sábado, 10 de mayo de 2008

Así han visto Chinchón: Hoy

La plaza de Chinchón desde el Castillejo, por Gregorio Montes Romano.

Los Franceses en Chinchón II



Como lo prometido es deuda, aquí estan los dos siguientes capítulos de la narración "La Columna de los Franceses". Falta la tercera entrega que pondré la próxima semana. Espero que os esté gustando, aunque preferiría que me diéseis vuestra opinión, que para mí es importante.
Animaros a hacerme algún comentario.
IV
Con las primeras luces del amanecer las calles y caminos se fueron poblando de peregrinos que emprendían el éxodo incierto a los pueblos cercanos sin saber cuando podrían regresar a sus hogares. Juanita y sus hermanas acompañaban a su madre que montada en un borrico emprendía el camino de Valdelaguna. Las abundantes lágrimas de la joven, que eran sólo patrimonio de su amado, pasaron desapercibidas entre tanto llanto que ese día regó las calles de Chinchón.
También las autoridades decidieron ocultarse en los pueblos de los alrededores. No hubo ninguno que se atreviese a permanecer en el pueblo, no ya para hacer frente a los franceses, ni siquiera para salir al encuentro de los soldados y solicitar la conmiseración y el perdón para sus indefensos paisanos. Todos se apresuraron a dejar el pueblo esa misma mañana.
Los que habían preferido quedarse en el pueblo se encerraron en sus casas sin atreverse a salir a la calle.
Solo Francisco Martínez de 17 años, José Miguel Cachorro de 22, con sus amigos Antonio Rincón de 25, Isidro López de 24 y Vicente Perogordo de 23, a pesar de los consejos de sus familiares, no estaban dispuestos a morir sin defenderse y acordaron hacerse fuertes en el castillo que estaba casi en ruinas. Sabían que poco podían hacer contra la artillería de los franceses, pero querían retardar su ataque el mayor tiempo posible.
Sólo tenían tres arcabuces y dos escopetas y apenas tres docenas de cartuchos. Cogieron también varios tambores con sus mazas correspondientes. Querían hacer pensar a los asaltantes que había una tropa acantonada en el castillo dispuesta a hacerles frente. A última hora se les unió Nicasio Moreno, de tan solo 15 años, que se había enterado de su intención y con su tambor, un viejo trabuco, una docena de balas y un saquito de pólvora les alcanzó por la calle del Alamillo.
Los seis jóvenes llegaron al castillo y buscaron distintos emplazamiento para sus tambores y sus armas al resguardo de las almenas. Atrancaron la puerta con varias vigas de madera que estaban semienterradas entre los escombros. Prepararon algunos escondites para el caso de que los franceses lograsen asaltar el castillo. Incluso dejaron expedito el camino para llegar hasta una de las poternas para poder escapar sin ser vistos aprovechando la oscuridad de la noche, si fuese necesario. No se olvidaron de coger algunas provisiones y agua suficiente por si tenían que permanecer algunos días sitiados en el castillo. Ahora solo quedaba esperar los acontecimientos.
Las dos columnas de soldados franceses que habían salido de Arganda y Aranjuez se encontraron, a media mañana, en el camino de Bayona. Durante todo ese día fueron tomando posiciones cerrando un cerco alrededor del pueblo a una distancia de tiro de cañón. Emplazaron su artillería y pusieron vigías para advertir cualquier movimiento que se produjese en el pueblo. Todo era calma y silencio. El Mariscal ordenó hacer varios tiros de advertencia y nadie contestó. Volvía a caer la tarde y la orden fue de mantener las posiciones. Chinchón era un pueblo fantasma en el que no se advertía ninguna actividad, aunque los mandos franceses no se confiaban porque podía ser una estrategia enemiga.
Llegó la mañana del sábado día 29 de diciembre de 1808.
Con las primeras luces del alba el sonido acompasado de unos tambores que parecían provenir del castillo del pueblo, alentó a los vigías franceses. Los jóvenes se habían colocado estratégicamente cubriendo todo el contorno de las almenas. De esta forma todo parecía indicar que un batallón organizado estaba tomando posiciones en las defensas de las atarazanas del castillo. La respuesta no se hizo esperar, a la orden del Mariscal, empezaron a tronar los cañones y durante horas la artillería fue asolando sistemáticamente el pueblo. El fuego más intenso estaba dirigido al castillo, que era el único baluarte en la defensa del pueblo. Nadie respondía al fuego de artillería, pero los tambores no dejaban de sonar con su ritmo machaconamente monótono. Se podían distinguir algunos fuegos que producían los proyectiles disparados por los franceses.
Al tronar de los cañonazos le seguían períodos de silencio absoluto, que solo rompían los tambores del castillo. El sol de mediodía había disipado completamente la niebla persistente con que se había abrigado la mañana. El Mariscal dio la orden de repartir el rancho a los soldados con ración doble de vino.
Después de comer, se ordenó otra andanada de disparos dirigidos al castillo. Se escucharon algunos disparos desde las almenas que fueron contestados por las piezas de a veinticuatro de la compañía de artillería. Parecía que se hundía el cielo y una densa lluvia de bombas hizo imposible la huida de los jóvenes. Uno a uno iban siendo alcanzados por los proyectiles franceses. Sólo el más joven logró escabullirse hasta la galería de la planta inferior y desde allí hasta el interior de uno de los aljibes de piedra donde se acurrucó en un rincón, abrazado a su trabuco que no dudaría en utilizar para defenderse, si era descubierto por los soldados.
Después se hizo el silencio.
Entre los escombros de la torre del homenaje encontrarían después los cuerpos destrozados de los cinco jóvenes que habían logrado retrasar el asalto de los franceses durante toda una mañana.
Cuando terminó el fuego de los cañones, viendo que ya nadie les contestaba y dándose cuenta de que la villa se encontraba desguarnecida y completamente indefensa, se dio la orden de atacar. La primera columna avanzó por la calle de los Huertos. La segunda, que estaba acantonada en el Llano, rodeó el castillo. Una tercera tomó posiciones desde el camino de Valdelaguna y la cuarta se adentró por la calle de Morata. Todos los soldados llevaban las bayonetas caladas y los arcabuces prestos para disparar.
