Un artículo de Juan Carlos Escudier el 11/02/2019 en Público.
Ahora que tanto se habla de los excesos del periodismo, convendría quizás detenerse en cuáles han de ser los límites de los periodistas o de los que aparentan serlo. Viene esto a cuento de la actuación como prima donas de tres supuestos profesionales de la información en la patriótica concentración de este domingo a favor de la unidad de España y de la convocatoria de elecciones y de su lectura de un manifiesto en nombre de sus convocantes, esto es PP, Ciudadanos y Vox.
Los periodistas son personas, personas humanas incluso y, en ocasiones, hasta divinas, aunque esta última categoría sólo esté al alcance de unos pocos apóstoles de la información que se distinguen del resto porque su libertad de expresión les ha hecho ricos y, periódicamente, sufren algún tipo de conspiración judeo-masónica de los Gobiernos, a resultas de las cuales son apartados del timón de unos medios que creían suyos aunque no lo fueran y pueden presumir de su martirio. Estos suplicios con muy crueles porque les permiten incrementar su patrimonio gracias a indemnizaciones millonarias con las que emprender más aventuras y exponerse a nuevas conspiraciones, y así hasta una jubilación que nunca llega porque los apóstoles del periodismo mueren forrados y con las botas puestas.
Pero no nos desviemos del tema. Como personas humanas, los periodistas tienen derecho a la militancia política y a defender libremente sus opiniones, que a lo largo de su trayectoria pueden ser cambiantes en función del propio convencimiento o, en la mayoría de los casos, de lo lucrativo que pueda resultarles el cambio de criterio, algo que viene muy determinado por el mercado de las tertulias, que es tan especulativo como la Bolsa. En general, suele cotizar al alza el fanatismo, preferentemente vocinglero, por eso de que marida divinamente con el share.
Hasta ahí todo normal o casi. Lo que no lo es tanto es que quienes se definen como periodistas traspasen esa tenue frontera que separa la ideología propia del activismo más descarado. Para entendernos, sería admisible el aplauso más cerrado a la galopada de Santiago Abascal a lomos de Babieca en pos de la Reconquista de las herejes tierras de España, pero muy censurable que se pillara al presunto informador conduciendo al caballo al abrevadero como su mozo de cuadra. Es decir, una cosa es ser espectador, entusiasta si quiere, y otra muy distinta convertirse en actor, cómplice o criado.
En línea con la broma en la que se ha convertido la profesión, los códigos deontológicos no abordan directamente el asunto, aunque suelen advertir -como hace el de la FAPE- de que el primer compromiso de los periodistas es respetar la verdad, así como aceptar la presunción de inocencia, aunque se trate de traidores, felones y presidentes ilegítimos. De igual manera, se previene contra la tentación de simultanear el ejercicio de la profesión con la publicidad o con actividades institucionales o privadas que pongan en solfa las normas deontológicas.
Pues bien, como no habrá asociación de periodistas que censure a los tres lectores del manifiesto de este domingo porque sus representantes suelen estar ocupadísimos buscando nuevas tertulias en los que derramar su sapiencia y la deontología se la fuma, habrá que concluir que el oficio se reinventa y asume el mamporrerismo como animal de compañía.
María Claver, una de las pioneras de esta nueva vertiente profesional junto a Carlos Cuesta y Albert Castrillón, consideraba una “experiencia profesional inigualable” y un privilegio su “mediación entre la sociedad civil y el Gobierno”. En resumen, los pregoneros de las tres derechas fueron mediadores, intermediarios y, por qué no decirlo, relatores del conflicto. Hay que reírse por no llorar.