartir con ellas nuestro propio cielo...

Aquella noche, antes de dormirnos, el viejo olmo me aseguró que vendría alguna vez a visitarme al cielo de las amapolas y esa noche soñé con estrellas relucientes y hasta me pareció que la luna se acostó a mi lado hasta que el sol vino a despertarnos cuando amaneció la aurora..."


Yo conocí a la amapola ya en los últimos días de su vida, debió ser a mediados de agosto. Estaba en un búcaro de cristal, junto con otras flores silvestres que había recogido mi nieta, y que mi hija había puesto en la mesa del cuartito de estar, junto a la ventana del patio.

Me llamó la atención su vivacidad en comparación con las demás, que ya se las veía demasiado ajadas y algo tristes. Yo me cuidaba de cambiar el agua del florero donde ponía un trocito de aspirina, y con el paso de los días, llegamos a hacernos amigos. Una tarde, mientras todos dormían la siesta, ella me contó su vida.

Cuando todas las flores murieron, yo sabía que mi amapola estaría llegando a su cielo, al cielo de las amapolas; que está más allá del horizonte, hacia donde corre el sol al caer de la tarde y donde vive la luna, esperando que llegue la noche para salir a dar su paseo de todos los días.

Un cielo que debe estar muy cerca del cielo de los viejos, al que no tardaré en llegar, y aprovecharé para ir a visitar, ya sin achaques, a mi amiga la amapola que aún conservará ese color rojo brillante de sus pétalos y seguro que me recibe alborozada, porque llegamos a hacernos muy buenos amigos en esas tediosas horas de la sobremesa de los calurosos días de finales del agosto, mientras todos los demás dormían la siesta.

martes, 6 de octubre de 2020

GUITARRA ESPAÑOLA EN EL MOLINO DEL MANTO.





Debido a las circunstancias especiales producidas por el COVID-19, este año no habrá concierto abierto al público, pero sí emitiremos en STREAMING la actuación del Niño Joséle, junto a “El Trío” : Benavent-Di Geraldo-Pardo desde el salón del Molino del Manto.

 

Será el próximo jueves 8 de octubre a las 20:00.

 

Esperamos que disfrutéis desde vuestras casas.


¡¡¡ Viva la Buena Música  ¡¡¡

domingo, 4 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES IV

Y por segundo año consecutivo fue seleccionado otro relato mío, que también obtuvo un accésit.


Su título:




EL HOMBRE QUE OLVIDÓ SU NOMBRE


"Hacía ya tiempo que la niebla del olvido iba descendiendo por las estribaciones de mi mente, desdibujando recuerdos y velando realidades; por eso no os podría decir, a ciencia cierta, cuando ocurrió.

Pudo ser aquella mañana del mes de junio, cuando me despertó una tenue ráfaga de viento que se coló por las rendijas de la vieja ventana de mi alcoba. Me desperecé después de apartar la sábana que me había echado encima cuando empecé a sentir el relente del amanecer. 

Aquella mañana, no sabía por qué, me vino a la mente una palabra de esas que nunca se usan: "binza". No, no era pinza, ni pizca, ni bizca, ni bizna,  era "binza" y no sabía su significado. 

-"Binza"... "binza"... 

Nada, que no podía recordar qué podía ser "binza".

Aunque por aquello del fastidioso vértigo, tenía que levantarme poco a poco, aquella mañana me tiré literalmente de la cama y me fui directo al diccionario.

- "Ba"... "be"... "bi"... "biberón"... 

Casi se me cayó el diccionario de las manos... faltaban muchas palabras... eran como si se hubiesen borrado... como si alguien lo hubiese sacudido y muchas palabras se hubiesen caído del libro, tintineando en el suelo como pequeñas cuentas de cristal.

Y se me olvidó la palabra. No era bizca, no. Ni pinza, ni pizca... Era... no; ya no me acordaba. 

Pensé que debía ser que todavía no había tomado el café y yo, de siempre, no había sido nadie sin desayunar. 

Entré en la rutina diaria de la tostada untada con un diente de ajo y un chorrito de aceite, de la loncha de jamón York en una rebanada de pan de molde, porque mis dientes ya no podían con la corteza del pan candeal, y del tazón de leche engañada con un poco de achicoria en que se había convertido, con los años, el tradicional café con leche.

Mientras desayunaba en la cocina no paraba de dar vueltas a la cabeza... no era pizca... ni pinza... Ni por esas, que no podía recordar la maldita palabra. 

Aunque yo lo decía hacer la cama, la realidad es que me limité a estirar las sábanas y la colcha, porque ya no podía agacharme para remeter la ropa, que sólo ofrecía un aspecto presentable los viernes cuando venía la asistenta. 

Un aseo rápido - ese día más- y me vestí para salir a dar el paseo matutino y comprar el pan. Pero antes cogí de nuevo el diccionario. Efectivamente se habían perdido muchas palabras. Estaban la mayoría, las que se usan normalmente... "Alba", "ayuda", "baile", "casa", incluso estaba "diptongo" que hacía mucho tiempo que no escuchaba; pero habían desaparecido todas esas palabras tan raras que nadie dice y que casi nadie sabe su significado, las que a mí me gustaba llamar palabras dinosaurio.