Empezaron a escucharse disparos aislados que significaban, cada uno de ellos, la muerte de un vecino de Chinchón que había cometido el error a asomarse a la calle. Ninguna de las columnas encontró resistencia hasta que llegaron a confluir en la plaza, después de mantener patrullas de reconocimiento por todas las calles del pueblo. El Mariscal Víctor, cuando tuvo el camino expedito, avanzó con su caballo desde el campamento de mando en el camino de Aranjuez, hasta llegar al Ayuntamiento, donde mandó instalar el Cuartel General.
-Excelencia, un paisano que dice llamarse Pedro Casagne, solicita audiencia.
-¿Casagne.., es francés?
-No, es vecino de Chinchón, sus antepasados eran franceses y habla perfectamente nuestro idioma.
-Puede sernos de provecho. ¡Hacedlo pasar!
Estaba aterrorizado. Había visto desde una de las ventanas de las cámaras de su casa cómo habían entrado las tropas francesas. Incluso había sido testigo de cómo abatían a uno de sus vecinos que se dejó ver detrás de la puerta entreabierta. Sacó un trapo blanco atado al palo de una esteva y, en francés, llamó la atención de la patrulla que en ese momento pasaba delante de su casa.
El Mariscal le pidió información de donde estaban ubicadas las casas de los señores principales y los edificios más significativos del pueblo. La orden fue tajante: Ley de saco y fuego. La tropa tenía libertad para entrar en las casas, apoderarse de lo que hubiese de valor y matar a todos los hombres que se encontrasen. Sin embargo, tenían que respetar las casas de las autoridades y las iglesias y conventos hasta que fuesen revisados por el propio Mariscal. Dio órdenes para que fuesen marcadas con pintura roja las puertas de las casas principales, y Pedro Casagne tuvo que acompañar a los soldados para identificarlas. Nadie podía entrar en las casas y edificios con la mancha roja en la puerta.
La orden del Jefe fue acogida con entusiasmo por los soldados. Ahora los disparos eran mucho más frecuentes y se mezclaban con los gritos de pavor que la mayor parte de las veces eran sofocados por otras detonaciones.
Andrés Barranco estaba escondido en su casa de la calle de Morata, muy cerca de la plaza. Vio cómo una de las patrullas derribaba la puerta de sus vecinos. Sabía que la suya sería la siguiente. Pensó que la única posibilidad de salvación estaba en refugiarse en sagrado, porque pensaba que los franceses respetarían las iglesias. Salió corriendo de su casa y enfiló la cuesta de la torre, camino de la Iglesia de Santa María de Gracia. Apenas había logrado pasar de la columna de entrada a la plaza, uno de los soldados de la patrulla dio la voz de alerta. Una descarga le destrozó la pierna izquierda y cayó al suelo retorciéndose de dolor. El soldado le apuntó con su arcabuz con intención de rematarle allí mismo. Otro le disuadió:
- No malgastes la munición innecesariamente, dijo.
Él mismo le degolló con su sable.
El pueblo se había convertido en una orgía de sangre y fuego. Por todas las calles de Chinchón se repetían las macabras escenas de las ejecuciones despiadadas de los indefensos paisanos. Los soldados iban asaltando las casas que no habían sido marcadas por indicación de Pedro Casagne, de acuerdo con lo ordenado por el Mariscal francés.
Afortunadamente pronto empezó a oscurecer y los mandos franceses dieron orden a los soldados de cesar los asaltos y replegarse al improvisado cuartel general. En el parte de guerra se detallaba que habían sido abatidos 56 enemigos de Francia y que habían sido asaltadas treinta y dos casas del pueblo. Se habían requisado suficientes provisiones para la cena de la tropa en la que el vino y el aguardiente, que tanta fama tenía, corrió en abundancia hasta saciar su sed de venganza y ahogar cualquier conato de remordimiento que pudiese tener algún soldado.
Una de las casas marcadas era el estanco de la plaza, enfrente del Ayuntamiento. Los soldados pidieron autorización al capitán para hacer provisión de tabaco, del que estaban escasos. Lo autorizó con la condición de no hacer destrozos. El botín fueron 7 cuarterones de tabaco en hebra, 10 paquetes de exquisita "Virginia" picada, 12 mazas de naipes, cuatro botes de rapé en polvo, 15 pliegos de papel timbrado y 12.347 reales que estaban escondidos en una lata metálica debajo de unos fardos de cartones.
La tregua de la tropa se convirtió en silencio sepulcral, sólo perturbado por el crepitar de las hogueras que los soldados habían encendido con los muebles y las puertas de las casas que habían saqueado, para que se pudiesen calentar las patrullas y para conseguir una mejor visibilidad, a pesar de que la luna, hoy sí, lucía en plenitud y el cielo estaba cuajado de estrellas que asistían atónitas a lo que allí estaba sucediendo.
Manolo Castillo, su hijo Antonio y Armando, el portugués, habían permanecido ocultos durante todo el día en el pajar, parapetados tras unos haces de paja con los que se podían cubrir totalmente en caso necesario. Su casa era una de las que aún no había sido asaltada y después de varias horas de silencio y amparados por la oscuridad de la noche se atrevieron a bajar hasta las cuadras para dar de comer al ganado que se rebullía inquieto barruntando, posiblemente, lo que estaba sucediendo. Subieron algunas provisiones de la alacena y repusieron fuerzas aunque ninguno de los tres tenía ganas de comer.
Armando estaba decidido; quería marcharse. Si permanecían en la casa, tarde o temprano, serían descubiertos y no tendrían escape. El padre pensaba que era posible permanecer escondidos y allí no les encontrarían; además la situación no podía prolongarse muchos días. Antonio también pensaba que era posible escapar, aunque él se quedaría con su padre. Durante unas horas estuvieron controlando el paso de las patrullas por su calle. La frecuencia era de unos veinte minutos y en ese tiempo se podía alcanzar la Ronda por la puerta de la Cerca y llegar hasta el camino de Ocaña que le llevaría a Colmenar de Oreja y después seguir camino hacia Toledo, bordeando Aranjuez donde era mayor la presencia de las tropas francesas. Prepararon el caballo, le liaron unos sacos en las pezuñas para mitigar el ruido de los cascos, pusieron en las alforjas algunas provisiones y esperaron a que pasara la patrulla. Los tres hombres se abrazaron deseándose suerte. Armando prometió que volvería cuando todo hubiera pasado. Pidió a su amigo que dijese a Juanita que se acordaría siempre de ella y que pronto volverían a verse. Se apostaron detrás del portón de la casa y cuando los soldados se perdieron por la esquina camino de la plaza, el portugués montó en el caballo y partió camino de la salvación.
