Andrés Morales Rotger es uno de los quince finalistas del IV Concurso de Relatos para mayores organizado por la Fundación Caixa y Radio Nacional de españa. Tiene un amplio recorrido literario. Ha ganado diversos galardones, como el primer premio del XXXVII Concurso Internacional de Cuentos de Guardo, con su relato “Alma de pájaro”; el primer premio de literatura en prosa AEFLA 2009 con el relato titulado "Gemma no está"; el segundo premio de la sexta edición del Concurso de Relatos Breves organizado por la Concejalía de la Mujer del Ayuntamiento de Aranda de Duero, con el relato titulado “Vidrios rotos”, entre otros.
Él nos deja su pequeña reseña biográfica: “Nazco en Badalona, una ciudad costera en pleno cinturón industrial. Me licencio en Farmacia y posteriormente curso la diplomatura de Óptica y de Administración de Empresa. Y así pasaba el tiempo, entre Farmacopeas y aridísimos tratados hasta que un buen día descubrí que existe otra literatura más allá del discurso científico y me puse a leer toda la prosa de ficción que caía en mis manos. Tanto que con el tiempo me transformé en un letraherido. Un hombre cuyas heridas no sanarán ya nunca y que precisa de las letras para aplacar esa dependencia de las palabras que lleva dentro”.
Le conocí en la entrega de premios en Caixa Forum y, con su autorización, os dejo el relato que fue seleccionado como finalista, que tituló:
VIDA SECRETA DE UNA GOTA DE AGUA
Una ráfaga de aire helado se mete en el boquete de una nube y arranca una gota. Enseguida dos. Luego tres y hasta cuatro y cinco gotas más. Aquí, en el jardín de los manzanos, con la lluvia siempre sucede igual: cae la primera gota y arrastra consigo una fina llovizna de cristal. Transparente, temblorosa, baja la gota ovillada en sí misma, un tanto encogida para protegerse de los trozos de sol que se escurren entre nubes. Fría de miedo recorre el trayecto desde los desgarrones celestes hasta una mejilla de mujer que camina entre flores de manzano. Un trayecto tan largo como el tiempo que emplea la mujer del camino en alzar la cara al cielo y decir llueve, creo que empieza a llover.
—Creo que empieza a llover —la gota resbala sobre la piel y se detiene en el extremo del labio. Labios gruesos como brotes abiertos a un sol rayado de polen. Nunca había sentido la gota el vértigo de avanzar sobre el calor de una piel tan dulce.
—Me da vértigo acariciar tu piel —frente al olor a tierra de su pelo hay un hombre de perfil duro, ojos pensativos y barba descuidada, cuyo blazer con botones de ancla desentona con el fondo del paisaje. Un hombre que se pega a sus brotes recién abiertos y le aparta mechones brillantes como hojas mojadas—; pero soy un coleccionista de mimos.
Él le roza la boca y ella separa los labios lo justo para dejarle claro que no, por favor, no quiero; el tiempo suficiente para que la gota de lluvia se cuele por la puerta falsa de un beso forzado. Una entrada íntima que conduce al bosque de papilas donde se mezclan la yerbabuena, el tomillo, el hinojo y la cólera de la muchacha entre manzanos, con las falsas promesas, la saliva y el sabor espeso del hombre del blazer azul. Labio contra labio, lengua contra lengua.
—Es nuestro último beso. —Delante de ella, el gesto de lobo guapo del Blazer y las manos resueltas de la muchacha que lo aparta de en medio, que le aparta la cara, que le aparta los labios, que lo aparta de sí y ojalá supiese cómo apartarlo de mi memoria que ya estoy cansada de sus gestos programados y de oírle las mismas palabras enredadas en la boca. Un día de esos me lo quito de encima y le digo la próxima vez no te enamores tanto. Búscate otra mujer en tu pequeño mundo. Ya basta.
—Eres única en el mundo —él, con cara de estar a punto de darle un beso.
—Ya basta —ella, con la cara oculta entre los brazos.
Pero no fue el último beso. Ni siquiera el penúltimo ni el antepenúltimo. Pues un día en que el verano era un sol todavía verde en las ramas, la gota de lluvia vio aparecer un blazer azul por el camino entre manzanos. Fue la gota quien primero distinguiría sus andares de lobo guapo al fondo del paisaje, aproximándose despacio, desde lejos, mucho antes de que la muchacha reparara en él. Porque desde que entrara en su cavidad bucal, la gota se había instalado a vivir entre lágrimas de mujer, como una lágrima más. La gota que se coló por la puerta secreta de un beso, había escapado del laberinto de papilas gustativas para, sin excesivas dificultades, escalar hasta las glándulas lacri-males, transmutarse en lágrima, y sumergirse en el lago ocular desde donde contempla, día con día, cómo es de bella la muchacha cuando se refleja en el espejo y cuán duro es el perfil del hombre que la espera, el hombro recostado contra el tronco de un manzano.
—No he podido acudir antes —el Blazer, enfrentándose a todo el azul de su mirada azul y a una gota de agua travestida en lágrima que parece desafiarle.
—Da igual —da igual que le desabroche un botón, que la bese en el hombro, que no tenga valor para separarse de una mujer a quien ya no ama, que le bese la desnudez de los pechos; le da igual. Da igual que seas un mentiroso, que yo no reúna valor para echarte de mi vida, que rebusques a ciegas entre los botones de mi vestido, que beses la serpiente que me han tatuado bajo el ombligo, que tires lentamente de mis bragas, que no te vengas a vivir conmigo, que pruebes cada uno de los pliegues de mi piel, que avientes mis ropas por el suelo; me da igual. Me traen sin cuidado todas tus promesas y el asco mágico que me provocan. Sí, porque en el fondo aborrezco y anhelo desnudarme a tu lado y tenderme sobre la tierra negra del camino y ponerme a contar besos y vete de una vez a la mierda, te enteras, vete a la mierda de una puta vez.
