sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XV.

XV


Cuando floreció la primavera del 39.

Todas las noticias coincidían. Los milicianos del ejército republicano estaban desertando y la mayoría se dirigía a las fronteras para abandonar España. También los soldados que volvían a casa para disfrutar unos días de permiso, en vez de incorporarse al ejército se quedaban en Recondo a la espera de que la guerra terminase. Uno de ellos era José, el marido de Sacramento. Hacía ya una semana que se debía haber incorporado a su batallón, pero alegando una inexistente enfermedad estaba retrasando la vuelta. Era muy importante el quedarse en el pueblo donde eran conocidos para evitar ser hechos prisioneros por el ejército nacional y tener que pasar por los campos de concentración donde los soldados eran recluidos hasta que se determinaba el grado de implicación de cada uno con las fuerzas republicanas.
Las autoridades locales, en pleno, habían presentado su dimisión y los representantes de los partidos políticos, en un intento de controlar la situación, habían constituido lo que ellos llamaron la Junta de Resistencia Local como última medida para oponerse al avance de las tropas leales al General Franco que avanzaba inexorablemente hacia la capital.
Por otra parte, todos los que se habían mantenido en contra de la República, se estaban organizando para hacerse de nuevo con el poder, en el momento que las tropas del ejército victorioso entrasen en Recondo. Ya sin ocultarse, se habían organizado para impedir que los miembros de los Comités Políticos, intentasen tomar represalias o utilizarles como escudos humanos para impedir el avance del ejército.
Las últimas semanas, el Solar se había convertido en el cuartel general de la oposición a la República y doña Margara había maniobrado hasta ser la ideóloga y principal instigadora de las acciones que se deberían llevar a cabo para conseguir la instauración del orden establecido en Recondo después de los tres años de anarquía que se habían vivido. Nadie discutía que era ella la más perjudicada por los republicanos y se había convertido en imagen de todas las víctimas de la guerra. Esta consideración la había conseguido no solo por haber perdido a su marido y a su hijo, por haber estado separada de su hija pequeña durante más de dos años, por haber padecido un bombardeo en su casa y por haber sido expoliada de todas sus joyas y dinero, sino, sobre todo, por su entereza y su valor al haber sido capaz de enfrentarse a las autoridades, impidiendo que nadie entrase en su casa y por haberse mostrado siempre serena ante la adversidad, sin derramar ni una sola lágrima.
- Ahora nos llega el turno a nosotros. Nadie debe quedar sin castigo. En el momento que lleguen a Recondo las fuerza armadas, hay que evitar que nadie escape del pueblo. Hay que detener a todos los que durante estos tres años se hayan aprovechado de la situación para hacernos daño. Haced correr el aviso de que yo personalmente recompensaré generosamente al que me de noticias de lo que le pasó a mi marido y a mi hijo, a los que me indiquen dónde están sus cuerpos y denuncien a sus asesinos.
El "Solar" había recobrado parte de su actividad de antes de la guerra. Con la vuelta de José ya estaban todos. Petronila había llegado a primeros de enero después de pasar más de dos años con sus primos de Alicante. Allí había estado relativamente tranquila y doña Margara se alegraba de que no hubiese tenido que vivir los terribles acontecimientos que había sufrido la familia. Su llegada había sido un motivo de tranquilidad y alegría para su madre, que a partir de ese momento se mostraba un poco más animada. Tanto que, con la ayuda de sus dos hijas, empezó a confeccionar una gran bandera rojo y gualda para con ella dar la bienvenida a los libertadores que no tardarían en llegar a Recondo.
La esperada llegada de las tropas libertadoras se produjo el día 29 de marzo a la caída de la tarde. El Coronel del Ejército Nacional don Vicente Teixidor en representación del Excmo. Sr. General Jefe del Cuerpo del Ejército, después de formar la tropa en la plaza mayor, saludó a las antiguas autoridades, que habían sido destituidas cuando se inició la guerra y que se habían reunido en la puerta del Ayuntamiento; a las que nombró Comisión Gestora en tanto llegasen los oportunos nombramientos por parte de las nuevas autoridades políticas de la Nación. Allí en la plaza estaban presentes todos los que habían tenido que sufrir durante casi tres años el escarnio de unos pocos, que ahora tendrían que ser castigados por su crímenes. En el balcón del ayuntamiento ondeaba majestuosa la gran bandera que habían confeccionado con sus propias manos doña Margara y sus dos hijas, posiblemente las que más habían padecido las consecuencias de esta guerra injusta y cruel en la que habían luchado hermanos contra hermanos y que ahora terminaba con la victoria total e indiscutible del invicto caudillo Francisco Franco.
Uno de los primeros cometidos de esta Junta Gestora, a requerimiento del Ministerio de la Gobernación, fue redactar un detallado informe de los actos delictivos cometidos durante el período de la guerra civil.
En este informe se recogía que la Iglesia Parroquial, todas las Ermitas, y el Convento de las Monjas clarisas fueron asaltadas en los primeros días de la guerra, quedando todas ellas en un lamentable estado.
Asimismo se detallaba de que durante este tiempo habían saqueados y asaltados 38 domicilios particulares y que 77 personas que habían sido maltratadas, perseguidas, encarceladas y desaparecidas durante este período, indicándose que habían sido asesinadas 8 personas. Las que figuraban como desaparecidas en una primera relación, como era el caso de don Nicomedes y don Atenodoro, se comprobó después que habían sido asesinadas y en la lista de asesinatos se incluyó también a Nicolás Gómez Pastrana, aunque nunca se llego a descubrir su cadáver.
Se confeccionó un relación nominal de las 32 personas que habían formado parte de las distintas corporaciones municipales, de los 11 miembros que formaron parte del Comité del Frente Popular, de los 6 miembros de la Brigada de Información y de los 10 miembros directivos de la UGT y del partido comunista, acusándoles de ser las personas que habían cometido estos delitos o de haber sido sus inductores, hasta un total de 64 personas, pormenorizando los hechos en que habían intervenido durante esos años.
Pero había llegado también el tiempo de hacer pagar todas sus fechorías a los desalmados que tanto daño habían hecho en Recondo. Se habilitaron los antiguos salones del baile de la Sociedad de Propietarios para recluir a las mujeres de los que más se habían significado a favor de la República. Hasta allí se iban acercando todos los que tenían alguna reclamación que hacer por el comportamiento de las detenidas. A todas ellas les rapó el pelo y durante las siguientes semanas tuvieron que fregar los suelos de todas las iglesias de Recondo. Las que intentaban resistirse eran purgadas con aceite de ricino y les hacían rezar el rosario todas las tardes.
Felipe, el Regalao, Isidoro, "Pelopincho", Julián, el Negro y Joaquín, el Mangas, Fermín, "Zapatones" y don Gregorio, el maestro, fueron inmediatamente detenidos y encarcelados. Los cuatro primeros, acusados de ser los autores materiales de la mayoría de los asesinatos y responsables de las desapariciones, fueron trasladados a la cárcel de la capital, fuertemente custodiados. Fermín y don Gregorio estuvieron retenidos en el pueblo hasta que también les llevaron a la capital en espera de ser sometidos a juicio, junto con el resto de los cerca de setenta imputados que las nuevas autoridades habían incluido en sus informes.
Poco a poco fueron regresando todos los que habían tenido que huir del pueblo durante la contienda, así como las monjas, los curas y los frailes que eran recibidos con júbilo en Recondo que parecía despertar de una larga pesadilla. Aparentemente todo iba volviendo a la normalidad aunque ya nada volvería a ser igual. Había demasiado odio, demasiada amargura, demasiado dolor y demasiados recuerdos. Y había, sobre todo, un deseo incontrolado de venganza, que la mayoría de las veces se escondía detrás de la justa petición de justicia, por parte de las víctimas.
Aquella noche dijo doña Margara a sus hijas:
- Dios nos ha escuchado, ya ha terminado el tiempo de la amargura, ahora llega el tiempo de la venganza.


FIN DEL CAPÍTULO XV.
El próximo capítulo se publicará el sábado día 6 de febrero.
¡YO QUE TÚ, NO ME LO PERDERÍA...!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XVI



XVI


Y los soles del agosto vieron la venganza de doña Margara.