El padre y el hijo permanecieron unos minutos detrás de la puerta. Todo estaba en silencio y volvieron a su escondite para intentar dormir un rato. En todas las casas de Chinchón la situación era similar pero era imposible ponerse en contacto con los otros vecinos. No había ninguna posibilidad de planificar una defensa, ni incluso organizar una huida. Sólo se podía esperar, rezando para salir ilesos de la masacre.
V
Apenas despuntaba el alba cuando en el Ayuntamiento se improvisó una reunión del alto mando para planificar las acciones del día. Presidía el Mariscal Víctor, Comandante en Jefe del Ejército, con la asistencia del General Femelle, Jefe del estado Mayor del primer Cuerpo del Ejército de España, y los capitanes de todas las compañías que formaban parte del contingente punitivo que habían tomado la villa de Chinchón.
El Mariscal estaba preocupado por la contundencia de sus tropas. La cifra de 56 muertos en una sola tarde, y sin haber opuesto ninguna resistencia, era demasiado elevada. Había que dar otra imagen y era fundamental ofrecer, al menos, la apariencia de aplicar la justicia. Las órdenes cambiaron y se dio la consigna de hacer prisioneros para ser juzgados, aunque fuese en consejos sumarísimos de guerra. Después serían ejecutados públicamente para el general escarmiento. Sólo en caso de que alguien opusiese resistencia podían disparar a matar. El Mariscal dispuso que haría una inspección personal de los edificios principales del pueblo. Acompañado por el General y dirigidos por Pedro Casagne se dirigieron a la Iglesia de la Piedad, que había sido la capilla de los condes. Estaba desierta. También todos los sacerdotes habían abandonado el pueblo, el día anterior, emulando a las autoridades civiles. De todos era conocido el anticlericalismo de los franceses y estaban seguros de que no respetarían los lugares sagrados. Por eso, antes de marcharse, trataron de ocultar apresuradamente los vasos sagrados y los pequeños objetos de valor.
Claudio Víctor Perrín, Duque de Bellune, tenía cuarenta y dos años, era persona culta y sabía distinguir las obras de arte. Allí había piezas de gran valor. Mandó descolgar los cuadros que adornaban los altares. Un cuadro que representaba el nacimiento del Niño Jesús y otro de la Anunciación, del pintor florentino Alexandro Branchini; tres cuadros del pintor Leandro Brasis que representaban a la Santísima Virgen de la Piedad, la Resurrección del Señor y la Ascensión de la Virgen; dos pinturas de Julio César Procacini, pintor de Boloña, que representaban a Santa Teresa y a San Isidro Labrador y el impresionante cuadro de la Asunción y Coronación de Nuestra Señora de Claudio Coello, que sin duda era la joya de la colección.
Había otras pinturas que representaban a Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, San Pedro mártir y al Espíritu Santo, en las puertas de un frontispicio cerrado que guardaban las reliquias y exvotos de varios santos, entre las que sobresalía una espina de la corona de Cristo que había sido donada al conde por el mismísimo Papa; pensó que eran difícil de trasportar y tenían escaso valor artístico.
Los cuadros elegidos fueron apilados en el centro del templo. Ordenó que allí mismo fuesen desclavados los lienzos de sus bastidores y enrollados convenientemente para poderlos trasportar sin dañarlos. Después fueron separados los objetos de valor que iban siendo descubiertos en los armarios de la sacristía y escondidos entre los ornamentos litúrgicos. Mandó que fuese retirado de uno de los altares un precioso crucifijo de marfil, que tenía una inscripción según la cual procedía del Oratorio de San Pío Quinto que se lo había regalado al Conde don Diego.
Las estatuas de San Pedro y San Pablo, y los bustos de los distintos condes que adornaban el presbiterio, aunque eran de mármol y estaban perfectamente acabadas, no llamaron su atención. Mandó retirar con sigilo todos los objetos seleccionados y dio orden de quemar y destruir todo lo que allí quedaba para que nadie pudiese echar de menos el producto de su rapiña. Cuando entraron los soldados aún se fueron apropiando de los objetos que podían tener algún valor antes de encender el fuego.
En la Iglesia de Santa María de Gracia el botín fue más escaso. Sólo algunos vasos sagrados y algunas cruces de plata. Poco después todo el templo fue pasto de las llamas que en pocos minutos hicieron tambalear los viejos muros. Sólo la torre que había sido restaurada unos años antes pudo permanecer en pie, aunque los soldados destrozaron capitel de pizarra, rompieron el reloj y arrojaron las campanas desde lo alto. Estaban haciendo un trabajo concienzudo que garantizaba un recuerdo imperecedero de estos acontecimientos.
El siguiente objetivo era el castillo.
Antes se detuvieron en el convento de los padres agustinos que habían permanecido escondidos en los sótanos del edificio. El Mariscal dio orden de mantener vigilancia en la puerta del convento para impedir que nadie pudiese entrar o salir del edificio. Por ahora se iba a respetar la vida de los frailes. El castillo también había sido abandonado y su aspecto era desolador. Los efectos de los bombardeos del día anterior casi pasaban inadvertidos en la situación de abandono que presentaba toda la edificación. Apenas si se habían efectuado algunas reparaciones de los desperfectos ocasionados casi cien años antes por las tropas del Archiduque Carlos en la guerra de Sucesión.
Allí estaban los cuerpos de los jóvenes sobre los tambores destrozados por la metralla de su artillería y entonces descubrieron el engaño. Aunque era escaso el botín que se podía obtener, las órdenes fueron de saqueo y destrucción total. Había que destruir el símbolo de la defensa de la villa. Las rejas de las ventanas fueron arrancadas, las puertas destruidas y todo el edificio incendiado. La brigada polaca fue la encargada de ejecutar las órdenes del Mariscal para lo cual necesitaron casi todo el día. A la caída de la tarde todo el castillo era una luminaria que iluminaba el atardecer de aquel frío día de diciembre. El joven Nicasio Moreno había permanecido escondido en el aljibe sin ser descubierto por los polacos. Allí disponía de agua que le servía para beber y refrescarse de las altas temperaturas que se alcanzaban por el fuego del exterior. No había más remedio que permanecer escondido hasta que se marchasen los franceses. Sólo así podría salvar la vida.
El Mariscal estaba cansado y consideraba suficiente el botín personal que había conseguido en esa fructífera mañana. Se retiró a su cuartel general y encomendó el mando al general Femelle.
