Ya que estamos celebrando los actos del 2 de mayo en Madrid, y como adelantaba en una entrada anterior, os voy a ofrecer una pequeña narración histórica en la que se cuentan los hechos que ocurrieron en Chinchón los últimos días del año 1808. Es un poco largo para un blog, por lo que lo voy a ir publicando por capitulos. Ahora los tres primeros. Ya me diréis que os parece.
La columna de los Franceses
(Crónica luctuosa de los últimos días de 1808 en la villa de Chin
I
Cruzaban la plaza embozados en sus capas para defenderse del frío y no ser reconocidos, cuando el reloj de la torre empezó a desgranar las doce solemnes campanadas que anunciaban el inicio de la misa del gallo. Armando y Antonio, acompañados por la pequeña Juanita, aceleraron el paso y no tardaron en alcanzar la entrada de la iglesia de la Piedad que esa noche estaba totalmente llena para celebrar la Nochebuena. Don José Robles, el cura párroco, oficiaba con don Camilo y otros tres capellanes.
La familia Castillo había celebrado la cena de nochebuena festejando la llegada de su hijo acompañado de su amigo y compañero Armando Herrera, un portugués que sirvió de fusilero en el Cuartel de Monteleón con el Teniente Ruiz, y al que conoció en los enfrentamientos del dos de mayo en Madrid. Cuando volvieron las tropas francesas a finales del otoño, por temor a las represalias, se habían escondido en las cuevas de la vega del Salitral, pero los fríos del invierno les animaron a llegar hasta el pueblo donde se sintieron a salvo de los franceses, aunque permanecían ocultos la mayor parte del tiempo; pero esa noche consideraron que no había peligro en asistir a los oficios religiosos.
En el altar mayor, la presidencia municipal la formaban el señor Alcalde por el Estado noble, don José de Fominaya y don Vicente Gervasio López, Alcalde ordinario por el Estado general; acompañados por el Notario don Gabriel González Rey y los escribanos don Pedro Ortiz de Zárate, don Pedro Antonio Rubio y don Pedro de Fominaya. El sitial reservado a la familia de la Condesa lo ocupaba doña Mercedes Patiño y Carrasco, acompañada por su marido y por el escritor y dramaturgo don Antonio Valladares y Sotomayor que había aceptado la invitación para cenar esa noche con sus amigos los Marqueses de la Corona.
Los villancicos alegraban la celebración y se vivía una noche de fiesta sin importar demasiado la vigilancia distante de un destacamento del ejército francés que esa noche procuraba no hacerse demasiado visible. Se había colocado, a los pies del presbiterio, el precioso belén que regaló el infante don Luis, traído de Nápoles, en agradecimiento por las atenciones que tuvo el pueblo de Chinchón, cuando enterraron a su pequeño hijo Antonio María en la cripta de la iglesia. Esa noche también se inauguraba el nuevo emplazamiento que se había dado en la Iglesia de la Piedad, al cuadro de la Asunción y Coronación de la Virgen, del famoso pintor Claudio Coello que, hasta entonces, había presidido el altar mayor de la Iglesia de Santa María de Gracia.
Cuando terminó la misa del gallo se fueron concentrando en la puerta de la iglesia grupos de jóvenes con zambombas y panderetas y el silencio de la noche de la nochebuena de Chinchón se rompió con los cánticos y villancicos y empezó a correr de mano en mano la botella del aguardiente anisado que daba el calor necesario para soportar el gélido relente que parecía caer de las estrellas.
Uno de los jóvenes se atrevió a acercarse a la patrulla de los franceses, que seguía manteniéndose alerta pero alejada del bullicio, para ofrecerles la botella de anís. Aunque al principio rehusaron, ante la insistencia del muchacho consintieron en echar un trago cada uno, agradeciéndolo con un conciso "merci" y manteniendo su vigilancia distante.