La oferta de de recompensa por parte de doña Margara habían dado el resultado apetecido. Unos días después de llegar las tropas nacionales a Recondo, llegó al Solar, Agustín el Medio. Le llamaban así porque era mellizo con su hermano Remigio, que había salido mucho más espabilado que él, por lo que en el pueblo todos decían que él se había quedado a "medio" hacer.
- Vengo a ver a la Señora.
- ¿Qué quiere, tío Agustín?
- Se lo tengo que decir personalmente a doña Margara. Es muy importante… Yo sé quiénes mataron a su marido y dónde está enterrado…
Confirmó lo que ya casi todos sabían y dio datos exactos de donde le habían enterrado, junto con don Atenodoro.
-De acuerdo, te daré la recompensa, pero tienes que declarar delante del juez todo lo que acabas de contarme. Sobre todo los nombres de los cuatro, y cómo fuiste testigo de todo lo que ocurrió… sobre todo lo del camión…
Al día siguiente eran descubiertos los cuerpos de los dos hombres asesinados, y después de oficiar un solemne funeral en sufragio de sus almas, recibieron cristina sepultura en los panteones familiares.
Ese mismo día, doña Margara acudió personalmente al juzgado para presentar una demanda por asesinato a nombre de Felipe Jiménez López, Isidoro Martínez Romero, Julián Buitrago Esteban y Joaquín Recio Moreno, por ser los autores de la muerte de su esposo don Nicomedes Gómez Carretero. Haciendo constar que los cuatro acusados se encontraban detenidos en una cárcel de la capital, acusados también de otros muchos delitos.
Cuando salía del juzgado sintió una grata sensación. Era como si su alma se inundase de una paz que no había tenido en los últimos años. Ya solo quedaba conocer la fecha de la ejecución de los asesinos, entonces podría descansar en paz. Entonces podría saborear el sabor de la venganza y posiblemente entonces, podría olvidarse de la amargura que le estaba corroyendo el alma.
Unos días después en todo el pueblo se comentaba la generosidad de doña Margara que había pagado al Agustín dos mil pesetas por la información sobre la muerte de su marido. Pero pasaba el tiempo y nadie daba noticia alguna sobre la desaparición de Nicolás. Incluso doña Margara había dicho públicamente que no tenía ninguna esperanza de que nadie supiese realmente lo que había pasado.
- Si antes de terminar la guerra nadie se fue de la lengua, ahora es más difícil que los que lo hicieron vayan a delatarse, porque no hay duda que nadie vio lo que pasó, porque si no, ya habrían venido a contármelo para recibir la recompensa…
Pero se equivocaba. Era ya caída la tarde. Llegó a la puerta y golpeó tímidamente el llamador.
- ¿Doña Margara?
- Es ya tarde, ¿qué quiere usted?
- Vengo a darle noticia de quiénes fueron los que mataron a su hijo.
Era un hombre pequeño y encorvado, que aparentaba más de cincuenta años. Tomasa, la criada que había vuelto a servir al Solar cuando terminó la guerra, no le conocía, pero le hizo pasar al zaguán.
Doña Margara se sobresaltó. Tampoco conocía al recién llegado.
-¿Qué sabe usted?
- Yo soy del pueblo de al lado. Una noche, cuando volvía del campo camino de mi casa, pasaba por esta calle y vi cómo unos encapuchados, eran tres o cuatro, llamaban a la puerta y después salieron con su hijo. Yo me escondí para que no me vieran y después les seguí a una cierta distancia… Estaba muy oscuro y era difícil reconocerlos… Además hablaban en voz baja… No sé, me pareció oír que uno llamaba al otro Serafín… o algo por el estilo…
-¿No sería Fermín?
- Sí, eso es… Fermín… y a otro le llamaban de usted…
- ¿Dijeron algo de que fuese maestro...?
- No sé… ya le digo que estaba todo muy oscuro y que hablaban en voz baja….
- ¡Era don Gregorio el maestro, sin duda…!
- Puede ser, doña Margara, puede ser… posiblemente la llamaron don Gregorio… es posible…
-¿Y qué pasó después?
-Llegó un camión, le montaron detrás y partió por la carretera de la capital… Yo me quedé esperando hasta que desapareció por el recodo de la calle y seguí el camino de mi pueblo… Como usted comprenderá no me atrevía a decir nada hasta ahora… Como dicen que usted es muy generosa y compensa a los que le den información sobre lo que pasó aquel día…
- ¿Y estaría dispuesto a presentarse en el juzgado como testigo cuando yo ponga la denuncia?
- Lo que usted mande doña Margara, lo que usted mande…
Aquella noche, doña Margara y sus hijas repasaron cuidadosamente los datos que debían aportar en el Juzgado para presentar una denuncia por detención ilegal, secuestro y asesinato de su hijo Nicolás Gómez Pastrana, contra Fermín García de la Cruz, ex-alcalde de Recondo, contra don Gregorio Gutiérrez García, maestro nacional, contra don Eulogio Fernández, que fue secretario del Ayuntamiento y contra Juan José Jiménez, concejal del Ayuntamiento. Aunque el hombrecillo que había llegado esa tarde no había dicho nada de los dos últimos, ella dijo que estaba segura de su participación en la muerte de su hijo. Eran dos de los que también tendrían que pagar por sus crímenes durante los últimos años, además de ser los responsables más directos del expolio que le hicieron de sus monedas de oro. Además estaba segura que aquel hombre no ponía ningún reparo a firmar lo que ella le dijese a cambio de la generosa recompensa que le había prometido.
Fue el día de la Fiesta del Santo Patrón, que aquel año se celebró con toda solemnidad. Y al día siguiente llegó la noticia a Recondo. Habían sido ejecutadas las sentencias contra todos los que habían participado en las muertes de don Nicomedes y de su hijo Nicolás. Doña Margara prometió que llevaría un hábito de la Virgen de la Amargura durante dos años, en agradecimiento por su mediación para que se hubiese hecho justicia.
Aquella noche no pudo dormir; cuando llegaron las primeras luces del alba y sonó el canto del primer gallo madrugador, ella también, como en aquella otra mañana de hacía tres años le había ocurrido al novio de la Juanita, podía descansar tranquila porque se había hecho justicia y degustó con fruición el sabor de la venganza… el dulce sabor de la venganza.

FIL DEL CAPÍTULO XVI.
El siguiente capítulo: el 13 de febrero.
¡VA A SER MUY INTERESANTE!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XVII


XVII

En la primavera, un año después.

José fue el primero en advertirlo. Nadie había reclamado las tierras que había vendido don Nicomedes. Lo comentó con su mujer y con doña Margara, y pensaron que era mejor no decir nada y esperar acontecimientos. Las mandó sembrar después de haber estado tres años eriales y los nuevos dueños seguían sin dar señales de vida. Doña Margara pidió certificaciones del Registro de la Propiedad y todas las tierras seguían estando al nombre de su marido.
Las primeras noticias sobre el asunto llegaron de forma imprevista, no tanto por no ser esperada, sino por su portador. Romualdo, el joven Romualdo que fue compañero de Nicolás, y a quien doña Margara y su esposo habían pagado los estudios en la capital volvía al pueblo después de muchos años; y lo hacía convertido en un prestigioso abogado. Durante la guerra había luchado con las fuerzas nacionales y ahora formaba parte de un conocido bufete de abogados de la capital que administraba las haciendas de importantes grupos de inversores.
Cuando llegó al Solar nadie le reconoció al principio. Sólo cuando habló, a doña Margara pareció encendérsele la luz de sus ojos. Más delgado de lo que se podría predecir cuando era joven, con el pelo muy corto, un fino bigote e impecablemente vestido con un traje marrón y un sombrero de fieltro del mismo color que mantenía en las manos como si quisiera ampararse detrás de él, porque allí, en el Solar, él era todavía el "chico para todo" que no dejaba de agradecer a la señora el que le hubiese dado la oportunidad de conseguir una posición que sin su ayuda no habría alcanzado en la vida.
Doña Margara que había logrado desterrar de su cabeza el antiguo desliz amoroso, ya solo veía en Romualdo al joven amigo de su hijo, que al faltar éste, se podía convertir en la figura del hombre que ella iba a necesitar, a quien confiar los asuntos importantes que no podría tratar con sus hijas, ni con José, el marido de Sacra, a quien no consideraba con criterio para ser su asesor en los asuntos importantes de la casa.
- Ven a mis brazos, hijo mío. ¡Cuánto me he acordado de ti en estos años!
El joven la abrazó con verdadero cariño y sincero agradecimiento. Comentó que estaba al tanto por sus padres de todo lo que había ocurrido durante la guerra, y que le traía un asunto importante que tenía que tratar a solas con doña Margara.
Sacramento y su hermana, después de traer un servicio con una cafetera, la jarrita de leche y unas pastas hechas en la casa, salieron de la sala, dejando sola a su madre con el joven abogado.
- Tú dirás, querido Romualdo… ¡Cuánto me alegro de verte!… Apenas si ya te conocía, pareces un señor importante… Quiero decir que ya eres un señor importante y que además lo pareces… Cuando te veo no puedo evitar acordarme de mi pobre Nicolás…
- Disculpe, doña Margara que haya querido quedarme a solas con usted, pero es que el asunto es muy delicado… Me explicaré.
Tomó un sorbo del café con leche que ella le había servido en una taza.
-Como ya les he comentado trabajo en un bufete de abogados, del que ahora es mejor que no conozca el nombre. Unos clientes importantes nos plantearon un problema que tienen. Parece ser, que unos meses antes de comenzar la guerra firmaron con don Nicomedes, q.e.p.d., unas escrituras de compraventa de un importante lote de fincas de su propiedad, por las que le pagaron una importante cantidad en monedas de oro… Eso es lo que ellos aseguran… No, por favor… usted no diga nada… Según ellos, como decía, esas escrituras fueron firmadas ante un notario de la Capital, que murió a los pocos días de comenzar la contienda, y con él desaparecieron todos los protocolos en un incendio que se produjo en su notaría… Están buscando al oficial de la notaría o algún empleado que pueda corroborar su versión, pero el hecho es que no se realizó ninguna gestión ante el Registro de la Propiedad y todas las tierras continúan todavía a su nombre… Aquí le traigo copias de unos certificados que así lo muestran…
Dio un pequeño bocado al bollito de aceite que le recordaba los viejos tiempos cuando merendaba todos los días con su amigo Nicolás... y continuó:
- Este asunto no me lo han asignado a mí; pero al ver el nombre de su esposo, quise enterarme de lo que pasaba… y por eso he venido a verla.
Doña Margara le miraba sin dar crédito a lo que estaba oyendo y creyó captar rápidamente lo que se podía hacer. El joven continuó.
- Usted no debe decirme nada. No sé si será verdad lo que ellos dicen, ni siquiera si usted lo sabe… Pero al no existir ningún documento de la presunta compraventa, les va a ser muy difícil poder demostrarlo… y menos si se tienen que enfrentar a una pobre viuda y madre de dos caídos que murieron por Dios y por la Patria por no quererse unir a las fuerzas republicanas… Yo no he venido por aquí para hablar con usted, tan solo he pasado a saludarla para darle el pésame por la muerte de su esposo y de su hijo, como agradecimiento de todo lo que hicieron por mí… Usted, doña Margara sabrá lo que tiene que hacer…
Cuando él se marchó y la familia se quedó sola en el Solar, doña Margara llamó a sus hijas y a su yerno, les hizo sentarse en alrededor de la mesa camilla, dijo a José que cerrase la puerta y les puso al corriente de lo que le había contado Romualdo. Mirando fijamente a los ojos de cada uno, dijo:
- Ahora me tenéis que decir la verdad. ¿Habéis contado a alguien lo de la venta de las fincas? Es muy importante que me digáis si alguien lo sabe, para poder tomar una decisión…
- Yo no se lo he dicho a nadie, pero padre vendió las fincas… y cobramos el dinero… Yo creo…
- Tú, Petronila, no tienes que creer nada… Sólo decirme si se lo has dicho a alguien…
- No, madre… yo no se lo he dicho a nadie…
- ¿Y tú, Sacramento?
- No, madre, yo tampoco lo he comentado con nadie…Si quiere se lo juro…
- No hace falta que lo jures… ¿y tú José?
- Bueno, yo… se lo conté a mis padres… pero seguro que ellos no lo han comentado con nadie… Yo se lo dije en secreto…
- Me lo temía… Bueno, José, tú veras cómo te las arreglas pero tienes que conseguir que ellos no lo cuenten de ninguna de las maneras… Si es que no lo han contado ya… Vete ahora mismo a hablar con ellos… Que te digan si lo han contado o no… Es mejor que ahora sean sinceros a que nos mientan… Si lo han contado, ¡qué le vamos a hacer! Pero debemos estar seguros de cuál es la situación para poder obrar en consecuencia…
Los padres de José no se lo habían dicho a nadie, o eso al menor lo juraron a su hijo. El secreto no había salido de la familia y era el momento de montar la estrategia para salvar las fincas.
Pero eso lo tenía que pensar ella con más tranquilidad. Cuando se marchaban a dormir esa noche, doña Margara les confesó:
- Yo sabía que Dios no podía abandonarnos, y algo de todo esto tenía que salir bien. El hábito que ofrecí a la Virgen de la Amargura es el que ha obrado el milagro… Mañana voy a empezar una novena de acción de gracias…