Mientras tanto, las tropas habían reiniciado el asalto a las casas y ya eran más de treinta los prisioneros que se hacinaban, atados de pies y manos, en las dependencias de la cárcel del pueblo, a la entrada de la calle de Morata. Algunos habían intentado oponer alguna resistencia y habían sido liquidados en sus propias casas. El Mariscal pensó que era el momento de ejecutar públicamente a varios de los prisioneros para escarmiento de todos los vecinos. Se formó el consejo de guerra y los prisioneros fueron interrogados con la ayuda de Pedro Casagne que actuaba de intérprete.
Diez fueron condenados a muerte y se dispuso la ejecución inmediata. El batallón de fusilamiento se colocó frente a la columna de la entrada a la calle de Morata, enfrente de la cárcel. Los reos fueron arrastrados hasta allí y el resto de prisioneros fueron obligados a presenciar la ejecución. Detrás de las ventanas de los balcones de la plaza se podía adivinar la presencia de algunos vecinos que permanecían escondidos. La orden del Mariscal no se hizo esperar. Diez vecinos más de Chinchón yacían sobre la escarcha de la arena de la plaza, a los pies de la columna que ya siempre sería conocida como "de los franceses".
Un carro tirado por dos caballos se encargó de trasportar los cadáveres hasta el lazareto del camposanto donde ya reposaban los muertos del día anterior.
El general Femelle, al frente de un pequeño destacamento entró en el convento de Santa Clara, a la salida del pueblo. La puerta de la iglesia estaba abierta y tenían el paso expedito incluso a la clausura. Todo estaba en orden pero no se veía ningún rastro de las monjitas. Pensó el General que habían abandonado el pueblo con todos los demás. Llegaron al patio central del convento donde los rayos del sol vespertino empezaban a derretir el hielo en el pilón de la fuente. Las monjas no habían huido, estaban escondidas en los desvanes donde tenían sus nidos las palomas. La madre superiora se acerco a unas de las ventanas para ver lo que estaba ocurriendo fuera. Un rayo de sol reflejó el crucifijo, que pendía de su cuello, en el agua de la fuente. El general francés no advirtió la presencia de la monja e interpretó ese reflejo como una señal divina. Ordenó salir del recinto sagrado inmediatamente y no permitió que nadie ocasionase ningún daño.
De vuelta a la plaza se encontraron con una pequeña capilla. El guía le informó que era la de San Roque, patrono del pueblo. Ahora las órdenes fueron distintas. Arrancaron las varas de plata del estandarte del santo, destrozaron un Cristo rompiéndole las piernas con los palos de las andas, requisaron los pocos objetos de valor que encontraron y con el resto formaron una pira en el centro de la ermita y lo prendieron fuego. Allí quedó también destruida la imagen del santo que había regalado al pueblo el cura natural de esta villa, don Antonio Álvarez Gato, en el año 1716.
La misma suerte corrió la ermita de Santiago, a extramuros del pueblo, que ya nunca sería reconstruida. Después les llegaría el turno a las casas principales que habían sido señaladas con la pintura roja.
El saqueo se estaba realizando con una cruel minuciosidad. La mayoría de las casas estaban abandonadas y entonces la búsqueda era concienzuda, llevándose los soldados todo lo que encontraban de valor. Si sospechaban que había alguien escondido, después de la requisa, la prendían fuego para hacerlos salir. El número de muertos y detenidos iba aumentando con el paso de las horas.
Todos eran varones. La mayoría de las mujeres habían huido, y eran muy pocas las que permanecían escondidas en sus casas. Si encontraban a alguna, la orden era de no detenerlas ni matarlas. Nada se decía de otras acciones. Aunque no se recogió en ninguna estadística, varias fueron violadas. Las más jóvenes. A las viejas se contentaban con desnudarlas y dejarlas a la intemperie para obligarles a decir donde habían escondido lo poco de valor que hubiese en la casa. Después abandonaban a unas y otras, llevándose detenidos a los hombres que habían sido obligados a presenciar el atropello de sus mujeres.
Antonio Castillo y su padre continuaban escondidos en el pajar. Oyeron unas voces que les sobresaltaron, pero no tardaron en reconocer la voz de Hilario, su vecino. Había saltado las tapias del corral que dividía las dos casas. Venía huyendo de los soldados que estaban ahora registrando su casa. Preguntó por el portugués y dijo que le había parecido oír cuando salió al amanecer con el caballo. También les dijo que había oído comentar a los soldados, entre risotadas, algo sobre uno que huía a caballo y había sido arcabuceado a las afueras del pueblo. La noticia sobresaltó a los dos hombres aunque su vecino se apresuró a decir que posiblemente no hubiese entendido bien lo que decían los franceses. De todas formas no tenían demasiado tiempo para pensar en lo que le pudiese haber ocurrido a su amigo. Tenían que pensar deprisa lo que iban a hacer para librarse de los soldados.
Se apostaron junto a las tapias del corral, escondidos en una leñera. Hilario se había cuidado de esconder la escalera que había utilizado para saltar. Pensaron que si volvían a la casa del vecino cuando se hubiesen marchado los franceses, ya nadie les buscaría allí. Durante unos minutos se hizo el silencio hasta que unos golpes resonaron en el portón de la casa. Era el momento de saltar la tapia, recoger de nuevo la escalera y correr a esconderse detrás de unas tinas vacías de la bodega. Por ahora estaban a salvo de los franceses.
Peor suerte iban a correr Manuel Díaz y sus dos hijos. Ellos también habían mandado a las mujeres a Valdelaguna y habían decidido esconderse en casa. El lugar elegido, una tinaja al fondo de la bodega que utilizaban como silo para la cebada. Cuando los franceses entraron en la casa salió a hacerles frente un perro pequeño y asustadizo que gemía más que ladraba. Uno de los soldados atinó a darle una patada que le hizo retroceder con el rabo entre las patas. Con su ladrar lastimero fue buscando el amparo de sus amos y sus gemidos iban cobrando mayor intensidad a medida que se acercaba a la tinaja donde estaban escondidos. Un soldado subió a las talanqueras y descubrió a los tres hombres sobre la cebada de la tinaja. El más pequeño de los hijos se había llevado al escondite una escopeta de caza; su disparo dejó maltrecho al francés. Unos minutos después el perrito lamía la sangre de sus amos que habían sido arrastrados hasta la puerta de la casa para que sus cadáveres fuesen trasladados al cementerio, mientras el fuego iba borrando todas las huellas de la matanza.

