“La Juve sintió que fue condenada al patíbulo sin pruebas contundentes. Lucas fue tocado, pero aún no hay ‘intensómetros’ que midan el choque”
Un artículo de Jose Sámano en El País.
Nada sería más descabellado y pretencioso que intentar retorcer la razón o sinrazón de los propenalti y antipenalti del Madrid-Juventus. No será este el caso. El fútbol puede ser tan salomónico que esta vez, todos, los de aquí, los de allá y los del medio, tienen su juiciosa carga argumental. O más bien, sobrecarga pasional.
Sostendrán los pros que hubo un contacto de Benatia sobre Lucas que desequilibró al gallego. La oposición apelará a que el roce no fue suficiente. Ocurre que, por más que estemos en la era del preponderante silicio, los futbolistas aún no llevan en su organismo un intensómetro que, en función de su masa corporal, mida la fuerza del choque. Desde luego, sería mucho más útil que el VAR y otras zarandajas. También cabe subrayar que Lucas estaba ante el gol de su eternidad y, por tanto, no iba a simular una muerte transitoria. Sólo él sabrá si vio más clara la opción del desplome que el exponerse ante Buffon o una pifia de órdago.
Desde la bancada de los anti se esgrimirá, como hizo implícitamente Buffon, que el fútbol tiene sus códigos, que hay jugadas y jugadas que los árbitros juzgan con sentido común antes que la puritana aplicación del reglamento. Acciones que no se litigan igual según el minuto en el que se produzcan o su trascendencia para el desenlace del encuentro. Digamos que la Juve siente que fue condenada al patíbulo sin pruebas suficientes y contundentes. Que ante un presunto penalti, la Juve se había ganado con su gesta que ambos contendientes prorrogaran su duelo esgrimista otra media hora. O hasta la ruleta final de las penas máximas. Entonces, recurrirán sus contrarios a que la ley es la ley sin importar el instante del supuesto penalti, los méritos o las justicias poéticas. Y punto final. Tanto unos como otros encontrarán abundante jurisprudencia arbitral para su defensa.
Mientras se agita el gallinero en los dos bandos intervendrán los bisagras en acérrima defensa del sistema de vídeoarbitraje. Olvidan que quizá más que ayudar al árbitro y sus camaradas les hubiera metido en un océano de dudas. Una cosa es juzgar a conciencia y de forma instantánea lo que uno ve en tiempo real, y otra abrir un debate íntimo frente a unas imágenes tan extremadamente interpretables. Con o sin vídeo mediante, la sentencia estaría siempre a criterio de un sanedrín de árbitros, no sometida a un apartado concreto y clarificador del articulado de las ordenanzas.
Rotas las lanzas a favor y en contra, conviene detenerse en el distinto peritaje de los colegiados. Los hay quienes, digamos, juegan el mismo partido, lo metabolizan, y actúan con perspicacia de acuerdo con su discurrir. Son aquellos conscientes de la relevancia del duelo, del pulso cardiaco de unos y otros. Estos abren más o menos la mano y solo intervienen con el mazo cuando sienten que no queda más remedio o que la jugada terminal ha sido de lo más elocuente a sus ojos. Luego están los que se limitan a decretar lo que hay, o creen que hay, o les hacen creer que hay. Y caiga quien caiga.
A este último sector pertenece el joven inglés Michael Oliver, quien, probablemente chivado por un asistente, se cegó con el blanco o el negro sin atender a los grises. Como tampoco supo enjugar el cabreo comprensible de Buffon con una simple amarilla. De paso, ya que no pensaba indultar el penalti, que al menos una eliminatoria tan extraordinaria se hubiese cerrado con un reto en OK Corral entre CR y Buffon. Asustado, Oliver, en su primera gran faena con solo 33 años, lo impidió.
Lástima que de una ida con el póster de una chilena majestuosa se haya pasado a una vuelta cerrada con la imagen cismática de un penalti, penaltito o penalnada. Lo mismo da cómo lo llamen. No se empeñen: todos llevan tanta razón como sinrazón.