FIN DEL CAPÍTULO XVII
El siguiente para el 20 de febrero.
¡PROMETE SER INTERESANTE!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XVIII


XVIII


Pasado el verano, llegó el otoño siguiente.

Poco a poco se iban reparando los destrozos ocasionados por la bomba y el Solar iba recuperando el aspecto de sus épocas de esplendor. El patio había sido limpiado, sus paredes enfoscadas y su piso vuelto a empedrar. Doña Margara dio órdenes para que todos los escombros que saliesen en la casa se fuesen echando en la cueva hasta cerrar por completo su entrada. Petronila y José insistieron en que era una lástima que una cueva tan hermosa y tan bien conservada quedase totalmente inutilizada, pero ella se mostró inflexible aduciendo motivos económicos, porque según decía, eran tiempos de penuria y no se podía despilfarrar la hacienda. Mandó tapiar la entrada y después de pintado el patio no quedó ningún vestigio de su existencia.
En Recondo la vida iba adquiriendo su normalidad. Había llegado un nuevo párroco que organizó una misión, que él llamó evangelizadora, para recuperar las viejas tradiciones religiosas y delimitar claramente cuáles eran las costumbres que debían imperar en un pueblo de tan recia raigambre religiosa. Puso en funcionamiento la organización de las "Hijas de María" a la que debían pertenecer todas jóvenes de las buenas familias del pueblo, y la "Acción Católica" a la que todos los jóvenes debía inscribirse como aspirantes. En su propia casa organizó diversos talleres para que las jóvenes, además de formarse moralmente, fuesen adquiriendo nuevos conocimientos, y también organizó dos equipos de fútbol. Uno juvenil y otro para mayores, que podrían competir en liguillas que se estaban preparando con los curas de los pueblos de la comarca.
También empezó a funcionar la Organización Juvenil Española que dependía de Falange Española y de las JONS y que hacía la competencia al párroco. En esta organización se fomentaban los valores patrióticos, que aunque no estaban enfrentados a los propuestos por la religión, primaban más el valor y el arrojo de sus miembros, y no ponían reparos cuando alguno de sus "flechas" o "cadetes" consideraban que era necesario hacer entrar en razón a sus adversarios empleando medios más expeditivos, sobre todo si se trataba de los que se atrevían a no aceptar incondicionalmente los postulados del glorioso alzamiento nacional.
A veces los jóvenes de las dos organizaciones se unían haciendo causa común, cuando las circunstancias y la defensa de las buenas costumbres así lo aconsejaban. Fue idea de don Pablo, el nuevo párroco. Los domingos, a las once de la mañana se hacía una misa para los niños y los más jóvenes. A la entrada de la iglesia se les entregaban unas estampas, normalmente de santos, aunque también había de la Virgen María y del Sagrado Corazón de Jesús, debidamente selladas con la fecha del domingo al que correspondían, con las que los niños podían justificar que habían asistido a los oficios dominicales. Esta justificación era requerida habitualmente por padres y maestros y la carencia de la estampa-salvoconducto podía acarrear severos castigos. No obstante, parecía que este control no era suficiente y así se organizaron unas patrullas de vigilancia que durante el tiempo de la misa recorrían el pueblo para detectar a los que no cumplían con el deber de asistir a la misa dominical como mandaba la Santa Madre Iglesia. Cuando el infractor era descubierto, se le obligaba a ir a la iglesia, después de un buen tirón de orejas, además de efectuar la oportuna identificación para su posterior comunicación a las autoridades eclesiásticas y docentes, que se encargaban de poner en conocimiento de los padres de los infractores el terrible peligro que suponía dejar las prácticas piadosas, lo que en la mayoría de los casos llevaría a una vida licenciosa y de incalculables peligros para tan tiernos infantes.
Como se ve, la influencia de la Iglesia durante este período fue adquiriendo un notable incremento y algunos de sus mandatos fueron asumidos por las autoridades civiles porque así convenían a los objetivos de la Patria; como era el caso de la procreación. La Iglesia predicaba que había que aceptar todos los hijos que Dios te mandaba y la Patria necesitaba un aumento de la demografía para que aumentase la mano de obra tan necesaria para revitalizar la economía deprimida por la guerra.
Y en este cometido no podían colaborar Sacra y José que ya habían asumido que no podrían ser padres. Llegaron a ir a la consulta de un médico de la capital que después de hacerles algunas pruebas dijo que los designios de Dios eran insondables y que, por lo tanto, no se podía asegurar nada, que en cualquier momento podría surgir el milagro y a lo mejor llegaba el niño tan deseado, pero que la ciencia nada podía hacer para ayudar a la naturaleza.
Esta circunstancia suponía un grave contratiempo en los planes de doña Margara. Todo su trabajo, todo su esfuerzo por consolidar su patrimonio y sobre todo por mantener el Solar, no tenía demasiado sentido si no era para que un día lo heredase alguien de su sangre. Por lo que se veía, su hija mayor no podría darle el heredero y la pequeña no tenía ningún pretendiente. Al menos, que ella supiese.
Y se equivocaba, porque aunque ella aún no lo sabía, Petronila había empezado a ilusionarse con un inesperado pretendiente. Se llamaba Julio. Julio Esteban Galindo. Era unos años menor que ella y había llegado a Recondo, a poco de terminar la guerra, como oficial de la oficina de Correos. Había nacido en Cuacos, un pequeño pueblecito de la provincia de Cáceres, donde había dejado una novia con la que pensaba casarse cuando lograse labrarse un porvenir. Y posiblemente no tardaría mucho porque era despierto y trabajador y ya había logrado que le nombrasen oficial de segunda en plaza de tercera, como era Recondo. Cuando pasasen dos años más, tendría los puntos necesarios para acceder a una plaza de segunda y se podría casar.
Pronto se dio cuenta que este pueblo acogía muy bien a los forasteros y como no era mal parecido, simpático y con un cierto gracejo que le proporcionaba su acento extremeño, comprobó cómo las mozas del pueblo en edad de merecer le habían puesto en uno de los primeros lugares de los jóvenes casaderos de Recondo. Él, por su parte, como por su trabajo, tenía acceso a una información privilegiada, hizo una prospección detallada de las jóvenes solteras del pueblo, en la que fue valorando los diversos atractivos que cada una tenía, otorgando una ponderación especial a la situación económica de sus familias, aunque no descartó, por supuesto, el atractivo físico ni su carácter.
Y en esa ponderada selección quedó en cabeza Petronila, la hija menor de doña Margara, en la que había primado su carácter afable, su moral intachable, su recato y, sobre todo, la desahogada situación patrimonial de su familia, de la que ella terminaría siendo la única heredera, ya que su hermano había muerto y su hermana no tenía descendencia.
Hecha la selección y tomada la decisión, escribió una sentida carta a su antigua novia que le seguía esperando en Cuacos, en la que le decía que no podía ser egoísta pidiéndole que le siguiese guardando la ausencia durante tantos años, y que por tanto le daba libertad para comprometerse con otro joven. Ahora sólo le quedaba montar su estrategia para convencer a Petronila, en lo que no veía, a priori, demasiadas dificultades.
Petronila, a sus casi treinta y dos años se había planteado seriamente aceptar como definitiva su condición de solterona. Tenía un cuerpo bien formado, algo delgada para el gusto de la época y algo más alta que la media, de facciones duras y andar poco armonioso, tenía un gran parecido con su hermano difunto, pero lo que en él era atractivo varonil, en ella resultaba poco femenino.
Aunque tenía un carácter jovial y era agradable en su trato y los que la conocían resaltaban su buen humor, no había tenido ningún pretendiente que se hubiese interesado por ella misma, y los pocos que se habían acercado a ella lo habían hecho, sin demasiado disimulo, por su "atractivo" económico.
Cuando se dirigió a ella el oficial de Correos, lo primero que pensó fue que era uno de éstos últimos, pero su gracejo y su simpatía supieron persuadirla de que sus motivaciones eran puramente personales y fundadas exclusivamente en sus indudables valores. Y se enamoró como una colegiala. Aunque ella, realmente, nunca se había enamorado cuando iba al colegio y tan solo llegó a ilusionarse con uno de sus primos de Alicante, aunque él nunca llegó a enterarse.
Julio había cumplido los veintinueve. Sirvió en el ejército nacional, participando en la batalla del Jarama y después en la del Ebro. Cuando terminó la guerra hizo dos años de servicio militar en Sidi-Ifni y gracias a la recomendación de su Comandante, entró en el Cuerpo de Correos.
Cuando llegó a Recondo estuvo alojado en la Posada de la Plaza, donde dormía y comía.
A los tres meses alquiló una habitación en la casa de doña Emilia, una viuda sin hijos, que además de la habitación le daba las comidas y le lavaba y planchaba la ropa a cambio de veinte pesetas al mes, con las que ella se arreglaba para vivir, unidas a las pequeñas rentas que los aparceros le pagaban por labrar sus tierras.
Como Julio no tenía familia en Recondo, doña Emilia le acompañó al Solar para pedir autorización a doña Margara para hablar con Petronila. Ese día Julio pudo comprobar por sí mismo que lo que le habían comentado de aquella casa no era nada exagerado. Doña Margara dio su autorización para que su querida Petronila hablara con su pretendiente que, a su juicio, reunía las condiciones exigidas para ser su futuro yerno, y también vio en esto un milagro de la Virgen de la Amargura que había atendido a sus plegarias de que llegase un heredero para el Solar.
No obstante, hizo prometer a Julio y a Petronila, que sabrían respetarse mutuamente y que se comportarían como buenos cristianos, y que desde ese momento empezarían a organizarlo todo para que la boda se celebrase en un tiempo adecuado, y que no había ningún problema en que el nuevo matrimonio se trasladase a vivir en el Solar, porque aquí había sitio para todos.
Y aquellos meses fueron vivir en el paraíso para Petronila. Aunque había prometido a su madre que sabría comportarse como una buena cristiana, tenía que acudir con más frecuencia que de costumbre al confesionario de don Pablo para arrepentirse de su fogosidad, prometiendo que no volvería a ocurrir, aunque sabía que eso era poco menos que imposible.
Cuando por primera vez llegó Petronila al confesionario y dijo al cura eso de la fogosidad, él se temió lo peor y con mucho tacto la sonsacó hasta donde llegaba esa fogosidad. Cuando ella le aseguró que no habían pasado de los besos en los labios y de algunos roces esporádicos en sus pechos, el cura respiró tranquilo aunque aprovechó la oportunidad para recordarla que su cuerpo era el templo del Espíritu Santo, y que debía evitar por todos los medios que fuese profanado por los actos impuros con que el maligno les ponía a prueba. A partir de ese día sólo preguntaba si la expresión de su fogosidad había alcanzado otras metas más íntimas.
FIN DEL CAPÍTULO XVIII.
El día 27 de febrero, que es sábado, el siguiente capítulo.
¡NO ESPERAS LO QUE VA A PASAR!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XIX