miércoles, 7 de mayo de 2008

PARA SAN ROQUE, SI DIOS NO LO REMEDIA, VIENE LA PANTOJA.

Este año, para las Fiestas de San Roque, si Dios no lo remedia, viene a Chinchón, Isabel Pantoja. Desconozco lo que va a cobrar, pero viendo en Internet su cotización, a cada vecino de Chinchón que no vaya a verla le va a costar unos treinta euros, y a los que acudan a la Plaza les costará, por lo menos, otros treinta más.
Es lógico, que en estos tiempos en los que los indicadores económicos muestran un periodo de calma y de bonanza tanto en la nación como en nuestro pueblo, las autoridades municipales hayan optado por acometer este proyecto de inversión con una clara proyección en la infraestructura cultural de Chinchón, ya que la situación en todos los demás campos es claramente satisfactoria. Es obvio que no son necesarias más inversiones en sanidad, urbanismo, educación, etc., etc., y la situación cultural básica es tan satisfactoria que hace aconsejable acometer este proyecto que tanto puede aportar a mejorar nuestro nivel folclórico.
Y me temo, que Dios no lo va a remediar.

martes, 6 de mayo de 2008

IV CONCURSO DE INVESTIGACION SOBRE CHINCHÓN Y SU ENTORNO

Hasta el día 31 de Mayo se pueden presentar los trabajos.
BASES

1.- Podrá participar cualquier persona.
2.- Los trabajos versarán sobre la historia de Chinchón en cualquiera de sus aspectos: culturales, ecológicos, antropológicos, económicos, sanitarios, demográficos, urbanísticos, agronómicos, geológicos, históricos, folklóricos, artísticos, y religiosos. Se valorarán especialmente aquellos trabajos basados en los documentos del Archivo Histórico Municipal.
3.- Se establece una única categoría. Los trabajos deberán ser inéditos y estar escritos en español, no haber sido premiados en otros concursos ni hallarse pendientes de fallo en cualquier premio.
4.- Todos los trabajos se presentarán en formato DIN A-4, en letra Arial 12, con interlineado sencillo. No se establece mínimo ni límite de extensión para participar. Los trabajos se presentarán por triplicado en el Registro del Ayuntamiento ubicado en la Plaza Mayor, 3, 28370 Chinchón, con la indicación:

IV concurso DE INVESTIGACIÓN SOBRE CHINCHÓN Y SU ENTORNO

En la portada de los trabajos deberá constar el mismo lema. Los mismos se acompañarán de un sobre cerrado en el interior del cual consten los datos personales del/los participantes, y el título del trabajo. En el exterior del sobre sólo se indicará el mismo lema mencionado anteriormente, y el título del trabajo presentado.
5.- El plazo de presentación finalizará el día 31 de mayo de 2008
6.- Se otorgará un primer premio de 800 euros, un segundo premio de 500 euros, y un tercero de 200 euros.
7.- El Jurado estará constituido por: cuatro historiadores o profesionales de reconocido prestigio, 1 representante de la Concejalía del Cultura del Ayuntamiento y la Alcaldesa - Presidenta del Ayuntamiento de Chinchón. Los miembros del jurado no podrán participar en la convocatoria.
8.- La decisión del Jurado será inapelable, pudiendo declararse los premios desiertos. Podrán otorgarse premios "ex aequo", compartiéndose las cantidades establecidas.
9.- El Ayuntamiento de Chinchón se reserva el derecho de publicación y difusión, comprometiéndose a hacer constar el nombre del autor cuando se haga uso del material presentado.
10.- La presentación a este concurso supone la aceptación de sus bases.

lunes, 5 de mayo de 2008

UN RINCONCITO PARA LA POESIA

Posiblemente alguno de vosotros puede no conocer las poesías que don José Manuel de Lapuerta dedicó a Chinchón, muchas de ellas publicadas en el libro "Chinchón en mi recuerdo".
Como muestra, os trascribo una, titulada
"Desde la ventana de mi recuerdo"

Al fondo, la alfombra verde
de los olivos dormidos.
Al lado, la blanca nota
del polvo sobre el camino.
El polvo seco no duerme
como duermen los olivos;
cuando le surcan los carros
rompen su sueño tranquilo.
Y tú, Chinchón de Castilla,
no dormirás en mi olvido,
tu recuerdo es como el polvo
que levanto en mi camino.
Y vuelvo a vivir de nuevo
todo lo que en ti he vivido
andando caminos blancos
a los pies de tu castillo.
Hay una fuerza que une
mi destino a tu destino
¿ Porqué me estarás tan lejos
cuando estás siempre conmigo?

domingo, 4 de mayo de 2008

sábado, 3 de mayo de 2008

PROYECTO CONDESA DE CHINCHON:


Os quiero comunicar que el sábado día 10 de Mayo, a las 19,30 horas, el Colectivo "CACH" va a presentar en la Casa de Cultura "Manuel Alvar" de Chinchón, su proyecto "LA CONDESA DE CHINCHON: FUSION DE HISTORIA Y ARTE".
Una convocatoria para una recreación participativa del famoso cuadro que pinto Goya de la Condesa de Chinchón.
Todos los artistas que puedan estar interesados en participar en este proyecto, están invitados a participar en esta reunión, en la que se darán las características técnicas y artísticas, para participar en este proyecto.

En la imagen, reproducción de la Condesa de Chinchón, realizada por 9 de los componentes del Colectivo de Artistas de Chinchón:
Colectivo Cach.

viernes, 2 de mayo de 2008

Toros en Chinchón, por F. Goya


Los franceses en Chinchón


Ya que estamos celebrando los actos del 2 de mayo en Madrid, y como adelantaba en una entrada anterior, os voy a ofrecer una pequeña narración histórica en la que se cuentan los hechos que ocurrieron en Chinchón los últimos días del año 1808. Es un poco largo para un blog, por lo que lo voy a ir publicando por capitulos. Ahora los tres primeros. Ya me diréis que os parece.