—¿Qué te pasa? —el coleccionistas de mimos, achina pensativo los ojos y echa los hombros hacia atrás, para tomar distancia, eludir la pregunta y apreciar la luz de la mañana que baja por la mejilla de la mujer.
—No, nada —la muchacha del camino cuenta hasta cien besos. Los registra con sumo cui-dado para que no se le descuente ninguno. Besos que no acaban nunca. Cien besos de amantes des-esperados. Él me entiende, yo me entiendo—. Eres lo peor que me ha pasado nunca.
—No te comprendo. —La sonrisa mal disimulada del blazer azul, frente a una mujer sin ropa, todavía más guapa, con una gota de lluvia transformada en lágrima lenta y espesa a punto de escurrirse, y una serpiente tatuada reptando hacia su ombligo. Mujer desnuda entre manzanos.
—¿Vendrás a buscarme? —ella. Con la luz de la tarde en los ojos, en pie sobre la tierra negra y el silencio del viento; y él alejándose por un camino viejo con surcos de carros. Mientras, una gota desaparece en el suelo.
Para el día en que estallaron los primeros aromas de otoño, la gota que quiso ser lluvia y acabara en lágrima había recorrido ya el universo subterráneo de la tierra oscura, se había unido en matrimonio a la savia del frutal y se propagaba por el enredo de ramas y hojas y aire dormido, hasta penetrar en la luz roja y verde de alguna manzana esperiega.
—Mira —la serpiente tatuada bajo la tentación circular de un ombligo alza el brazo y acaricia el fruto del manzano. Un pinzón se esponja en el extremo de un tallo, ajeno a la maniobra de la muchacha. Es una manzana que recuerda mi mundo—. Toma, cógela.
—¿Qué pretendes? —el coleccionista de mimos, con un chispazo de alerta en los ojos y la expresión congelada. Respira con preocupación.
—La manzana. Te va a encantar. —Y la muchacha del camino ofreciéndole la redonda ino-cencia de una manzana, en un intento desesperado por demostrarle que el fruto no está envenenado, que la mayor acumulación de venenos se halla en los amores muertos y a ver cómo le dice ella ahora que poco o nada puede hacer frente la presencia permanente del fantasma de otra mujer; de los fantasmas de sus propias contradicciones y dilemas. Que, a la larga, el amor cansa demasiado. Cómo le digo que no puedo reprimir más mis ganas, que quiero que aquello que pasó vuelva a pasar, y que voy a ser yo quien ya mismo lo tienda en el suelo y se lo folle encima de ese blazer azul marino, con todo y sus botones de ancla—. Ten, pruébala. Manzanas esperiegas, las más tardías.
—¿Yo? —Reticente. Sacude la cabeza, retrocede un paso. Rechaza la tentación con un afec-tuoso gesto. Un pájaro sin nombre remonta el vuelo—. No, no me apetece; gracias.
—¡Tonto, mira! —riendo, ella. Acercando la fruta pecaminosa a la luminosidad blanca de su risa. Y enseguida el crujido al arrancar de cuajo la perfección del primer bocado. El sonido de los dientes en una manzana cuyo mesocarpio esconde una gota de lluvia—. Prueba mi mundo, venga —la muchacha cierra los ojos mientras la gota que quiso ser lluvia, que quiso ser lágrima, que quiso ser pulpa, se mezcla con la yerbabuena, el tomillo, el hinojo y la ácida dulzura de la manzana que ya comienzan a teñir las papilas de la muchacha del camino.
Al cabo de un momento de vacilación, el hombre busca ese otro lado sin huellas de la primera mordida. Sube a sus labios la piel pura de media manzana virgen. Tanto interés de la mujer en que pruebe la endiablada herejía que le ofrece. En que el hombre la pruebe. Si ella quiere, él…
—¡Sí! —la emoción ribeteándole los ojos, ella. Lágrimas ciento por ciento humanas, sin tra-zas de lluvia. La piel roja frente a la mancha roja de unos labios que provocan. La gota distingue ahora la saliva gruesa y el sabor espeso del hombre del blazer azul. El deseo que revienta en la boca de él. La alegría que llena la boca de ella. Y la gota reconoce enseguida el amor que empieza a hervir en la estrecha rendija que dejan los besos.
—Confiesa que has venido a buscarme —al borde de la carcajada o del llanto, ella. Sonrien-do más con los ojos que con la boca. Sollozando más con la voz que con los ojos. Labio contra labio, lengua contra lengua. La gota que quiso ser pulpa, quiere ser lluvia otra vez. Advierte que en medio de las palabras está de más. Que el amor quema y que le será suficiente con permanecer a flor de labios para que ese viento que no sabe de dónde le llega se la lleve consigo—. Has venido a bus-carme; dime que sí.
Una ráfaga de aire quemado se mete en el boquete por donde respira el amor y arrastra la gota. La gota que fuera lágrima y luego pulpa y luego saliva en boca de dos amantes es ahora un diminuto fantasma de vapor. Aquí, con el amor, siempre sucede igual: un hombre y una mujer se besan. Dos mujeres se besan, dos hombres se besan y enseguida la saliva asciende, transparente, temblorosa, transformada en agua, el camino de regreso hacia esas hebras de nubes que ya empiezan a tejer de blanco el cielo del edén de los manzanos.