XIX


Dos años más tarde.

Petronila y Julio se casaron. Llegaron desde Cuacos los familiares del novio y quedaron admirados de la buena boda que había hecho. Los recién casados se quedaron a vivir en el "Solar", para lo que doña Margara hizo arreglar unas habitaciones en las que se instaló el dormitorio y una pequeña salita donde tuviesen más intimidad y pudiesen recibir a sus amistades. Pasados unos meses, el destino de esta habitación cambió radicalmente porque el día 15 de junio de 1942 la señora de Esteban Galindo, dio a luz una preciosa niña que pesó al nacer más de tres kilos. El parto se produjo sin ningún contratiempo a pesar de la edad de la madre que para ser primeriza, el médico consideraba demasiado elevado. Fue bautizada por el señor cura párroco al día siguiente de nacer, y doña Margara pensó que se debía llamar Nicolasa en recuerdo de su tío, asesinado por las hordas marxistas.
Ahora la niña tenía catorce meses y se había convertido en el centro de atención de toda la familia. Doña Margara veía en ella la continuación de su propia sangre, aunque le hubieses gustado que fuese niño para conservar el apellido familiar. Sacra y José, que habían sido sus padrinos, volcaron en ella todos sus anhelos de padres frustrados y Petronila vivía complacida, viendo cómo su hija había conseguido lo que ella no había podido en toda su existencia, ser importante para todos. Julio también disfrutaba de esta situación y desde su matrimonio empezó a ser aceptado en las reuniónes del casino y ser considerado como uno más en la cerrada sociedad de Recondo.
Fue entonces, cuando todo había vuelto a la plácida normalidad y todo era felicidad en el "Solar", cuando volvió la inquietud a sobresaltar sus vidas.
Había llegado al pueblo un hombrecillo que hacía demasiadas preguntas. Estaba interesado por la situación de las fincas de don Nicomedes Gómez, quien las cultivaba y si alguien había oído que hubiesen sido vendidas. Decían que era investigador privado y traía muchos planos y documentos del Registro de la Propiedad.
Afortunadamente, pensó doña Margara, los padres de José ya habían muerto los dos, el año anterior y debía ser cierto que no habían comentado con nadie la confidencia de su hijo, porque a los pocos días aquel hombre desapareció del pueblo, y decían que no había logrado conseguir ninguna información.
Esto tranquilizó a doña Margara, porque la única posibilidad de poder demostrar la compra venta de las fincas era la existencia de las monedas de oro, y ella sabía que las personas, que habían visto el oro fuera de la familia, ya no existían. Julián, el que era entonces el alguacil, había muerto en el frente; ella se había ocupado de que tanto el antiguo Secretario del Ayuntamiento como el concejal que acompañaron a los funcionarios de la República, pagaran sus crímenes, y aunque lo pudieran haber comentado a alguien, el testimonio de éstos sólo sería circunstancial sin base probatoria. Por otra parte era prácticamente imposible que se pudiese localizar a los funcionarios, que posiblemente también habrían sido depurados por su pertenencia a los cuerpos de represión de la República y ahora estarían desterrados, si es que no habían muerto. Por otra parte, aunque habían tenido que vender algunas monedas para conseguir dinero en efectivo cuando terminó la guerra, había sido en muy pequeñas cantidades y era fácilmente justificable que provenían de los ahorros familiares. Ahora sólo era necesario no desprenderse del resto hasta que pasaran unos años.
Sin embargo, unos días después, se recibió un oficio de un Juzgado de la Capital en el que se citaba a doña Margara sobre una demanda interpuesta por la Sociedad "Inversiones Agrícolas S.L." contra los herederos de don Nicomedes Gómez Carretero. Y a vista se fijaba para el mes siguiente.
Reunida la familia se acordó no recurrir a Romualdo para no involucrarle en el asunto, dado que era su bufete quien representaba a los demandantes. Por otra parte no consideraron oportuno que el asunto lo llevase ningún abogado relacionado con el pueblo y, por fin, decidieron que deberían contratar a un abogado de la Capital que había sido compañero de Julio, el marido de Petronila y que tenía, según él, una impecable trayectoria y era de total confianza.
Hechas las primeras consultas, la estrategia era sencilla. No admitir nada. Ni doña Margara ni sus hijas conocían la existencia de la compraventa y no habían visto el dinero recibido. Era muy importante que de ninguna de las maneras se hiciese referencia a las monedas de oro, porque ellas desconocían la forma en que se había hecho el pago si es que realmente se hizo.
Ellas dirían que en el caso hipotético de que don Nicomedes hubiese firmado la venta, lo había mantenido en secreto o pudo decírselo a su hijo, pero no informó a su mujer ni a sus hijas que desconocían absolutamente nada al respecto.
Doña Margara indicó al abogado que era importante que sólo ella tuviese que declarar y que evitase por todos los medios que lo hicieran sus hijas.
El día de la vista, doña Margara se presentó en el Juzgado vestida con el hábito de la Virgen de la Amargura. Aunque ya en Recondo solía ponerse algunas blusas blancas y tenía algunos vestidos de los llamados "alivio de luto", ese día recuperó el hábito morado que ya había dejado hacía casi un año y se cubrió la cabeza con un velo negro. El único adorno que se permitió fue un crucifijo de plata al que se aferró durante todo el tiempo que duró su declaración.
Estuvo firme a la hora de negar todo conocimiento de los hechos y durante su deposición, entre suspiros y algunas lágrimas que parecía querer evitar, dejó bien claro que era viuda y madre de dos mártires que habían caído por Dios y por la Patria. Que se encontraba totalmente desvalida y que ella y sus hijas habían logrado sobrevivir durante la guerra, gracias a la caridad de familiares y vecinos, ya que la República les había arrebatado todo lo que tenían.
Mientras ella bajaba del estrado de los testigos con visibles muestras de total abatimiento, su abogado rogó al señor juez que evitase más dolor a la pobre mujer impidiendo la declaración de sus hijas que tampoco tenían ningún conocimiento de los hechos y puesto que nadie había podido mostrar ninguna prueba de que la supuesta venta se hubiese realizado, sobreseyese el caso y rechazase la demanda por improcedente.
La vista quedó lista para sentencia y poco más de un mes y medio después, el tribunal desestimó la demanda interpuesta por "Inversiones Agrícolas S.L." contra los herederos de don Nicomedes Gómez Carretero por falta de pruebas.
Aprovechando su estancia en la capital, doña Margara compró una preciosa muñeca "Gisela" para su nieta Nicolasita que ya recorría sola todas las estancias del "Solar", del que sería, sin duda alguna, su única heredera.

FIN DEL CAPÍTULO XIX.
El sábado, día 6 de marzo, el siguiente capítulo.
¡ESTO EMPIEZA A TERMINARSE!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XX.

XX


En junio del 47 Nicolasa cumplió los cinco años.