La columna de los Franceses

(Crónica luctuosa de los últimos días de 1808 en la villa de Chin
I
Cruzaban la plaza embozados en sus capas para defenderse del frío y no ser reconocidos, cuando el reloj de la torre empezó a desgranar las doce solemnes campanadas que anunciaban el inicio de la misa del gallo. Armando y Antonio, acompañados por la pequeña Juanita, aceleraron el paso y no tardaron en alcanzar la entrada de la iglesia de la Piedad que esa noche estaba totalmente llena para celebrar la Nochebuena. Don José Robles, el cura párroco, oficiaba con don Camilo y otros tres capellanes.
La familia Castillo había celebrado la cena de nochebuena festejando la llegada de su hijo acompañado de su amigo y compañero Armando Herrera, un portugués que sirvió de fusilero en el Cuartel de Monteleón con el Teniente Ruiz, y al que conoció en los enfrentamientos del dos de mayo en Madrid. Cuando volvieron las tropas francesas a finales del otoño, por temor a las represalias, se habían escondido en las cuevas de la vega del Salitral, pero los fríos del invierno les animaron a llegar hasta el pueblo donde se sintieron a salvo de los franceses, aunque permanecían ocultos la mayor parte del tiempo; pero esa noche consideraron que no había peligro en asistir a los oficios religiosos.
En el altar mayor, la presidencia municipal la formaban el señor Alcalde por el Estado noble, don José de Fominaya y don Vicente Gervasio López, Alcalde ordinario por el Estado general; acompañados por el Notario don Gabriel González Rey y los escribanos don Pedro Ortiz de Zárate, don Pedro Antonio Rubio y don Pedro de Fominaya. El sitial reservado a la familia de la Condesa lo ocupaba doña Mercedes Patiño y Carrasco, acompañada por su marido y por el escritor y dramaturgo don Antonio Valladares y Sotomayor que había aceptado la invitación para cenar esa noche con sus amigos los Marqueses de la Corona.
Los villancicos alegraban la celebración y se vivía una noche de fiesta sin importar demasiado la vigilancia distante de un destacamento del ejército francés que esa noche procuraba no hacerse demasiado visible. Se había colocado, a los pies del presbiterio, el precioso belén que regaló el infante don Luis, traído de Nápoles, en agradecimiento por las atenciones que tuvo el pueblo de Chinchón, cuando enterraron a su pequeño hijo Antonio María en la cripta de la iglesia. Esa noche también se inauguraba el nuevo emplazamiento que se había dado en la Iglesia de la Piedad, al cuadro de la Asunción y Coronación de la Virgen, del famoso pintor Claudio Coello que, hasta entonces, había presidido el altar mayor de la Iglesia de Santa María de Gracia.
Cuando terminó la misa del gallo se fueron concentrando en la puerta de la iglesia grupos de jóvenes con zambombas y panderetas y el silencio de la noche de la nochebuena de Chinchón se rompió con los cánticos y villancicos y empezó a correr de mano en mano la botella del aguardiente anisado que daba el calor necesario para soportar el gélido relente que parecía caer de las estrellas.
Uno de los jóvenes se atrevió a acercarse a la patrulla de los franceses, que seguía manteniéndose alerta pero alejada del bullicio, para ofrecerles la botella de anís. Aunque al principio rehusaron, ante la insistencia del muchacho consintieron en echar un trago cada uno, agradeciéndolo con un conciso "merci" y manteniendo su vigilancia distante.
La presencia francesa en el pueblo era más efectiva que apreciable. Las tropas estaban acantonadas en Arganda y Aranjuez y eran constantes los traslados de fuerzas que muchas veces pasaban por Chinchón. Los pueblos estaban obligados a facilitar víveres, leña y alimentos para las tropas, y aunque, en teoría, debían recibir el pago por estos suministros, la realidad es que el cobro se dilataba más de lo deseado y las quejas de los particulares se dirigían a las autoridades que se veían impotentes para conseguir los pagos del ejército. Eran frecuentes, además, los robos de gallinas en los corrales y de trigo y cebada en los graneros, y éstos coincidían frecuentemente con el paso de algún destacamento de las tropas francesas cerca del pueblo. Pero estos traslados se efectuaban muy de mañana o a la caída de la tarde y durante el día apenas si se podía ver a los soldados patrullando por las calles.
Por otro lado, entre las personas ilustradas del pueblo había una cierta tirantez, pues aunque la mayoría se mostraba contraria a la presencia de los franceses, no faltaban afrancesados que no se recataban a la hora de hacer alarde de sus preferencias políticas. Incluso presumían de recibir en sus casas al mismísimo Mariscal Víctor, Duque de Bellune, que estaba al mando del Ejército acantonado cerca de Chinchón.
Nadie se sentía a salvo por el temor de ser denunciado como subversivo. El pueblo llano odiaba a los franceses. Ya se conocían con detalle los hechos ocurridos en Madrid en el mes de mayo, por la narración que habían hecho el hijo de los Castillo y su amigo el portugués, que habían sido protagonistas luchando por las calles, en el alcázar y el Cuartel del Monteleón, y salvándose milagrosamente de la carga de los Mamelucos. Aunque permanecían ocultos en la casa, eran frecuentes las visitas de familiares y amigos que querían escuchar de primera mano los atroces sucesos de aquellos días. Casi todas las noches, en casa de Manolo Castillo se improvisaba una pequeña tertulia en la que su hijo Antonio y su amigo, el soldado portugués, iban narrando las mil y una aventuras que habían vivido desde que los franceses llegaron a Madrid. Todos escuchaban con interés las hazañas de Armando quien, con un gracioso acento parecido al gallego, se hacía protagonista de todas las historias vividas por él y las que le habían contado sus camaradas.
Sobre todo la pequeña Juanita se quedaba embobada escuchando las asombrosas aventuras del amigo y compañero de armas de su hermano. Ella iba a cumplir los dieciséis, el portugués ya tenía los veinticinco y sus extraordinarias narraciones iban, poco a poco, enamorando a la pequeña que nunca había salido del pueblo y veía en él al más arrojado de los héroes. Antonio advirtió pronto la admiración de Juanita por su amigo, al que le hizo prometer que nunca se aprovecharía de su inocencia. Armando que se consideraba un caballero y un soldado le prometió solemnemente que siempre la respetaría. Sin embargo él también se iba prendado de la sonrisa y de la alegría de la joven y pronto empezó a olvidar a la novia que había dejado en Sintra, hacía ya cuatro años y cuya imagen le había obsesionado en las noches largas y aburridas pasadas en las cuevas de la vega, cuando se escondían de los franceses. Cuando las miradas de los dos jóvenes se cruzaban, el rubor arrebolaba sus mejillas y apartaban de inmediato sus miradas por el temor de que también los padres se enterasen del amor que empezaba a crecer entre ellos. Poco a poco se iban haciendo ajenos al ambiente de opresión que se vivía en el pueblo.