La presencia francesa en el pueblo era más efectiva que apreciable. Las tropas estaban acantonadas en Arganda y Aranjuez y eran constantes los traslados de fuerzas que muchas veces pasaban por Chinchón. Los pueblos estaban obligados a facilitar víveres, leña y alimentos para las tropas, y aunque, en teoría, debían recibir el pago por estos suministros, la realidad es que el cobro se dilataba más de lo deseado y las quejas de los particulares se dirigían a las autoridades que se veían impotentes para conseguir los pagos del ejército. Eran frecuentes, además, los robos de gallinas en los corrales y de trigo y cebada en los graneros, y éstos coincidían frecuentemente con el paso de algún destacamento de las tropas francesas cerca del pueblo. Pero estos traslados se efectuaban muy de mañana o a la caída de la tarde y durante el día apenas si se podía ver a los soldados patrullando por las calles.
Por otro lado, entre las personas ilustradas del pueblo había una cierta tirantez, pues aunque la mayoría se mostraba contraria a la presencia de los franceses, no faltaban afrancesados que no se recataban a la hora de hacer alarde de sus preferencias políticas. Incluso presumían de recibir en sus casas al mismísimo Mariscal Víctor, Duque de Bellune, que estaba al mando del Ejército acantonado cerca de Chinchón.
Nadie se sentía a salvo por el temor de ser denunciado como subversivo. El pueblo llano odiaba a los franceses. Ya se conocían con detalle los hechos ocurridos en Madrid en el mes de mayo, por la narración que habían hecho el hijo de los Castillo y su amigo el portugués, que habían sido protagonistas luchando por las calles, en el alcázar y el Cuartel del Monteleón, y salvándose milagrosamente de la carga de los Mamelucos. Aunque permanecían ocultos en la casa, eran frecuentes las visitas de familiares y amigos que querían escuchar de primera mano los atroces sucesos de aquellos días. Casi todas las noches, en casa de Manolo Castillo se improvisaba una pequeña tertulia en la que su hijo Antonio y su amigo, el soldado portugués, iban narrando las mil y una aventuras que habían vivido desde que los franceses llegaron a Madrid. Todos escuchaban con interés las hazañas de Armando quien, con un gracioso acento parecido al gallego, se hacía protagonista de todas las historias vividas por él y las que le habían contado sus camaradas.
Sobre todo la pequeña Juanita se quedaba embobada escuchando las asombrosas aventuras del amigo y compañero de armas de su hermano. Ella iba a cumplir los dieciséis, el portugués ya tenía los veinticinco y sus extraordinarias narraciones iban, poco a poco, enamorando a la pequeña que nunca había salido del pueblo y veía en él al más arrojado de los héroes. Antonio advirtió pronto la admiración de Juanita por su amigo, al que le hizo prometer que nunca se aprovecharía de su inocencia. Armando que se consideraba un caballero y un soldado le prometió solemnemente que siempre la respetaría. Sin embargo él también se iba prendado de la sonrisa y de la alegría de la joven y pronto empezó a olvidar a la novia que había dejado en Sintra, hacía ya cuatro años y cuya imagen le había obsesionado en las noches largas y aburridas pasadas en las cuevas de la vega, cuando se escondían de los franceses. Cuando las miradas de los dos jóvenes se cruzaban, el rubor arrebolaba sus mejillas y apartaban de inmediato sus miradas por el temor de que también los padres se enterasen del amor que empezaba a crecer entre ellos. Poco a poco se iban haciendo ajenos al ambiente de opresión que se vivía en el pueblo.
I
Cruzaban la plaza embozados en sus capas para defenderse del frío y no ser reconocidos, cuando el reloj de la torre empezó a desgranar las doce solemnes campanadas que anunciaban el inicio de la misa del gallo. Armando y Antonio, acompañados por la pequeña Juanita, aceleraron el paso y no tardaron en alcanzar la entrada de la iglesia de la Piedad que esa noche estaba totalmente llena para celebrar la Nochebuena. Don José Robles, el cura párroco, oficiaba con don Camilo y otros tres capellanes.