Doña Margara se había hecho un vestido de terciopelo azul para una boda a la que tenían que ir a la capital. A sus 72 años parecía tener más fuerza que cuando era joven. Aunque ya no se ocupaba de los trabajos de la casa, de los que ahora se encargaban sus hijas, nada se podía hacer sin su conocimiento y su aprobación. Seguía teniendo una mente totalmente lúcida y nada pasaba en el "Solar" de que ella no se enterase. Sacra y José solían pasar algunas temporadas del invierno en un piso de la capital en el que alquilaban dos habitaciones con derecho a cocina. José padecía desde hacía ya unos años unos ataques de reuma para los que el frío y la humedad de Recondo eran totalmente desaconsejados por los médicos. A doña Margara no le parecía bien, pero pensaba que tampoco podía controlar todo lo que ellos quisieran hacer, a pesar de que tendría derecho, porque aún seguían viviendo bajo su techo y prácticamente a sus expensas.
Nicolasita había empezado a ir al colegio de las monjas que habían vuelto a Recondo después de terminada la guerra. Este colegio había sido fundado por una importante familia del pueblo que no había tenido descendencia y para lo que legaron todos sus bienes a una Fundación con el fin de garantizar su funcionamiento. Según el acta fundacional, debía dedicarse a la educación católica de los niños y niñas pobres del pueblo. Después de unos años en los que se impartió la enseñanza para ambos sexos, los patronos de la Fundación decidieron que sólo se dedicaría a las niñas y con el tiempo fue adquiriendo un cierto elitismo, procurando que las alumnas admitidas perteneciesen a las familias de probada moralidad que en muchas ocasiones coincidían con las de mayor poder adquisitivo. La dirección del Colegio se ofreció a la Congregación de "Hijas de Cristo Rey" que mandaron hasta Recondo a Sor Epifania, como madre superiora y cinco hermanas que serían las encargadas de impartir la enseñanza y ocuparse de los demás menesteres de la comunidad de religiosas.
A poco de iniciarse el curso, otro imprevisto volvió a quebrar la tranquilidad en el "Solar".
Aunque ya casi lo había olvidado, Julio tenía solicitado, desde antes de casarse, el traslado a una plaza de segunda categoría, lo que le supondría un ascenso en su carrera profesional, dentro del Cuerpo Nacional de Correos.
Y le llegó la noticia de que para el día uno de enero del año siguiente, se debía incorporar como oficial de primera clase a la Oficina de Correos de Plasencia, que era una de las plazas que había solicitado por estar cerca de su pueblo.
Doña Margara dijo que debía renunciar. A su juicio, era un verdadero disparate sólo el pensar que iban a dejar todo lo que tenían aquí para marcharse a un pueblo de Extremadura, que siempre había oído comentar que estaba poco menos que en un total subdesarrollo.
Julio alegó que no podía renunciar a su profesión que era lo único que sabía hacer y que aunque era verdad que se encontraba muy bien en Recondo y que había sido aceptado por todos como uno más dentro de lo más selecto de la sociedad, también en su nuevo destino sería apreciado gracias a la categoría profesional que había alcanzado.
Doña Margara, cuando se quedó a solas con su hija, la pidió que convenciese a su marido para que no hiciese tremendo disparate; que ella, que estaba siempre acostumbrada a lo mejor, tendría que vivir en unas condiciones en las que perdería categoría.
- Recuerda cómo era la familia de Julio… Buenas personas sí parecían… pero eran pobres y se veía que su nivel de vida estaba muy por debajo de lo que tú has tenido desde que naciste… No seas tonta, hija, tienes que convencerle…
Pero no le convenció. Él había tomado ya la decisión y no había nadie que lograse hacerle cambiar de opinión.
Entonces doña Margara inició su plan alternativo.
- Comprendo que tú, Julio, quieras seguir subiendo en el escalafón de tu profesión… eso, además, te honra y demuestras que eres un hombre capaz de salir adelante por ti mismo… y es lógico que Petronila te apoye en tu decisión… eso también demuestra que es una buena esposa… Pero pensad que el traslado será en invierno, que vais a llegar a ese pueblo y tendréis que buscar una vivienda donde acomodaros… yo no tengo ningún inconveniente en ayudaros si necesitáis dinero para comprar una buena casa… ¡para eso está el dinero! … Pero en invierno, y en pleno curso, es una barbaridad que os llevéis con vosotros a Nicolasita… Nos la dejáis aquí a Sacra y a mí, que nosotras la vamos a cuidar tan bien como lo podáis hacer vosotros… y cuando termine el curso y llegue el buen tiempo se marcha a ese pueblo… ¿Plasencia, no? … pensad que en estos meses, mientras preparáis la casa y organizáis todo, la niña sólo iba a ser un estorbo….
A julio no le gustó nada la idea. Petronila le dijo que dónde iba a estar mejor la niña que con su abuela y con sus tíos, que además eran sus padrinos.
- Piensa, además, que la niña va a ser la heredera de todo esto… y lo que menos nos conviene es que mi madre se enfade… porque ya sabes tú cómo es cuando alguien le lleva la contraria… además sólo serán seis meses de nada… y así nosotros podemos preparar la casa con más tranquilidad… y ya la has oído que nos ha ofrecido el dinero que necesitemos para comprar una buena vivienda…
Cuando Sacra volvió de pasar unas semanas en el piso de Madrid, se encargó de convencer a su hermana de que se podía marchar tranquila porque a la niña no le faltaría nada y que sería educada como lo que era, una señorita de la mejor sociedad … y que además, como ella no tenía descendencia también sería la heredera de todo lo que a ella le correspondiese, y añadió que había hablado con su marido quien había asegurado que también testaría a favor de la niña dejándola lo que a él le había correspondido por herencia de sus padres… que para eso era su ahijada.
Doña Margara durante aquellos días no volvió a insistir en su planteamiento, aunque todos los razonamientos que utilizaron sus hijas referente a la futura herencia de la niña, había sido insinuado por ella, porque pensaba que era el argumento que a la postre haría ceder a su yerno.
Estaba llegando la Navidad y era el momento de informar a la niña, que hasta ese momento había sido ajena a todo lo que se estaba tramando a su alrededor. Doña Margara dijo que era muy pequeña y que no había por qué darle todo la información. Se le diría que sus padres tenían que hacer un viaje, como ya había ocurrido en algunas ocasiones, y que mientras tanto ella se quedaría con la abuela y con los tíos. Para ese día había mandado traer desde la capital un triciclo, y cuando la dieron la noticia apenas si hizo caso porque todo su interés estaba centrado en probar su nuevo regalo en el corredor del patio, al cuidado de su tío José que era el que más jugaba con ella.
Justo por aquellos días trajeron a enterrar al cementerio de Recondo, los restos mortales de Rosa la que fue amante de don Nicomedes. Desde la guerra no había vuelto a recibir las transferencias mensuales, y desde entonces necesitó la ayuda de sus hijos para poder subsistir. Había esperado en vano, durante la guerra, la llegada de alguna noticia de su amo, como ella le llamó toda la vida. Había confesado a sus hijos que eso era señal de que algo malo le había ocurrido y aunque ellos procuraban disuadirla, cada día que pasaba sentía dentro de su alma que no volvería a verle nunca más. Cuando se enteró de todo lo que había ocurrido, se vistió de luto riguroso y se sumió en una depresión que la tuvo postrada durante dos largos años.
Rosita, su hija, se la llevó con ella y eso pareció que le animaba un poco, aunque nunca volvería a ser la misma. Estaba mucho más delgada y apenas si comía. Ahora, con la llegada de los fríos, había recaído en su depresión y después de un par de semanas moría a los setenta años.
Los hermanos Martínez Buitrago tenían invertido el orden de los apellidos de su madre, como era costumbre cuando no existía un padre reconocido. Como la habían escuchado siempre que le gustaría reposar lo más cerca posible de su querido Nicomedes, unos meses antes, cuando vieron que la salud de su madre se estaba deteriorando gravemente, se desplazaron a Recondo para visitar el cementerio. Allí estuvieron por primera vez ante la tumba de su padre y encontraron cerca un terreno libre, donde poder enterrar a su madre.
Cuando llegaron al pueblo con sus restos mortales, aquel lluvioso y frío día del mes de diciembre, casi nadie del pueblo se enteró. Tan solo el sepulturero y el señor cura que rezó un responso. A los dos hermanos les acompañaban sus esposos, las dos hijas de Rosa y el hijo de Genaro, y una tía, hermana de su madre, que también vivía en la capital. Nadie más en Recondo se enteró del entierro, porque ese día no tocaron las campanas.
Rosita tenía ya 49 años. Su madre la tuvo a los veintiuno. Su marido había prosperado desde que terminó la guerra, gracias al estraperlo, y tenía un puesto de frutas y verduras en el Mercado Central de la Capital. Tenían dos hijas, Pilarcita, la mayor, de catorce años, y María Rosa de once.
Genaro, que tenía ahora treinta y seis año, tuvo que incorporarse al ejército republicano durante la guerra y sirvió en un batallón de zapadores que estuvo destinado en la zona de Navarra. Cuando terminó la guerra pasó unos meses en un campo de concentración de donde salió gracias a los contactos de su suegro con las altas jerarquías eclesiásticas a las que había surtido de cera durante toda la vida. Su mujer, que estaba embarazada cuando empezó la guerra, se refugió en casa de sus padres donde nació el pequeño Nicomedes, que ahora tiene ya los diez años. Habían vuelto a reflotar el negocio de cerería y tenían una situación económica desahogada.
Ninguno de los dos hermanos había vuelto a Recondo desde que vinieron a comprar el terreno para la tumba de su madre, y entonces sólo visitaron la Iglesia y el despacho parroquial. Ahora, después del entierro, dieron una vuelta por la plaza y quedaron sorprendidos, porque nunca se hubieran figurado, por lo que les contaba su madre, que fuese un pueblo tan bonito. Al menos a Genaro, así le pareció.
La hermana de Rosa, enseñó a sus sobrinos cual era la casa de su padre. Rosita y Genaro delante de la puerta del "Solar", mientras admiraban el escudo de piedra que preside la entrada, pensaron, por primera vez, que esa casa podría haber sido suya.
- Yo, Genaro, no tengo ningún interés en nada de lo que fue de nuestro padre, porque él no quiso reconocernos; ni tampoco lo necesito, pero estoy pensando que tal vez deberíamos luchar por el interés de nuestros hijos…
- No sé, Rosa… posiblemente tengas razón…
Tampoco doña Margara tuvo noticias de que había muerto Rosa, de la que ya se había olvidado.

FIN DEL CAPÍTULO XX
El sábado, 13 de marzo, el siguiente capítulo
¡QUE NO TE DEBES PERDER!


LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XXI

XXI


Tres años después doña Margara cumplió los setenta y cinco.

