JUÁN MIGUEL PÉREZ LÓPEZ, malagueño, Comandante Emérito de la Gurdia Civil, tiene ya una trayectoria en los certámenes literarios, pues en el concurso de relato corto “La Guardia Civil, 170 años en 170 palabras” fue galardonado con el segundo premio por su trabajo titulado “Nace porque el camino es azaroso y el campo incultivado”.
DOÑA PEPITA
Trabajo en la planta
baja de un edificio de amplios ventanales. Desde la mesa de mi despacho, veo y
escucho el ajetreo de la ciudad: palabras sueltas de los viandantes, el ruido
de los vehículos, el ladrido del perro de un vecino, la bocina del conductor
impaciente y a los gorriones confiados que se posan en el
alfeizar, mueven sus cabecillas mecánicamente y saltan al suelo en busca de
comida. Todo esto me resulta por rutinario, indiferente, y casi nada de ello atrae mi atención.
Pero no, no todo me
resulta indiferente. A la una de la tarde de cada día, mi reloj biológico me
alerta y por unos momentos me alejo del trabajo que estoy realizando. Percibo entonces, el familiar ruido que
provoca un bastón al golpear el suelo con una cadencia lenta y amortiguada.
Instintivamente levanto la cabeza y al momento aparece una figura delgada y
frágil. Su pelo, desteñido por las cenizas de los años, está recogido en un
moño que sujeta una peineta de concha. Luce
pendientes de aguamarina que chocan con su cara blanca, surcada por las arrugas de muchos otoños y
demasiadas lágrimas. Sin embargo conserva un coqueto toque de suave carmín en
sus labios. Viste con ropa de mercadillo, pero la luce con retazos del porte y
elegancia que evocan la época anterior a su derrumbe económico y la pena
familiar que le dejaron como herencia: pobreza y soledad.
Curioso, un día decido seguirla. La alcanzo detenida frente
al semáforo esperando su cambio. Baja con dificultad el escalón de la acera y
atraviesa la calle cruzándose con otros peatones que le ceden el paso
consideradamente. Aunque la acera es ancha, anda pegada a la pared buscando
seguridad. A cada trecho, se detiene como si se tomara un respiro, se vuelve
lenta e insegura y mira hacia atrás sin ver, entorna los ojos y mueve la cabeza
negativamente; tal vez busca entre la gente al hijo que la droga le arrebató o
al marido que fue incapaz de soportar su ausencia.
Camino casi a su altura y el golpeteo de su bastón sigue
marcando el ritmo de su paso cansado y viejo.
Se detiene ante una puerta ancha de cristal traslúcido. A la
altura de la vista, en la parte derecha hay un placa rotulada donde leo:
CÁRITAS y debajo COMEDOR SOCIAL.
Entra con la
confianza que da la costumbre, cuelga su abrigo de paño negro en una de las perchas del recibidor y se dirige hacia el
comedor. Huele a comida. Se percibe un murmullo apagado. Al abrir la puerta se
encuentra con Sagrario, una de las voluntarias,
mujer gruesa y afable, que la saluda con afecto. Su delantal, de blanco
impoluto, es un reflejo de su bondad.
-Doña Pepita, buenas tardes!- ¿Cómo la ha tratado su reuma
esta noche?, le pregunta Sagrario. Sus palabras rezuman afecto y delicadeza.
Doña Pepita la mira con igual afecto y le contesta con sonrisa. – Esta noche no
he dormido bien, el frio no es bueno para lo mío. Prefiero el verano.- -Siéntese –continua la voluntaria - que ahora
mismo le sirvo-.
Recorre el pasillo que forman las mesas saludando con ligeros
movimientos de cabeza y se acomoda al final, junto a la ventana. Apoya el bastón
sobre la pared y deja su bolso en el suelo, junto a sus pies. Es su sitio, allí
se sienta siempre. Le gusta porque ve el patio del Colegio y contempla la
alborotada chiquillería que salta, corre, se tira por el tobogán y se ensucia.
Evoca su infancia, su colegio con patio de tierra y sin toboganes, con babi de
rayas y alpargatas. De Dios haberlo querido, su soledad habría sido borrada por
las risas de uno de aquellos nietos.
Siempre comparte la mesa con doña Adelina, que como ella es
octogenaria y viuda. La que llega primero espera a la otra para empezar a
comer; se conocen desde hace unos años y evidencian sintonía, empatía como se
llama ahora. Además, comparten una misma afición, la zarzuela, por lo que sus conversaciones en muchas ocasiones, giran
en torno a este género musical. A Doña
Pepita le arrebata el casticismo del Maestro Chueca, con su: Agua, azucarillos
y aguardiente, La alegría de la huerta, Gran Vía… cuya letra, a pesar de sus
años, recuerda con sorprendente exactitud. Doña Adelina, cuando oye “El barbero
de Sevilla” se llena de entusiasmo y la
nostalgia le embarga, no en vano la oyó cuando pisó por primera vez un teatro en compañía de quien luego sería su
marido, barbero de profesión, como
se llamaba entonces a los peluqueros.
Sagrario, sonriente,
deja sobre la mesa dos platos de duralex con la humeante sopa que despierta su
apetito. Con parsimonia, Doña Pepita,
despliega la servilleta de papel y
se la cuelga del cuello como un babero. Se arrima cuanto le es posible a
la mesa para evitar mancharse, sin embargo, las gotas caen de la cuchara debido
al incontrolado temblor de su mano. Durante la comida, que es pausada,
conversan animadamente; en estas fechas con la llegada del frío es recurrente
el tema de sus achaques: el reuma, la artritis, la tensión…y también, cómo no,
sobre algunos cotilleos de la tele.
Al acabar, Doña Pepita, se limpia cuidadosamente la boca con
la servilleta de papel, saca la barra de carmín
y se retoca los labios. Recoge su bolso, se levanta con dificultad
apoyándose en la mesa y toma su bastón. –Hasta mañana si Dios quiere - se despide de Doña Adelina.
La calle la recibe con un aire que empieza a ser frío para su
edad. La llovizna que cae le da al suelo un brillo de espejo viejo, casi
reflejo de ella. Su paso ahora es más lento y parece más cansado que a la
venida.
Al final de la calle tuerce a la derecha y se detiene en el
quinto portal. Buscando las llaves, revuelve el contenido de su bolso. Abre la pesada cancela y sube al ascensor. Trata
de abrir la puerta de su casa con imprecisión, el temblor de su mano no le deja
introducir la llave. Tras varios intentos, logra atinar.
Al abrir la puerta le espera la soledad y “Conde”, como llama a su gato; él se roza
contra sus piernas con el rabo levantado y
ronroneando como muestra de bienvenida y contento. Doña Pepita se
desviste, se pone la bata y las zapatillas y se sienta en la butaca. La ventana
le deja ver el paso de las nubes plomizas cargadas de llanto. Enciende la
televisión. “Conde” salta y se coloca en su regazo. Son las tres y es la hora
de las noticias. A los cinco minutos su gato y ella duermen. La soledad se
aleja por un rato, quizá empujada por una ensoñación que hace años era
realidad.
Desde aquel día, salgo a la puerta y la espero en la calle
donde conversamos unos minutos. Ha surgido una
amistad que me produce ternura y la saludo con un beso que ella agradece
complacida. -Gracias, me dice cuando se aleja,
eres muy amable-.
Temo el día que el
golpeteo de su bastón, solo lo escuchen su hijo y su marido. Pero me compensará
saber, que su soledad, habrá terminado para siempre.