Sempronio, de joven fue un poco calavera. Ya de niño había sido revoltoso y cuando llegó a la madurez, podríamos decir, siendo un tanto benévolos, que no fue buena persona. Hablando claro, que fue un tanto cabroncete durante toda su vida.
Siempre fue amigo de lo ajeno, incluyendo a las mujeres, y no tuvo demasiados escrúpulos ni en los negocios ni en las amistades y además pudo mantener milagrosamente una fama que, desde luego, distaba mucho de sus merecimientos.
Bien es verdad que se casó con una santa, que no se merecía, y tuvo la suerte de que sus dos hijos salieron a la madre.
Y así fueron pasando los años y el bueno de Sempronio se fue haciendo mayor.
Había conseguido una buena situación económica y social y poco a poco fue perdiendo sus malos instintos y sus antiguas pasiones. Él, que nunca había sido muy religioso (vamos que no había pisado nunca por la iglesia, como no fuera para bodas, bautizos, comuniones y algún que otro entierro), con el paso del tiempo empezó a acompañar a su mujer a la misa de los domingos y hasta un día se decidió a acercarse al confesionario y contar sus andanzas al cura, aunque procurando pasar por alto las cuestiones que le parecían más escabrosas.
El cura se alegró mucho, porque ya se sabe que en el cielo se ponen más contentos por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse. Y desde ese día Sempronio fue un ferviente miembro de la grey parroquial.
La verdad es que ya, a sus años, las tentaciones de la carne habían perdido pujanza; la gula, que en tiempos era su perdición, estaba atemperada por una úlcera de duodeno que apenas le dejaba tomar pescados hervidos y poco más. Hacía tiempo que su santa mujer le había convencido de que no merecía la pena afanarse en tener más si no podían gastarlo... y también había dejado de pensar en otras mujeres porque ya ni a la suya podía atender... así que después de aquella primera confesión, ya podía ir a ver al cura más a menudo, porque no tenía ningún pecado de que confesarse.
Claro está que tenía propósito de la enmienda, porque no pensaba que ya pudiera volver a las andadas; pero lo del dolor de corazón era otro cantar, porque siempre solía decir aquello de “que me quiten lo bailao” y ¡lo bien que se lo pasaba él recordando todas sus fechorías de cuando era más joven!
Sempronio se hizo mayor y ahora todos dicen que es un buen hombre.