Sacra, a sus 50 años parecía mayor que su madre. No había llegado a superar que Dios no hubiese querido darles hijos. José decía que no debía culpar a Dios, porque los médicos habían llegado a la conclusión de que era él quien no podía engendrarlos. Decía también que deberían estar contentos porque tenían a Nicolasita. Efectivamente la niña colmaba todas sus aspiraciones, la querían como a una hija, y ella los quería como a unos padres; posiblemente más que los suyos propios. Pero cuando llegaban las vacaciones y ella se marchaba a Extremadura, la casa quedaba triste y Sacra solía entrar en depresiones que sólo terminaban cuando volvía la niña.
Porque doña Margara se las había compuesto para que Nicolasita siguiese volviendo a Recondo para continuar aquí el Colegio. Y la verdad es que no fue necesario llegar a ninguna clase de presiones para conseguirlo. Petronila se volvió a quedar embarazada nada mas llegar a Plasencia y cuando nació Julio José parecía lógico que la mayor quedase con su abuela y con sus tíos para ellos atender mejor al pequeño.
Iba a terminar el curso y doña Margara pensó que debía aprovechar que vendrían a recoger a la niña para pasar las vacaciones en Extremadura para celebrar de nuevo su cumpleaños. Eran setenta y cinco años y, después de todo, había que dar gracias a Dios por todo lo que le había dado en estos tres cuartos de siglo.
Sin embargo, Sacra no parecía alegrarse con la celebración. Sólo de pensar que se marcharía la pequeña, había vuelto a caer en una depresión que la tenía dando tumbos por la casa, llorosa, cabizbaja y presa de lúgubres pensamientos. Y no era la primera vez que le pasaba. Cuando José le preguntaba en qué pensaba, siempre contestaba que en nada y empezaba a llorar, por lo que decidió no volver a preguntarle cuando la veía así.
En cambio doña Margara sí sabía lo que realmente pensaba.
- Vamos a ver, Sacra, ya volvemos a lo mismo…
- Sí, madre. No puedo evitarlo…Es que no se me puede olvidar…que por nuestra mentira hayan pagado unos inocentes…
- Pues lo tienes que olvidar… no queda más remedio… Además ya te confesaste, ¿no?... Pues no hay nada más que decir… Dios te ha perdonado y sólo tienes que olvidarlo… Yo también me confesé y ya me ves… Además no eran tan inocentes, ellos fueron realmente los culpables de la muerte de tu hermano… Ya está todo olvidado… Así que anímate que van a ser mis días y hay que celebrarlo por todo lo alto…
Lo que doña Margara no dijo a su hija es que el cura se había negado a darle la absolución hasta que no confesase públicamente su pecado, y eso ella, por supuesto, nunca lo haría.
Llegaron Petronila y Julio con el pequeño a recoger a Nicolasa y aquel año en el Solar se organizó una gran comida para conmemorar el 75 aniversario de la señora.
Esa mañana habían acudido todos a la parroquia para oír la misa de acción de gracias que había encargado doña Margara, para agradecer a Dios su ayuda para sobrellevar tantas vicisitudes como el destino había puesto en su vida. Ahora, en su vejez, todo era tranquilidad y sosiego. Ya casi se habían olvidado los crueles acontecimientos vividos y parecía que, al menos al final de sus días, le había llegado la felicidad.
Al día siguiente, se reunió toda la familia para tratar de la marcha de la economía. José estaba achacoso y ya no se podía ocupar de labrar la tierra, por lo que se habían dado todas las tierras en aparcería lo que limitaba considerablemente los ingresos. Por otra parte, tampoco era aconsejable sacar a la venta demasiadas monedas de oro que pudiesen alertar a los que compraron las tierras. Los gastos de la casa eran cada vez mayores para poder mantener el nivel de vida al que estaban acostumbrados, y Petronila había pedido ayuda a su madre para comprar una nueva casa en Plasencia, porque la que tenían se había quedado pequeña, y había surgido una oportunidad que no se podía dejar pasar. También Sacramento aprovechó entonces la ocasión para decir que se podía comprar un pisito en la capital para pasar en él los inviernos que eran tan crudos en Recondo. Allí podrían también pasar unas temporadas doña Margara y podría servir para cuando la pequeña fuese mayor y tuviese que estudiar; y así se ahorrarían el alquiler que ahora tenían que pagar.
Entre todos convencieron a doña Margara que era buena la idea de vender las fincas que ya casi no les daban rendimiento e invertir en casas que siempre mantendrían el valor. Doña Margara se dejó convencer, no sin antes asegurar que ella no saldría nunca del Solar, y que la compra de la casa para Petronila se podría pagar con las monedas de oro, ya que si se utilizaban en Extremadura sería mucho más difícil seguir su rastro. Julio aseguró que él se encargará de realizar el cambio discretamente, porque tenía contactos de total confianza.
A cambio, todos quedaron de acuerdo en que la pequeña Nicolasita seguiría en Recondo con su abuela y sus tíos, donde seguiría estudiando en el Colegio de las monjas hasta que fuese mayor y pudiese estudiar en la Universidad, ya que demostraba unas grandes aptitudes según decían sus maestras.
Lejos de allí, en la capital, Genaro y Rosa habían decidido también vender el piso de su madre. Ellos vivían bien, ambos tenían una buena vivienda y pensaron que el piso deshabitado no tenía ningún sentido. Además la demanda de pisos había subido en los últimos años y ahora era el momento oportuno para realizar la venta.
Los dos estaban bastante ocupados y desde que murió su madre, hacía ya casi tres años, no habían vuelto por el piso. Ahora, para venderlo, pensaron que debían sacar todo lo que hubiese de valor.
A Rosa le costaba tener que reencontrarse con los antiguos recuerdos, y dijo a su hermano que fuese él solo, pero Genaro la convenció de que era mejor ir los dos juntos.
El piso estaba lleno de polvo a pesar de que todo había quedado cerrado. Pero también el aire que había entrado por las rendijas de las ventanas y las puertas había mantenido la casa libre de humedad, aunque, extrañamente, conservaba aquel olor de su niñez. Todavía olía al perfume que usaba su madre. Aquel perfume de unos frasquitos muy pequeños que solía traer su padre cuando venía a verlos.
Abrieron todas las ventanas y empezaron a recorrer las habitaciones. Todo estaba en orden y no se atrevían a tocar nada. Era como si fuesen a profanar la intimidad de sus padres, de la que realmente sabían bastante poco.
Abrieron las puertas del armario. Era un armario con dos puertas en una de las que, por dentro, había un espejo ante el que su madre pasaba minutos y minutos mirándose, cuando estrenaba un vestido. A ellos les pareció que su imagen había quedado gravada en el azogue del espejo de forma imperecedera. Sus ropas todavía estaban allí. Sus antiguos vestidos de los que no había querido desprenderse nunca. Su abrigo con un cuello de garras de astracán negro, que le había regalado su padre cuando nació Genaro. Su ropa interior; aquel viejo camisón transparente que ellos nunca habían visto antes, la ropa de cama, mantelerías y toallas, todo perfectamente ordenado, como si el tiempo se hubiese detenido en aquella casa y no hubiesen pasado nada más que unas horas desde la última vez que estuvieron allí. Fueron abriendo los cajones, encontraron algunas ropas de cuando ellos eran pequeños, y más ropa de cama y mesa, y blusas perfectamente dobladas, y una caja de hoja de lata. Era una de aquellas latas que, una vez usadas, se solían utilizar para guardar documentos porque allí estaban a salvo de la humedad. Eran la caja fuerte y la cámara acorazada de los pobres. Aunque el tiempo había casi borrado las inscripciones de la tapa, aún se podía leer algo como "Carne de Membrillo de Puente Genil: el mejor del mundo" y se podía adivinar lo que debía ser una paisaje con árboles y el busto de una mujer con el traje típico de Córdoba.
Rosa lo cogió, se sentó en la cama y lo puso sobre sus piernas. Dejó la tapa a su lado y empezó a ir sacando los papeles que estaban cuidadosamente doblados y recogidos en pequeños paquetes, atados con hilos de colores. Había de todo. Recibos de la modista, facturas de muebles, recetas de los médicos, algunas entradas del teatro y un pequeño cartel de toros de una corrida en la que toreó Marcial Lalanda, Rafael Ortega y Manolete a la que debieron asistir sus padres. En el fondo, también atado y medio oculto en una cuartilla doblada, un sobre en el que había escrito: "A Rosita y Genaro: Para vosotros dos, cuando yo me haya muerto"
Genaro, que se había sentado en la cama al lado de su hermana, sintió como una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Los dos hermanos se miraron sin decir nada.
- ¿La abro?
- Sí, por favor... date prisa...
Intentó que el sobre no se rompiese, estaba cerrado. No fue difícil porque el tiempo había degrado el pegamento. Dentro, dos papeles de tamaño de un folio: Partida de Nacimiento de Rosa Martínez Buitrago... y en la otra, Genaro Martínez Buitrago... tenían un sello redondo de tinta violeta del Registro Civil y varios timbres como pago de los arbitrios. Cada uno cogió la suya. No figuraba el nombre del padre. Ambas estaba en perfecto estado; se podía deducir que habían estado siempre guardadas, porque la luz no había decolorado el papel; incluso el color violeta del sello permanecía inalterado. Rosa fue la primera que lo advirtió:
- Mira Genaro... mira lo que pone aquí...
Al dorso, escrito a mano con tinta azul, y con una letra de cuidada caligrafía se podía leer:
"Yo Nicomedes Gómez Carretero, mayor de edad, y en uso de mis plenas facultades mentales, certifico que la niña que aparece en la presente partida de nacimiento es hija mía. Aunque no la puedo reconocer como hija legítima por imposiciones familiares, quiero dejar constancia que soy su verdadero padre. Y para que conste lo firmo..."
Y una leyenda similar al dorso de la partida de nacimiento de Genaro. Por la fecha de la firma lo debió hacer a los pocos meses de haber nacido el niño.
Dentro del sobre también había otra nota. Estaba escrita por su madre.
"Vuestro padre os quería. Yo le pedí que firmara un documento diciendo que era vuestro padre. Él no puso ninguna objeción; incluso a él se le ocurrió hacerlo al dorso de vuestra propia partida de nacimiento. Me dijo que algún día vosotros podríais demostrar con este documento que también erais sus hijos y que podríais tener todos los derechos. Os quiero. Rosa."
Los dos hermanos se abrazaron y lloraron en silencio.
- Ahora me alegro de haber puesto a mi hijo el nombre de nuestro padre.