II
La situación de rechazo era similar en los demás pueblos de la comarca, pues todos tenían que padecer los inconvenientes de la dominación francesa. El orgullo nacional había sido herido y cualquier altercado era posible. Sin embargo, las fiestas navideñas parecían marcar un paréntesis, el ambiente era festivo y nadie parecía dar demasiada importancia a la presencia de los gabachos. El día de Navidad continuaron las celebraciones y las familias se reunieron para comer y festejar el nacimiento del Hijo de Dios. Incluso al día siguiente, miércoles, eran muchos los que seguían haciéndole fiesta y, después de comer, la plaza se iba poblando con los que se acercaban a tomar unos vinos en las tabernas o simplemente a tomar el sol al abrigo de los balcones y charlar con los amigos.
De pronto, algo interrumpió las conversaciones de los hombres que formaban los corrillos en el centro de la plaza, y les hizo volverse hacia la calle Grande por donde se empezó a escuchar un murmullo que poco a poco se fue convirtiendo en tumulto con voces y gritos amenazantes. Debían ser poco más de las cuatro de la tarde, por detrás del pilón de la fuente de arriba, apareció un pelotón de soldados franceses con evidentes signos de estar realmente asustados. Eran siete jovenzuelos al mando de un cabo, y se podía adivinar su bisoñez por el terror que reflejaban sus rostros. Detrás de ellos un grupo de unos veinte paisanos con algunas estacas les insultaban y amenazaban animados por un hombre que portaba una pequeña escopeta. Alguien dijo que eran de Colmenar y el cabecilla un guarda de la vega.
El cabo dio orden de parar y autorizó a los soldados para beber en la fuente. Los alborotadores hicieron un círculo a su alrededor al que se iban acercando los curiosos que hasta entonces estaban tomando el sol y los que habían salido de las tabernas por el alboroto que se había formado en la plaza. También empezaron a poblarse los balcones alertados con tanta algarabía. Aprovechando que los soldados había dejado sus arcabuces en el suelo para beber con más comodidad, el guarda de Colmenar se echó a la cara la escopeta y disparó contra el cabo francés, mientras gritaba:
- ¡A ellos, que vienen de huida!
El francés se desplomó mientras sus soldados intentaban coger las armas. El odio a los franceses que había permanecido escondido durante tantos meses se convirtió en estacas, palos, piedras y hachas y los, hasta entonces, pacíficos pueblerinos se tomaron venganza de los crimenes cometidos por los franceses. Los esfuerzos de los jóvenes soldados por librarse de la lluvia de palos y piedras eran en vano. Uno cayó degollado y su sangre se empezó a diluir en el agua que rebosaba del pilón al caer dentro otro de los soldados mortalmente herido con una piedra en la cabeza.
Aprovechando que uno logró disparar su arcabuz, lo que hizo retroceder a los asaltantes, cuatro de los soldados desenvainaron sus sables y lograron librarse del cerco y corrieron hacia la Puerta de la Villa, perdiéndose por la calle de los Huertos camino de Aranjuez. Algunos hicieron intención de perseguirles pero desistieron porque los jóvenes, a pesar de ir contusionados, corrían despavoridos a gran velocidad. Entre todos lograron desarmar al soldado que había disparado y se ensañaron con él, dándole patadas y golpes con estacas y piedras. Alguien cogió otro de los arcabuces y disparó contra él. Poco después, el cabo y los tres soldados franceses yacían muertos, tendidos en el suelo de la plaza mayor de Chinchón que en pocos minutos había quedado totalmente desierta.
Solo, junto a los cadáveres, don José Robles el cura párroco, que había llegado corriendo desde su casa en la calle del Convento al escuchar los disparos y se vio impotente para disuadir a sus exaltados feligreses. Ahora, con lágrimas en los ojos, porque conocía las terribles repercusiónes que podían traer estos actos, daba la extremaunción a los cuatro desdichados franceses.
No tardó en llegar don José de Fominaya y varios miembros más del consistorio municipal, que oyeron aterrados los hechos que narraba el señor cura. Dieron orden inmediata de trasladar los cadáveres al lazareto y se reunieron en el Ayuntamiento para analizar la situación y decidir las acciones a tomar para intentar paliar las consecuencias de tan insensata acción. Todos apoyaron la propuesta de don José Robles que sugirió la conveniencia de enviar al Jefe de las tropas francesas una misiva de súplica de perdón y clemencia con el ofrecimiento de poner a su disposición a los responsables de este acto. Se acordó enviarlo al cuartel del Arganda, donde él tenía la residencia, con la esperanza de que le llegase la misiva antes de que tuviese noticias de lo ocurrido por los soldados que habían huido hacia Aranjuez.
La noticia se propagó rápidamente por todas las calles de Chinchón y nadie quería creer lo que escuchaba. Varios testigos corroboraron la noticia y cuando el sol se escondió por el horizonte y las sombras se apoderaron del pueblo, todo quedó en un siniestro silencio que no auguraba nada bueno para los habitantes de Chinchón. La noticia también llegó a la casa de los Castillo. Juanita se atrevió a coger la mano de su enamorado y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo como presagio de que algo grave iba a suceder. Aquella noche nadie salió de sus casas y con la huida de los soldados franceses se escapó también el espíritu navideño.
Mientras tanto, los soldados franceses que habían logrado escapar, después de correr campo a través algo más de dos leguas y comprobar que nadie los seguía, ralentizaron sus pasos pero prosiguieron su camino hacia Aranjuez, que era su destino inicial. Serían cerca de las diez de la noche cuando llegaron al cuartel, doloridos, ensangrentados y ateridos de frío. A duras penas podían dar noticia de lo ocurrido y sus explicaciones eran confusas para el jefe del acuartelamiento. Ordenó que fuesen atendidos los cuatro soldados heridos, redactó un detallado informe para el Mariscal Víctor y mandó formar un pequeño batallón a caballo para hacer llegar la noticia hasta el Cuartel General de Arganda, lo antes posible. Uno de los soldados que habían llegado heridos se ofreció voluntario para acompañar al batallón y poder narrar los hechos al propio Mariscal si lo estimaba necesario. Al mediodía del día 27 de diciembre el Mariscal Víctor escuchaba atónito la narración del soldado que había logrado salvarse de la matanza de la plaza de Chinchón.