La familia Castillo había celebrado la cena de nochebuena festejando la llegada de su hijo acompañado de su amigo y compañero Armando Herrera, un portugués que sirvió de fusilero en el Cuartel de Monteleón con el Teniente Ruiz, y al que conoció en los enfrentamientos del dos de mayo en Madrid. Cuando volvieron las tropas francesas a finales del otoño, por temor a las represalias, se habían escondido en las cuevas de la vega del Salitral, pero los fríos del invierno les animaron a llegar hasta el pueblo donde se sintieron a salvo de los franceses, aunque permanecían ocultos la mayor parte del tiempo; pero esa noche consideraron que no había peligro en asistir a los oficios religiosos.
En el altar mayor, la presidencia municipal la formaban el señor Alcalde por el Estado noble, don José de Fominaya y don Vicente Gervasio López, Alcalde ordinario por el Estado general; acompañados por el Notario don Gabriel González Rey y los escribanos don Pedro Ortiz de Zárate, don Pedro Antonio Rubio y don Pedro de Fominaya. El sitial reservado a la familia de la Condesa lo ocupaba doña Mercedes Patiño y Carrasco, acompañada por su marido y por el escritor y dramaturgo don Antonio Valladares y Sotomayor que había aceptado la invitación para cenar esa noche con sus amigos los Marqueses de la Corona.
Los villancicos alegraban la celebración y se vivía una noche de fiesta sin importar demasiado la vigilancia distante de un destacamento del ejército francés que esa noche procuraba no hacerse demasiado visible. Se había colocado, a los pies del presbiterio, el precioso belén que regaló el infante don Luis, traído de Nápoles, en agradecimiento por las atenciones que tuvo el pueblo de Chinchón, cuando enterraron a su pequeño hijo Antonio María en la cripta de la iglesia. Esa noche también se inauguraba el nuevo emplazamiento que se había dado en la Iglesia de la Piedad, al cuadro de la Asunción y Coronación de la Virgen, del famoso pintor Claudio Coello que, hasta entonces, había presidido el altar mayor de la Iglesia de Santa María de Gracia.
Cuando terminó la misa del gallo se fueron concentrando en la puerta de la iglesia grupos de jóvenes con zambombas y panderetas y el silencio de la noche de la nochebuena de Chinchón se rompió con los cánticos y villancicos y empezó a correr de mano en mano la botella del aguardiente anisado que daba el calor necesario para soportar el gélido relente que parecía caer de las estrellas.
Uno de los jóvenes se atrevió a acercarse a la patrulla de los franceses, que seguía manteniéndose alerta pero alejada del bullicio, para ofrecerles la botella de anís. Aunque al principio rehusaron, ante la insistencia del muchacho consintieron en echar un trago cada uno, agradeciéndolo con un conciso "merci" y manteniendo su vigilancia distante.
La presencia francesa en el pueblo era más efectiva que apreciable. Las tropas estaban acantonadas en Arganda y Aranjuez y eran constantes los traslados de fuerzas que muchas veces pasaban por Chinchón. Los pueblos estaban obligados a facilitar víveres, leña y alimentos para las tropas, y aunque, en teoría, debían recibir el pago por estos suministros, la realidad es que el cobro se dilataba más de lo deseado y las quejas de los particulares se dirigían a las autoridades que se veían impotentes para conseguir los pagos del ejército. Eran frecuentes, además, los robos de gallinas en los corrales y de trigo y cebada en los graneros, y éstos coincidían frecuentemente con el paso de algún destacamento de las tropas francesas cerca del pueblo. Pero estos traslados se efectuaban muy de mañana o a la caída de la tarde y durante el día apenas si se podía ver a los soldados patrullando por las calles.
Por otro lado, entre las personas ilustradas del pueblo había una cierta tirantez, pues aunque la mayoría se mostraba contraria a la presencia de los franceses, no faltaban afrancesados que no se recataban a la hora de hacer alarde de sus preferencias políticas. Incluso presumían de recibir en sus casas al mismísimo Mariscal Víctor, Duque de Bellune, que estaba al mando del Ejército acantonado cerca de Chinchón.