FIN DEL CAPÍTULO XXI
El sábado 20 de marzo, el siguiente capítulo.
¡PUEDE HABER SORPRESAS!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XXII.

XXII


Cuando Nicolasita hizo la primera Comunión.

Al año siguiente pensaron que la niña ya era mayor para hacer la primera Comunión. Su abuela encargó a Sacra que comprara en la capital el vestido más caro.
Era un vestido de organdí, blanco, por supuesto. La falda, larga hasta los pies, era lisa, pero en la parte de abajo tenía varios volantes plisados a mano con tenacillas calentadas al fuego. Este proceso era muy delicado, porque había que ir limpiando concienzudamente las tenacillas, después de calentadas entre las brasas, para evitar que manchasen una tela tan delicada. Estos volantes se repetían en la parte superior formando un canesú y llegaban hasta las mangas que iban ciñéndose a los bracitos hasta terminar en puños con presillas y botonadura de perlas. El tocado era también de organdí con adornos florales de la misma tela que terminaba en un velo de tul ilusión para el que adaptaron el que había llevado la tía Sacra en un su boda.
La muda de la ropa interior de la niña se la encargaron a las monjas clarisas que la bordaron a mano. Era de crespón blanco terminado en encaje y unos lacitos de raso. En la camisita le habían bordado las iniciales N.E. No quisieron cobrar nada porque era lo menos que podían hacer para agradecer las importantes limosnas que periódicamente enviaba al convento doña Margara. Los zapatitos blancos de charol y los calcetines de perlé, eran regalo de sus padrinos que los habían comprado también en la capital.
La niña había asistido a la catequesis, donde enseñaban las oraciones que todos los niños debían conocer para poder comulgar, aunque ella ya las sabía todas porque se las habían enseñado su abuela y su tía desde que aprendió a hablar. También les habían dicho que el vestido no era lo importante, sino la pureza del alma para recibir al niño Jesús, aunque a ella le hacía mucha ilusión estrenar el vestido tan bonito que le había comprado su abuela.
Los días previos a la fiesta, doña Margara expuso toda la ropa de la niña en la salita de la planta baja, para que la pudieran admirar los familiares y las amistades que fueron pasando por el Solar, para ver las ropas de la comunión. Esa era la costumbre en Recondo. También se hacía cuando se celebraba una boda; entonces se exponía el traje y toda la dote de la novia y el traje del novio en sus respectivas casas. Incluso, se solía hacer con la ropa que estrenaría el mozo que entraba en quintas. Eran las oportunidades que se tenían para demostrar la alcurnia de la familia.
Sus padres le trajeron una librito con pastas de nácar con todas las oraciones de la comunión y que ella ya sabía leer. También tenía unos dibujos muy bonitos de ángeles y niños santos. A ella lo que más la impresionó fue una estampa en la que se veía a las almas condenadas en el infierno, allí el demonio pinchaba con un tridente a los pecadores que se quemaban en unas hogueras con llamas rojas y reflejos amarillos. Ella deducía por la expresión de sus caras, que daban gritos y alaridos, arrepentidos de sus pecados. Pero ella nunca iría al infierno, porque le había dicho su abuela que era una niña buena y obediente, que cumpliría siempre con los mandamientos de la Iglesia. Por eso guardaba en una cajita todas las estampas que daban a la entrada de la misa, para justificar su asistencia.
Ese día, todos estrenaron trajes nuevos. La misa era a la nueve de la mañana porque había que guardar el ayuno para poder comulgar, y todos los de la casa acompañarían a la niña a recibir el santo sacramento. Después de la misa, todas las niñas del Colegio de Cristo Rey desayunaron juntas, y la mesa la sirvieron las niñas mayores a las que habían vestido con delantales blancos encima del uniforme del colegio.
La tía Sacra volvió a casa después de la ceremonia para preparar con las criadas la gran comida que reunió a toda la familia. A los postres, después del brindis que hizo Julio, como correspondía a un emocionado padre, doña Margara se levantó del asiento, cogió su copita de anís, y levantándola dijo:
- Por ti, Nicolasita, que un día serás la dueña del Solar, y de todo lo que siempre ha pertenecido a la familia. Yo te nombro, oficialmente, la heredera de los Gómez Pastrana.
La niña no entendió lo que decía su abuela y a una indicación de su madre, fue entregando a todos los reunidos unos preciosos recordatorios en los que se podía leer debajo de su nombre, la fecha y la inscripción "El día más feliz de mi vida".
Y ese, posiblemente, fue uno de los días más felices para doña Margara, del cual iba a guardar un recuerdo imborrable; pero no por haber sido la primera comunión de la niña, sino por que fue la víspera de la llegada de aquella nueva demanda.
Era una carta certificada de un Juzgado de la capital. La había traído su yerno que había pasado a saludar a los antiguos compañeros de la oficina de Correos. Ella pensó que sería alguna comunicación sobre el juicio por la compraventa de las fincas. Así se lo comentó a Julio, pero éste le dijo que aquello era de otro juzgado. Abrió el sobre con precipitación y su cara se quedó blanca como si toda la sangre se hubiese helado en su corazón. Sintió cómo la abandonaban las fuerzas y aquel papel, del que sólo había leído las primeras líneas, se le escapó de las manos y cayó sobre la alfombra del suelo.
Julio llamó a su mujer, y mientras le daban un poco de agua para reanimarla pudo ver el contenido del oficio: "Demanda de paternidad a don Nicomedes Gómez Carretero y reclamación de herencia presentada por doña Rosa y don Genaro Martínez Buitrago".
Ella había llegado a olvidar la existencia de Rosa y de sus hijos. Además nunca había hablado de ellos a sus hijas que desconocían totalmente que pudieran tener otros hermanos.
Pasados los primeros momentos de sorpresa no tuvo más remedio que contar todo lo que ella conocía. Estaban todos allí reunidos. Llamaron a una de las criadas para que saliese al patio con los niños y así ellos estar más tranquilos. Sacra cerró la puerta de la salita para evitar que nadie pudiese oír lo que hablaban y se acomodaron alrededor de la madre que, poco a poco, iba recobrando el color y su aplomo habitual.
- Vuestro padre, cuando era muy joven tuvo una hija con una criada. Para evitar el escándalo sus padres la compraron un piso en la capital y no se enteró nadie del pueblo. Vuestro padre siguió visitándola durante toda su vida y tuvieron otro niño. La mayor tiene dos años más que Sacra, y el niño dos ó tres menos que Petronila. Vuestro padre nunca los llegó a reconocer, así que no sé a qué viene esta carta de reclamación. Ellos no tienen ningún derecho sobre vuestra hacienda.
Tomó un sorbito de agua, y continuó:
- Se llama Rosa y debe tener ahora unos setenta y cuatro años, si es que vive todavía. Los hijos, según tengo entendido, se llaman Rosa y Genaro, pero yo no les he conocido nunca, y según me dijeron, nunca han venido por Recondo... Así que no me explico el motivo de esta demanda...
- Es posible que tengan algún documento con el que poder demostrar que son hijos de padre.
- No lo creo, Sacra. En una ocasión, para demostrarme que no les había reconocido, vuestro padre me trajo la copia de su partida de nacimiento y allí no figuraba el nombre del padre. Los apellidos son los de su madre con el orden invertido, como se pone a los hijos de madre soltera... Así que no creo que puedan demostrar nada... no debemos preocuparnos...
Pero todos se preocuparon. De pronto, habían aparecido unos competidores para la posesión de la hacienda. Una hacienda que iba disminuyendo poco a poco y que ellos se habían ocupado de ir repartiendo entre las dos hermanas, la mayoría de las veces a espaldas de su madre, que iba perdiendo el control de lo que pasaba a su alrededor. Desde que José dejó de labrar las tierras y se entregaron en aparcería, los ingresos habían disminuido drásticamente. Por otra parte, el valor de las tierras de labor estaba disminuyendo con rapidez porque cada vez eran más las fincas que se quedaban sin labrar por la falta de mano de obra. La mayoría de los jóvenes se marchaban a la capital para encontrar unos trabajos mejor remunerados y tan solo las familias de los agricultores que tenían varios hijos varones estaban comprando las mejores tierras de labor. Los antiguos terratenientes veían cómo disminuía su capital y cómo sus propiedades cada vez valían menos.
La casa de Plasencia y el piso de la capital las habían puesto ya a nombre de cada uno de los matrimonios, y de vez en cuando se iban llevando algunas monedas de oro, con lo cual la mayoría de las posesiones estaban a salvo de las reclamaciones de sus nuevos hermanastros.
- Hay que tener mucho cuidado con lo que hacemos a partir de ahora. Cualquier venta que se pueda hacer, puede ser considerada como alzamiento de bienes y eso podría darles armas para reclamaciones posteriores, si un juez les reconoce su filiación y el derecho a la herencia de vuestro padre.
- Yo, Julio, de eso entiendo poco. Debíamos consultarlo con algún abogado que nos pueda asesorar... Pienso que debíamos consultar a Romualdo, que ya nos conoce y está al tanto de todo lo de nuestra familia....
- No sé si podrán demostrar algo, y si un juez les podrá dar la razón, pero si consiguen algo será dentro de mucho tiempo... este puede ser un contencioso que puede durar años... muchos años.

FIN DEL CAPÍTULO XXII
El siguiente capítulo, el día 27 de marzo.
¡NO TE LO PIERDAS!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XXIII.

XXIII


Y la heredera cumplió los quince años.

