Nacido en Oviedo, Luciano Montero es doctor en Psicología y titulado en Psicología Clínica por la Universidad Complutense de Madrid, así como titulado en Periodismo. Su tesis doctoral versó sobre la motivación escolar. Desarrolla su actividad profesional en el campo de la educación especial. Desde 1987 es asesor psicológico y colaborador fijo de la revista Ser Padres Hoy, donde escribe acerca de los más diversos temas relacionados con la familia y la educación. Ha impartido cursos de formación a padres y profesores.
El Pasado día 18 de junio fue premiado con un accesit en el Certamen de relatos patrocinado por la Caixa y RNE, por su relato "Huesos de Santo" Le vemos recogiendo ese premio en el Caixa Forum de Zaragoza de manos del Director de Radio Nacional de España.
"HUESOS DE SANTO"
Papá era un
santo.
Lo de siempre,
dirán ustedes. Sí, ya sé que es muy frecuente decir eso cuando se habla de un
difunto. Cuando las personas, sobre todo si son muy queridas y cercanas, ya no
están en este mundo para darnos la lata, somos propicios a llenarlas de
virtudes. A fin de cuentas ya no van a incordiarnos más con sus defectos, así
que ¿qué nos cuesta quedar bien? Además hablar mal de un muerto, y más si se
trata de un familiar, parece que da mal fario. Es como si temiésemos que se nos
pudiese aparecer cualquier noche a pedirnos explicaciones.
Pero hechas
estas salvedades, sigo afirmando que de verdad mi padre era lo más parecido a
un santo. Era un ser bondadoso y apacible hasta decir basta. Además - y
guárdenme ustedes el secreto, porque esto nunca se lo he dicho a nadie- en el
fondo estoy convencido de que yo era su hijo preferido. Esa íntima convicción
me llenaba de orgullo. Tanto era así que siempre he estado dispuesto a hacer lo
que fuera por cumplir cualquier deseo suyo.
Lo que sí
había que reconocerle a papá es que a veces era un poco extravagante. Le
gustaba decir cosas chocantes, y uno siempre se quedaba con la duda de si las
sentía de verdad o si simplemente las soltaba para ver el efecto que causaban
en los demás. Porque otra cosa que había que reconocerle a papá es que era un
poco socarrón.
Una de sus
extravagancias me llamaba particularmente la atención. Se trata de que en más
de una ocasión le oí decir lo siguiente:
“Me gustaría
perdurar en mis descendientes, pero no sólo en sus recuerdos y en sus genes,
también en sus estómagos. Cuando muera me gustaría ser devorado en una fiesta
familiar. No puedo imaginar nada más tierno y entrañable”.
Cuando decía
eso yo le miraba atentamente, espiando cualquier guiño, cualquier gesto de broma,
de complicidad. Pero parecía decirlo muy serio y hasta se le veía conmovido.
Con papá algunas veces no sabías a qué
atenerte.
Aquí conviene
aclarar que mi progenitor era el patriarca de una dinastía de cocineros. Aunque esto no alcance
a explicar del todo su peculiar idea de la inmortalidad, quizás pueda ayudar
a comprender un poco tales fantasías, un
tanto canibalescas,.
El caso es que
ni siquiera los santos, ni tampoco los que se les parecen, duran eternamente,
al menos en esta vida, y papá no iba a ser una excepción. Se murió poco antes
del Día de Difuntos, consumido el pobre por el vicio del tabaco, que era su
único defecto. Mis hermanos y hermanas, cocineros todos –éramos una familia
bastante numerosa- llegaron para los funerales desde diversos puntos del país,
algunos incluso del extranjero.
Todos lloramos
a papá pero fui yo quien me empeñé en
ser el depositario de sus cenizas. Nadie se extrañó ni me discutió ese
privilegio. A fin de cuentas todos sabían que yo era su ojo derecho, y además
era yo quien había permanecido a su lado y le había cuidado hasta el final.
Después de la
incineración y consumadas las exequias nos reunimos en una comida familiar. En
realidad fue más bien un banquete porque, para una vez
que nos juntábamos todos desde hacía varios años, la ocasión lo merecía, y a
papá seguro que le habría parecido bien. Como todos éramos expertos en cocina,
cada quien aportó su grano de arena para mayor lucimiento de aquel agasajo culinario
a la memoria del difunto.
Ya he aclarado
que todos los hermanos éramos cocineros, pero olvidé decir que mi especialidad
es la repostería. Les brindo la receta, es un secreto:
“Se hacen los
cilindros de mazapán y se glasean. Luego se introduce la crema a base de canela
y cenizas del difunto”.
Los nietos
fueron desde luego quienes más los disfrutaron. Mi mujer dijo: “Este año te han
salido deliciosos, con ese toque de
tabaco y canela. Qué sofisticado eres”.
Saqué la cabeza
por la ventana y miré al cielo. Papá me sonreía allá en lo alto.