Nadie se sentía a salvo por el temor de ser denunciado como subversivo. El pueblo llano odiaba a los franceses. Ya se conocían con detalle los hechos ocurridos en Madrid en el mes de mayo, por la narración que habían hecho el hijo de los Castillo y su amigo el portugués, que habían sido protagonistas luchando por las calles, en el alcázar y el Cuartel del Monteleón, y salvándose milagrosamente de la carga de los Mamelucos. Aunque permanecían ocultos en la casa, eran frecuentes las visitas de familiares y amigos que querían escuchar de primera mano los atroces sucesos de aquellos días. Casi todas las noches, en casa de Manolo Castillo se improvisaba una pequeña tertulia en la que su hijo Antonio y su amigo, el soldado portugués, iban narrando las mil y una aventuras que habían vivido desde que los franceses llegaron a Madrid. Todos escuchaban con interés las hazañas de Armando quien, con un gracioso acento parecido al gallego, se hacía protagonista de todas las historias vividas por él y las que le habían contado sus camaradas.
Sobre todo la pequeña Juanita se quedaba embobada escuchando las asombrosas aventuras del amigo y compañero de armas de su hermano. Ella iba a cumplir los dieciséis, el portugués ya tenía los veinticinco y sus extraordinarias narraciones iban, poco a poco, enamorando a la pequeña que nunca había salido del pueblo y veía en él al más arrojado de los héroes. Antonio advirtió pronto la admiración de Juanita por su amigo, al que le hizo prometer que nunca se aprovecharía de su inocencia. Armando que se consideraba un caballero y un soldado le prometió solemnemente que siempre la respetaría. Sin embargo él también se iba prendado de la sonrisa y de la alegría de la joven y pronto empezó a olvidar a la novia que había dejado en Sintra, hacía ya cuatro años y cuya imagen le había obsesionado en las noches largas y aburridas pasadas en las cuevas de la vega, cuando se escondían de los franceses. Cuando las miradas de los dos jóvenes se cruzaban, el rubor arrebolaba sus mejillas y apartaban de inmediato sus miradas por el temor de que también los padres se enterasen del amor que empezaba a crecer entre ellos. Poco a poco se iban haciendo ajenos al ambiente de opresión que se vivía en el pueblo.
II
La situación de rechazo era similar en los demás pueblos de la comarca, pues todos tenían que padecer los inconvenientes de la dominación francesa. El orgullo nacional había sido herido y cualquier altercado era posible. Sin embargo, las fiestas navideñas parecían marcar un paréntesis, el ambiente era festivo y nadie parecía dar demasiada importancia a la presencia de los gabachos. El día de Navidad continuaron las celebraciones y las familias se reunieron para comer y festejar el nacimiento del Hijo de Dios. Incluso al día siguiente, miércoles, eran muchos los que seguían haciéndole fiesta y, después de comer, la plaza se iba poblando con los que se acercaban a tomar unos vinos en las tabernas o simplemente a tomar el sol al abrigo de los balcones y charlar con los amigos.
De pronto, algo interrumpió las conversaciones de los hombres que formaban los corrillos en el centro de la plaza, y les hizo volverse hacia la calle Grande por donde se empezó a escuchar un murmullo que poco a poco se fue convirtiendo en tumulto con voces y gritos amenazantes. Debían ser poco más de las cuatro de la tarde, por detrás del pilón de la fuente de arriba, apareció un pelotón de soldados franceses con evidentes signos de estar realmente asustados. Eran siete jovenzuelos al mando de un cabo, y se podía adivinar su bisoñez por el terror que reflejaban sus rostros. Detrás de ellos un grupo de unos veinte paisanos con algunas estacas les insultaban y amenazaban animados por un hombre que portaba una pequeña escopeta. Alguien dijo que eran de Colmenar y el cabecilla un guarda de la vega.