Había tenido razón Julio. El proceso se estaba dilatando demasiado. Unas veces parecía que el Juez se inclinaba de uno u otro lado, pero seguía pidiendo más y más pruebas para tomar una decisión definitiva. Luego llegaron los sucesivos recursos a los tribunales superiores. La situación estaba ahora pendiente de la decisión del Tribunal Superior de Justicia de la Capital, ante la cual solo cabría el recurso ante el Tribunal Supremo. Después de tantos años, todos se habían acostumbrado a vivir con esta incertidumbre y sólo doña Margara, posiblemente por su edad, parecía tan afectada que se había convertido en su única obsesión.
A sus ochenta y dos años seguía disfrutando de una buena salud. Comía de todo y todo le sentaba bien. Sus hijas tenían que estar atentas para evitar que comiese todo lo que quería, porque lo que a ella le apetecía eran las comidas fuertes. Para cenar, cuando sus hijas no estaban atentas, solía sacar una buena longaniza de las hechas en casa por la matanza, y se la comía con una libreta de pan y unos buenos tragos de vino. En verano, se podía comer para la merienda un melón entero, y siempre tenía a mano unos bollitos de aceite para picar entre horas. Ella que siempre había sido morigerada en el comer, ahora comía con gula, y sin embargo, no engordaba. Los médicos decían que no era posible que sin hacer ejercicio quemara tantas calorías. Ellos no sabían que su agitada vida interior era la mejor gimnasia para consumir toda la energía que pudiese recibir por los alimentos.
Sus hijas ya habían optado por no hacerla demasiado caso y vivían un poco al margen de lo que su madre decía. Y es que también Petronila vivía de nuevo en el Solar. Fue hace dos años. Un cáncer fulminante de pulmón se llevó a Julio en poco más de dos meses. Le dejó enterrado en su pueblo y con la pensión de viudedad y su hijo volvió a Recondo con su madre, su hija y con Sacra y su marido.
Y de nuevo doña Margara reunía a su alrededor a sus hijas, y el Solar se convertía en un reducto en el que las mujeres formaban el núcleo de poder. José era una figura poco menos que decorativa que se limitaba a cumplir lo que ellas le ordenaban. Desde hacía unos años había empeorado de su reuma que se había complicado con unas dolencias respiratorias y apenas si se atrevía a dar su opinión, que de todas formas nunca tendría ninguna influencia en la tomas de decisiones.
El pequeño Julio José, a sus casi diez años, era un niño tranquilo y taciturno al que se le podía ver, sentado por los rincones, leyendo tebeos o pintarrajeando en los papeles de estraza en el que venían envueltas los embutidos o en los márgenes de los periódicos que llegaban a la casa, porque su madre no le dejaba utilizar los cuadernos del colegio para hacer sus dibujos. Tenía una gran admiración por su hermana a la que adoraba y, cuando nadie le veía, le gustaba ponerse sus vestidos y sus zapatos, sobre todo, los que tenían algo de tacón.
Por otra parte, su hermana Nicolasa se había convertido en el centro de atención de las mujeres del Solar. Su abuela aprovechaba cualquier oportunidad para educarla en los valores que debían prevalecer en una señorita de gente bien. Todas las tardes, después de rezar el rosario en familia, tenía que leer en voz alta la vida del santo del día, en el devocionario que regaló a doña Margara don Pablo, el párroco, como agradecimiento al donativo que hizo cuando la reconstrucción de la iglesia, poco después de terminada la guerra civil.
Tenía, sin duda alguna, el vestuario más completo de todas las jóvenes de Recondo y era el mejor partido para todas las madres que la consideraban como la novia ideal para sus hijos. Afortunadamente para ella, en el físico no había salido a la familia materna y a sus indudables cualidades económicas y sociales unía un físico agraciado y un carácter alegre. Y posiblemente por este carácter podía sobrellevar la presión agobiante de su familia, quienes no paraban de recriminarla lo que para ellos era una desenvoltura impropia de su posición y no adecuada al decoro que se debía exigir a una joven que pertenecía a la congregación de las "Hijas de María".
Su abuela le había aconsejado que se fijara en el nieto de su primo Enrique, el que fue alcalde de Recondo antes de de la guerra, que era poco más o menos de su edad, y era también el único heredero de toda su hacienda. Pero a ella no le gustaba y decía que prefería divertirse ahora que era joven y que tiempo tendría para pensar en noviazgos. Y decía esto, porque a ella le gustaba más Juanjo, un chico muy simpático pero que no disponía de más patrimonio que sus manos y más porvenir que el que pudiese labrarse, y que había empezado a trabajar como aprendiz con un tío suyo que era el fontanero y el electricista de Recondo.
Cuando se enteró doña Margara, la castigó sin salir de casa durante toda una semana. Durante esos días, también su tía y su madre intentaron hacerla capacitar para que depusiese su actitud de rebeldía, e intentaron hacerla entrar en razón, argumentando que ese era un chico que no le convenía. Ella se encerró en su habitación y se negó a comer. Su hermano, su único aliado, le traía a escondidas algunas frutas, con lo que ella se mantenía. Las mujeres llegaron a preocuparse creyendo que estaba llevando a rajatabla su huelga de hambre.
Entonces la abuela tomó personalmente las riendas del asunto y le dejó muy claro cuál era su posición y lo único que iba a conseguir si se mantenía en su actitud: Sería desheredada fulminantemente a favor de su hermano.
Este nuevo disgusto afectó a doña Margara más de lo que ella había pensado. Los días siguientes empezó a tener dificultades para conciliar el sueño, y el médico tuvo que recetar unas pastillas que le ayudasen a dormir. Con ellas dormía casi toda la noche pero tenía pesadillas que la despertaban sobresaltada. Primero soñaba que era pequeña y que salía del Solar de la mano de su abuela; luego que toda la casa se caía y unas máquinas terminaban de tirar las paredes que habían quedado en pie. Después era la entrada de la cueva la que se abría y entonces ella se despertaba. El sueño se iba repitiendo noche tras noche y según iban pasando los días el sueño se iba alargando y veía cómo sus hijas primero, sus vecinos después, y todas las gentes del pueblo llegaban a su casa y entraban en la cueva. Entonces ella se despertaba sudorosa y asustada. El médico aconsejó a sus hijas que aumentasen la dosis y durante unas semanas cesaron las pesadillas.
La nieta se sintió culpable de lo que pasaba a su abuela y la prometió que no se volvería a ver con su amigo Juanjo. Aunque ella no quería reconocerlo, también influyó el temor a ser desheredada y perder el "Solar". Pero no por ello se terminaron los sueños de la abuela.
Mientras duró el castigo, Nicolasa sólo hablaba con su hermano pequeño. A él le contaba todo. Le hablaba sobre todo de lo que haría cuando fuera mayor.
- Yo voy a ser la heredera de todo esto. Cuando se mueran la abuela y los tíos y madre sea muy vieja, ya nadie me dirá lo que tengo que hacer. Entonces me casaré con Juanjo y viviremos aquí en el Solar. También tendré el piso de los tíos en la capital y la mitad del piso de Plasencia que será de nosotros dos. Tú tienes que ahorrar mucho dinero para comprarme mi parte y así puede ser para ti solo. Si quieres, puedes vivir también aquí hasta que te cases. Me gusta hablar contigo, porque tú escuchas muy bien...
Él la escuchaba, pero no decía nada. No entendía muy bien lo que era eso de la herencia y mucho menos lo de que tenía que ahorrar mucho dinero para comprar una casa que era de su madre y que después sería de él solo. A él también le gustaba el Solar. Aquí había muchos sitios donde esconderse y donde no tener que hablar con nadie. Aquí él podía pasar días y días sin hablar, solo escuchando lo que decían, aunque muchas veces no lograba entender a los mayores.
Habían dado ya las vacaciones en los colegios. Nicolasa se había negado a ir a estudiar a la capital y estaba haciendo el bachillerato en el Colegio de Cristo Rey, aunque tenía que ir a un instituto oficial para examinarse por libre, porque el Colegio de Recondo no podía dar el título homologado. Se había tomado los estudios con mucha parsimonia y ya era el segundo año que repetía el cuarto curso y no había aprobado nada más que dos asignaturas. En cambio su hermano era mucho más estudioso y sus maestros aseguraban que podría hacer la carrera universitaria que eligiera porque tenía grandes aptitudes.
En el Solar, a pesar de que había cuatro mujeres y la economía ya no era demasiado boyante, entre otras causas por los gastos que estaban ocasionando los juicios por la demanda sobre la herencia del abuelo, no se habían desprendido de las dos criadas de toda la vida que se encargaban de hacer todos los trabajos de la casa, por lo que Sacra, Petronila y, sobre todo, Nicolasita tenían todo el tiempo para no hacer nada.
Las hermanas ocupaban las tardes en visitar a sus amistades, o escuchar la radio mientras se turnaban para que doña Margara no quedase sola en casa. Nicolasa había llegado a odiar los estudios, sin embargo, se había aficionado a las novelas. Todas las tardes se iba a la nueva biblioteca que habían abierto en Recondo, y allí leía las revistas de sociedad y todas las novelas de amor que iban llegando. Había empezado con las de doña Emilia Pardo Bazán, las de Fernán Caballero y las de Benito Pérez Galdós. A ella la que más le había gustado era la de "Fortunata y Jacinta" que tuvo que leer a hurtadillas, sin que su madre se enterase, porque decía que la protagonista tenía un comportamiento demasiado licencioso. También le gustó mucho "La Regenta" de Clarín, y la Tía Tula, de Miguel de Unamuno, porque le recordaba un poco, no sabía por qué, sus propias vivencias en el Solar. Después se aficionó a las de una nueva escritora llamada Corín Tellado, que era mucho más realista y que sabía plasmar los verdaderos problemas de la juventud. Así que, las tardes se las pasaba en la biblioteca y paseando por la plaza con las amigas, y las mañanas tumbada en su cama leyendo novelas de amor, que colocaba dentro de un libro de texto por si entraban de improviso su madre o su tía.
FIN DEL CAPITULO XXIII
El sábado día 3 de abril, el capítulo siguiente.
¡SOLO FALTAN DOS CAPÍTULOS!

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