III
Esa misma mañana había salido de Chinchón un carta firmada por el señor cura y el señor alcalde, con destino al Mariscal, escrita en castellano porque no hubo tiempo de buscar un traductor. Las autoridades acordaron aconsejar a todos los habitantes del pueblo que debían abandonar sus casas y refugiarse en otras localidades para evitar la previsible furia de los franceses. Los lugares más idóneos pensaron que eran los pequeños pueblos de Valdelaguna y Pozuelo de Tajo, ya que Colmenar de Oreja también podía ser represaliado por la participación en el hecho de algunos de sus vecinos.
El Duque de Bellune, que por su comportamiento en la Batalla de Friedland había recibido el bastón de mariscal de Francia, tuvo que aceptar, muy a su pesar, el traslado a España, dejando el gobierno de Berlín. Por este motivo odiaba a los españoles, a los que consideraba zafios, maleducados e insoportablemente altaneros. Los hechos que acababa de escuchar del joven soldado le enfurecieron y le hicieron perder la tradicional compostura de su noble linaje. Mandó llamar a todos los capitanes y dio las órdenes oportunas para llevar a cabo una acción de castigo que sirviese de escarmiento de una vez para siempre a cualquiera que osase levantarse contra su autoridad.
En cumplimiento del artículo 5º del Bando del 2 de mayo, dio orden de marchar contra Chinchón para tomar venganza de la ofensa inferida a las armas francesas. Un ordenanza entró en la sala donde se celebraba la reunión para entregarle una misiva que iba dirigida a su nombre. Firmaba la carta un tal José Robles que decía ser el cura párroco de la Villa de Chinchón. No la quiso leer, se limitó a estrujarla entre sus dedos y musitó algo como:
- ¡Estos españoles! Lo mínimo que se les podía haber ocurrido es buscar un intérprete para escribirlo en francés.
Y tiró la carta a una papelera que estaba debajo de su mesa de trabajo. Ahí se terminaban las pocas opciones que Chinchón tenía para librarse del castigo.
La operación se planteó como una acción de campaña en la que un ejército enemigo esperase al acecho para hacerles frente. Saldrían dos destacamentos, uno desde Arganda y otro desde Aranjuez, que se unirían a la entrada del pueblo para realizar una maniobra envolvente y lograr el cerco total. En la operación participaría un batallón de caballería, una compañía de infantería y otra de artillería formada por diez piezas de a dieciséis y veinticuatro. También participaría la brigada polaca al mando directo del Mariscal. Un contingente total de más de mil quinientos soldados.
Desde que el ejército francés había reconquistado Madrid, la vida de la tropa era demasiado tranquila, pues a excepción de algunas pequeñas escaramuzas, su rutina se reducía a pequeñas maniobras, limpieza de armamento y poco más. En el fondo todos echaban de menos algo de acción, que además de entretenerles les diese opción a conseguir algún botín con que incrementar su menguada paga de soldado.
Cuando llegó, de vuelta a Chinchón, el alguacil que había sido el encargado de llevar la carta para el Mariscal Víctor, corroboró los temores de las autoridades y les contó cómo había sido testigo de los preparativos de guerra que se estaban ultimando en Arganda y cómo habían salido un correo a caballo con destino a Aranjuez con órdenes para preparar una operación de castigo. Tuvo que reconocer que le había informado el ordenanza militar que el Mariscal Víctor no había querido leer la carta y se había limitado a tirarla a la papelera.
El frío seguía siendo intenso, el sol se empezaba a ocultar tras los cerros de las "Cabezas" y en muchas casas de Chinchón se empezaban a hacer los preparativos para salir de huida con lo más imprescindible. La mayoría había decidido obedecer las órdenes de las autoridades y dejar el pueblo hasta ver lo que ocurría. Algunos, en cambio, decidieron permanecer en sus casas, dispuestos a defenderlas si fuese necesario.
Otros, como en la casa de los Castillo, pensaron que las mujeres y los niños debían marcharse a los pueblos vecinos y los hombres permanecerían en casa mientras fuese posible. En unas alforjas pusieron provisiones para ocho o diez días; chorizos, morcillas, un buen trozo de jamón y tocino; patatas, cebollas y ajos; dulce de membrillo recién hecho, judías, garbanzos, lentejas y el pan que aún quedaba de la última cochura. En un hatillo pusieron las ropas de la madre y las tres hermanas, que serían las que, a la mañana siguiente saldrían hacia Valdelaguna a casa de una prima lejana de la abuela. En la faltriquera guardaron los cuarenta reales que era el ahorro de la familia y se fueron a dormir porque la salida sería de madrugada.
Juanita dormía en el mismo cuarto que sus hermanas mayores y sabía que era difícil poder escaparse para ver a su Armando. En el revuelo de la noche sólo había podido susurrarle que la esperase en las cuadras. Ninguna de las tres jóvenes podía dormir y la más pequeña se consumía viendo que le iba a ser imposible salir sin ser vista.
Armando se había ofrecido voluntario para aviar esa noche el ganado, pero por más que pausó las tareas, después de poner la paja y la cebada a las caballerías, llenar el tinillo del agua, hacer el pienso al cerdo, incluso de limpiar la basura de la cuadra, no había ni rastro de Juanita por ningún lado. Fue Antonio el que se acercó a las cuadras por la tardanza de su amigo.
- No te preocupes, estoy recogiendo un poco la basura, Ya no tardo, tú vete acostando...
La niña no resistió más. Se levantó resuelta y cogió la toquilla de lana que tenía a los pies de la cama.
- ¿Qué pasa, Juanita?
- No, nada, que tengo que ir al corral.
- Con el frío que hace, ten cuidado que vas a coger una pulmonía...
No encendió ninguna luz.
Ni la luna lucía esa noche. Sólo el pálido resplandor de las estrellas que también parecían tiritar de frío.
Allí estaba él, a la puerta de las cuadras. Corrió a sus brazos y sus cuerpos se unieron palpitantes con la certeza de que esa era la primera y la última vez que iban a sentir su calor. También sus bocas se buscaron hasta saborear el salado de sus lágrimas que fluían copiosas de sus ojos que poco a poco se iban acostumbrando a la oscuridad. Se refugiaron en el calor de la cuadra, junto a los animales y se dejaron caer en la pajera. Los hados se debieron aliar con ellos, porque todos los de la casa se habían dormido, sin duda que agotados por los terribles acontecimientos que se estaban viviendo esos días.
Ellos, olvidados del tiempo, vivieron la única oportunidad que les iba a brindar el destino para conocer de verdad el amor. Ella se ofrecía virgen a su amado, consciente de que jamás otras manos vigorosas volverían a acariciar sus pechos y todo su cuerpo se estremeció al sentir la fogosa virilidad de su amante. Sus gemidos mezcla de dolor y placer se perdieron entre los resoplidos de las caballerías, ajenas al amor desesperado de los dos jóvenes. Sus cuerpos reclamaban más tiempo, sus corazones pedían la eternidad, pero la razón les decía que debían volver a sus cuartos. Se despidieron con el beso que mañana ya no se darían y sus manos se fueron separando hasta que de sus dedos se deslizó una leve caricia.
Ella se acurrucó en la cama, sus hermanas dormían profundamente y no les despertó ni el tumultuoso palpitar de su corazón. Durante mucho tiempo sintió el río de lágrimas que recorría sus mejillas hasta desembocar en el mar de su almohada. Poco después el sopor, el cansancio y la emoción vivida se fueron convirtiendo en sueño y se quedó plácidamente dormida.

(Continuará...

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