El cabo dio orden de parar y autorizó a los soldados para beber en la fuente. Los alborotadores hicieron un círculo a su alrededor al que se iban acercando los curiosos que hasta entonces estaban tomando el sol y los que habían salido de las tabernas por el alboroto que se había formado en la plaza. También empezaron a poblarse los balcones alertados con tanta algarabía. Aprovechando que los soldados había dejado sus arcabuces en el suelo para beber con más comodidad, el guarda de Colmenar se echó a la cara la escopeta y disparó contra el cabo francés, mientras gritaba:
- ¡A ellos, que vienen de huida!
El francés se desplomó mientras sus soldados intentaban coger las armas. El odio a los franceses que había permanecido escondido durante tantos meses se convirtió en estacas, palos, piedras y hachas y los, hasta entonces, pacíficos pueblerinos se tomaron venganza de los crimenes cometidos por los franceses. Los esfuerzos de los jóvenes soldados por librarse de la lluvia de palos y piedras eran en vano. Uno cayó degollado y su sangre se empezó a diluir en el agua que rebosaba del pilón al caer dentro otro de los soldados mortalmente herido con una piedra en la cabeza.
Aprovechando que uno logró disparar su arcabuz, lo que hizo retroceder a los asaltantes, cuatro de los soldados desenvainaron sus sables y lograron librarse del cerco y corrieron hacia la Puerta de la Villa, perdiéndose por la calle de los Huertos camino de Aranjuez. Algunos hicieron intención de perseguirles pero desistieron porque los jóvenes, a pesar de ir contusionados, corrían despavoridos a gran velocidad. Entre todos lograron desarmar al soldado que había disparado y se ensañaron con él, dándole patadas y golpes con estacas y piedras. Alguien cogió otro de los arcabuces y disparó contra él. Poco después, el cabo y los tres soldados franceses yacían muertos, tendidos en el suelo de la plaza mayor de Chinchón que en pocos minutos había quedado totalmente desierta.
Solo, junto a los cadáveres, don José Robles el cura párroco, que había llegado corriendo desde su casa en la calle del Convento al escuchar los disparos y se vio impotente para disuadir a sus exaltados feligreses. Ahora, con lágrimas en los ojos, porque conocía las terribles repercusiónes que podían traer estos actos, daba la extremaunción a los cuatro desdichados franceses.
No tardó en llegar don José de Fominaya y varios miembros más del consistorio municipal, que oyeron aterrados los hechos que narraba el señor cura. Dieron orden inmediata de trasladar los cadáveres al lazareto y se reunieron en el Ayuntamiento para analizar la situación y decidir las acciones a tomar para intentar paliar las consecuencias de tan insensata acción. Todos apoyaron la propuesta de don José Robles que sugirió la conveniencia de enviar al Jefe de las tropas francesas una misiva de súplica de perdón y clemencia con el ofrecimiento de poner a su disposición a los responsables de este acto. Se acordó enviarlo al cuartel del Arganda, donde él tenía la residencia, con la esperanza de que le llegase la misiva antes de que tuviese noticias de lo ocurrido por los soldados que habían huido hacia Aranjuez.
La noticia se propagó rápidamente por todas las calles de Chinchón y nadie quería creer lo que escuchaba. Varios testigos corroboraron la noticia y cuando el sol se escondió por el horizonte y las sombras se apoderaron del pueblo, todo quedó en un siniestro silencio que no auguraba nada bueno para los habitantes de Chinchón. La noticia también llegó a la casa de los Castillo. Juanita se atrevió a coger la mano de su enamorado y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo como presagio de que algo grave iba a suceder. Aquella noche nadie salió de sus casas y con la huida de los soldados franceses se escapó también el espíritu navideño.
Mientras tanto, los soldados franceses que habían logrado escapar, después de correr campo a través algo más de dos leguas y comprobar que nadie los seguía, ralentizaron sus pasos pero prosiguieron su camino hacia Aranjuez, que era su destino inicial. Serían cerca de las diez de la noche cuando llegaron al cuartel, doloridos, ensangrentados y ateridos de frío. A duras penas podían dar noticia de lo ocurrido y sus explicaciones eran confusas para el jefe del acuartelamiento. Ordenó que fuesen atendidos los cuatro soldados heridos, redactó un detallado informe para el Mariscal Víctor y mandó formar un pequeño batallón a caballo para hacer llegar la noticia hasta el Cuartel General de Arganda, lo antes posible. Uno de los soldados que habían llegado heridos se ofreció voluntario para acompañar al batallón y poder narrar los hechos al propio Mariscal si lo estimaba necesario. Al mediodía del día 27 de diciembre el Mariscal Víctor escuchaba atónito la narración del soldado que había logrado salvarse de la matanza de la plaza de Chinchón.