No sabía interpretar lo que ocurría y pensé que podía estar pasando lo mismo en los otros libros. Me fui al Quijote y allí también se habían caído bastantes palabras. Ojeé algunas páginas y de vez en vez había espacios en blanco: "El resto de ella concluían.............. de ............. , calzas de ................ para las fiestas, con sus ............. de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su.............. de lo más fino". Leí, empezando a asustarme. 

Lo bueno que tiene el síndrome del inicio del alzhéimer es que todo se me olvida muy pronto y cuando volví de la calle, puse la tele para no ver cómo se despellejaban en las tertulias, porque yo nunca veo la televisión, aunque la tenga siempre encendida. Es mi única compañía.

A la mañana siguiente me vino a la mente "albahaca" y cuando fui al diccionario se habían perdido todas las palabras con raíz árabe. 

Unos días después fueron los anglicismos y luego los toponímicos. 

En el diccionario y en los libros había, cada vez, más espacios en blanco que avanzaban inexorables. Me parecía ver unos grandes osos polares devorando salmones, con escamas de letras, que intentaban, en vano, nadar contra corriente.

Ya eran muy pocas las frases que estaban completas; posiblemente sólo "mi mamá me mima", "amo a mi mamá" y "Con cien cañones por banda", que era la única poesía que había aprendido de pequeño. 

Me llegué a obsesionar con las palabras que iban desapareciendo de los libros, pero no podía contárselo a nadie. 

A pesar del buen tiempo apenas si ya salía a la calle y pasaba horas y horas asomado a la ventana hasta que la silueta del castillo se diluía en el azul cada vez más oscuro del horizonte. 

Entonces empezaban a encenderse las estrellas, y me entretenía  en contar las que jugaban al escondite, las que tiritaban de calor y se me humedecían los ojos, emocionado, cuando veía las estrellas fugaces, porque pensaba que se iban a pasear con sus amigos por la vía láctea; luego me acostaba y muchas noches olvidaba apagar la televisión.

Otros días me gustaba recordar cuando, siendo aún niño, aparecía el arco iris y las gotas de lluvia me caían sobre la cara y el sol anunciaba que llegaba la bonanza. 

También solía pasar horas acariciando ese pétalo que se había caído de la rosa que moría temblorosa en el vaso lleno de agua con una pizca de aspirina. 

En los días de frío, cuando no era tan viejo, me entretenía en cazar besos perdidos entre los dedos de los niños y los coleccionaba con cuidado para que no se marchitasen. Llegué a tener más de doscientos y hasta los ponía nombre. Uno lo llamé "lulú" y otro "copito"; al último le puse "luciérnaga", porque era de una niña con luz en los ojos; pero el que más me gusta es "pimpollo", porque fue el primero que me tiró mi nieta, hace ya mucho tiempo, cuando todavía no sabía decir mi nombre. 

Una mañana, a la semana siguiente, vi que había perdido las palabras esdrújulas y en poco más de un mes, no me quedaban palabras con más de cuatro letras. 

Tenía "luz", "niño", "amor", "pan", pero ya no estaba "mariposa", ni "pájaro", ni "amapola", aunque todavía me quedaba "flor". Claro que no me importaba, porque las palabras que se habían caído de los libros yo las había olvidado. 

Ya no sabía que significaba "dolor", ni "recuerdo", ni "esposa", y unos días después, tampoco "hijo"; porque sólo me quedaron las palabras de dos letras.

Por eso, sólo decía "yo" cuando los médicos me preguntaron mi nombre. Y es que "Zósimo" fue una de las primeras palabras que olvidé, porque era esdrújula, porque hacía mucho tiempo que nadie me llamaba y porque en la tele nunca se oía un nombre tan raro.

Cuando mis hijos entraron en casa para hacer la testamentaría, todos los libros tenían las páginas en blanco, aunque ellos no se enteraron porque sólo buscaban las cartillas de la Caja de Ahorros".


Nota: Para que no tengáis que buscarlo, “binza” es la capa o película exterior de la cebolla. Dios tendría que haber dotado, también, a los hombres de una binza protectora

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MIS EDICIONES MUSICALES

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SENTIRES. Canta Mª Antonia Moya. Edición remasterizada. 2012. Incluye las canciones siguientes:

AVE MARIA

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De Schubert. Canta María Antonia Moya, acompañada por el Maestro Alcérreca. 2011. Para escucharlo, pinchar en la image.

LA TARARA

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LOS PELEGRINITOS

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La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

EN EL CAFÉ DE CHINITAS
La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE

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Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

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Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

PERFIDIA

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Canta Maria Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. Año 1986. Para escuchar la canción, pincha en la imagen.

PASODOBLE DE CHINCHÓN

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Letra: L.Lezama - Música: Palazón. Canta: María Antonia Moya. 1987Puedes escucharlo pinchando en la imagen

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