III
Esa misma mañana había salido de Chinchón un carta firmada por el señor cura y el señor alcalde, con destino al Mariscal, escrita en castellano porque no hubo tiempo de buscar un traductor. Las autoridades acordaron aconsejar a todos los habitantes del pueblo que debían abandonar sus casas y refugiarse en otras localidades para evitar la previsible furia de los franceses. Los lugares más idóneos pensaron que eran los pequeños pueblos de Valdelaguna y Pozuelo de Tajo, ya que Colmenar de Oreja también podía ser represaliado por la participación en el hecho de algunos de sus vecinos.
El Duque de Bellune, que por su comportamiento en la Batalla de Friedland había recibido el bastón de mariscal de Francia, tuvo que aceptar, muy a su pesar, el traslado a España, dejando el gobierno de Berlín. Por este motivo odiaba a los españoles, a los que consideraba zafios, maleducados e insoportablemente altaneros. Los hechos que acababa de escuchar del joven soldado le enfurecieron y le hicieron perder la tradicional compostura de su noble linaje. Mandó llamar a todos los capitanes y dio las órdenes oportunas para llevar a cabo una acción de castigo que sirviese de escarmiento de una vez para siempre a cualquiera que osase levantarse contra su autoridad.
En cumplimiento del artículo 5º del Bando del 2 de mayo, dio orden de marchar contra Chinchón para tomar venganza de la ofensa inferida a las armas francesas. Un ordenanza entró en la sala donde se celebraba la reunión para entregarle una misiva que iba dirigida a su nombre. Firmaba la carta un tal José Robles que decía ser el cura párroco de la Villa de Chinchón. No la quiso leer, se limitó a estrujarla entre sus dedos y musitó algo como:
- ¡Estos españoles! Lo mínimo que se les podía haber ocurrido es buscar un intérprete para escribirlo en francés.
Y tiró la carta a una papelera que estaba debajo de su mesa de trabajo. Ahí se terminaban las pocas opciones que Chinchón tenía para librarse del castigo.
La operación se planteó como una acción de campaña en la que un ejército enemigo esperase al acecho para hacerles frente. Saldrían dos destacamentos, uno desde Arganda y otro desde Aranjuez, que se unirían a la entrada del pueblo para realizar una maniobra envolvente y lograr el cerco total. En la operación participaría un batallón de caballería, una compañía de infantería y otra de artillería formada por diez piezas de a dieciséis y veinticuatro. También participaría la brigada polaca al mando directo del Mariscal. Un contingente total de más de mil quinientos soldados.
Desde que el ejército francés había reconquistado Madrid, la vida de la tropa era demasiado tranquila, pues a excepción de algunas pequeñas escaramuzas, su rutina se reducía a pequeñas maniobras, limpieza de armamento y poco más. En el fondo todos echaban de menos algo de acción, que además de entretenerles les diese opción a conseguir algún botín con que incrementar su menguada paga de soldado.
Cuando llegó, de vuelta a Chinchón, el alguacil que había sido el encargado de llevar la carta para el Mariscal Víctor, corroboró los temores de las autoridades y les contó cómo había sido testigo de los preparativos de guerra que se estaban ultimando en Arganda y cómo habían salido un correo a caballo con destino a Aranjuez con órdenes para preparar una operación de castigo. Tuvo que reconocer que le había informado el ordenanza militar que el Mariscal Víctor no había querido leer la carta y se había limitado a tirarla a la papelera.
El frío seguía siendo intenso, el sol se empezaba a ocultar tras los cerros de las "Cabezas" y en muchas casas de Chinchón se empezaban a hacer los preparativos para salir de huida con lo más imprescindible. La mayoría había decidido obedecer las órdenes de las autoridades y dejar el pueblo hasta ver lo que ocurría. Algunos, en cambio, decidieron permanecer en sus casas, dispuestos a defenderlas si fuese necesario.
Otros, como en la casa de los Castillo, pensaron que las mujeres y los niños debían marcharse a los pueblos vecinos y los hombres permanecerían en casa mientras fuese posible. En unas alforjas pusieron provisiones para ocho o diez días; chorizos, morcillas, un buen trozo de jamón y tocino; patatas, cebollas y ajos; dulce de membrillo recién hecho, judías, garbanzos, lentejas y el pan que aún quedaba de la última cochura. En un hatillo pusieron las ropas de la madre y las tres hermanas, que serían las que, a la mañana siguiente saldrían hacia Valdelaguna a casa de una prima lejana de la abuela. En la faltriquera guardaron los cuarenta reales que era el ahorro de la familia y se fueron a dormir porque la salida sería de madrugada.
Juanita dormía en el mismo cuarto que sus hermanas mayores y sabía que era difícil poder escaparse para ver a su Armando. En el revuelo de la noche sólo había podido susurrarle que la esperase en las cuadras. Ninguna de las tres jóvenes podía dormir y la más pequeña se consumía viendo que le iba a ser imposible salir sin ser vista.
Armando se había ofrecido voluntario para aviar esa noche el ganado, pero por más que pausó las tareas, después de poner la paja y la cebada a las caballerías, llenar el tinillo del agua, hacer el pienso al cerdo, incluso de limpiar la basura de la cuadra, no había ni rastro de Juanita por ningún lado. Fue Antonio el que se acercó a las cuadras por la tardanza de su amigo.
- No te preocupes, estoy recogiendo un poco la basura, Ya no tardo, tú vete acostando...
La niña no resistió más. Se levantó resuelta y cogió la toquilla de lana que tenía a los pies de la cama.
- ¿Qué pasa, Juanita?
- No, nada, que tengo que ir al corral.
- Con el frío que hace, ten cuidado que vas a coger una pulmonía...
No encendió ninguna luz.
Ni la luna lucía esa noche. Sólo el pálido resplandor de las estrellas que también parecían tiritar de frío.
Allí estaba él, a la puerta de las cuadras. Corrió a sus brazos y sus cuerpos se unieron palpitantes con la certeza de que esa era la primera y la última vez que iban a sentir su calor. También sus bocas se buscaron hasta saborear el salado de sus lágrimas que fluían copiosas de sus ojos que poco a poco se iban acostumbrando a la oscuridad. Se refugiaron en el calor de la cuadra, junto a los animales y se dejaron caer en la pajera. Los hados se debieron aliar con ellos, porque todos los de la casa se habían dormido, sin duda que agotados por los terribles acontecimientos que se estaban viviendo esos días.
Ellos, olvidados del tiempo, vivieron la única oportunidad que les iba a brindar el destino para conocer de verdad el amor. Ella se ofrecía virgen a su amado, consciente de que jamás otras manos vigorosas volverían a acariciar sus pechos y todo su cuerpo se estremeció al sentir la fogosa virilidad de su amante. Sus gemidos mezcla de dolor y placer se perdieron entre los resoplidos de las caballerías, ajenas al amor desesperado de los dos jóvenes. Sus cuerpos reclamaban más tiempo, sus corazones pedían la eternidad, pero la razón les decía que debían volver a sus cuartos. Se despidieron con el beso que mañana ya no se darían y sus manos se fueron separando hasta que de sus dedos se deslizó una leve caricia.
Ella se acurrucó en la cama, sus hermanas dormían profundamente y no les despertó ni el tumultuoso palpitar de su corazón. Durante mucho tiempo sintió el río de lágrimas que recorría sus mejillas hasta desembocar en el mar de su almohada. Poco después el sopor, el cansancio y la emoción vivida se fueron convirtiendo en sueño y se quedó plácidamente dormida.
(Continuará...