ANA BELÉN HIGUERAS DE LA CALLE
Ana Belén Higueras de la Calle nació en Madrid el 15 de diciembre de 1969. Licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, es especialista en violencia de género y defensora de los derechos de las mujeres. Su experiencia profesional se enmarca en el ámbito social.
Ha sido Directora de Servicios Sociales de la Mancomunidad MISECAM (sudeste de Madrid). Actualmente es asesora jurídica en el Ayuntamiento de Pinto, en las áreas de Derechos Sociales y Violencia de Género.
Escribe desde la infancia. En su juventud recibió varios premios literarios de cuentos por parte del Ministerio del Interior y la Universidad Complutense de Madrid, y de poesía, por parte del Ayuntamiento de Madrid. Ha sido alumna del taller de literatura de la Biblioteca de Chinchón impartido por Milagros García Guerrero. Su creación literaria actual se centra en la novela juvenil.
CARTA A LA MADRE DE MI HIJA
Seudónimo: Luna de abril.
Lunes, 15 de abril de 2011
Estimada señora:
Le dirijo esta carta con las manos temblorosas, por lo que, si la misma le resultara ilegible, le pido disculpas. El motivo es solo achacable a mi falta de entereza al enfrentarme a la verdad. Tantas veces he temido que fuera usted la que me dirigiera esta misiva, que desde hace treinta y dos años siento pavor a abrir la correspondencia, y jamás pensé que sería yo misma la que fuera a enviársela.
Me presento: soy María Gómez de las Casas Pavón, madre de su hija, para servirla.
Soy la madre de su hija porque así consta en la partida de nacimiento y porque así lo siento, aun sabiendo que no la parí ni la albergué en mi vientre, ahora maltrecho por la quimioterapia y por los golpes de la vida. Aunque me quede poca y se me vaya a borbotones, me armo de valor para hacerle llegar estas palabras, porque anoche descubrí en sus ojos, señora, aunque fuera a través de la pantalla de televisión, los ojos de mi hija. Esos ojos vacíos de lo que no vieron, pero llenos de la energía que a mí me falta. Y no me falta por la muerte, que ya me llega, sino por la fuerza que nunca tuve y solo ella me dio. La fuerza que, ahora sé, venía de usted, señora mía. La que traía en la mirada el primer día; era tan pequeña..., con su cordón umbilical aún reciente...; la fuerza con la que buscaba mi pecho yermo y amoratado.
Su hija, señora, mi hija, fue el mejor regalo que mi marido pudo comprar para conseguir mi perdón. Él sabía que ya no me valían las rosas. Aquel día yo tenía las maletas hechas, el cuerpo roto, un billete de tren en mi bolso y el alma desangrando. Volvió antes de lo esperado. Yo no quería escucharle, y de rodillas me la ofreció; entonces sus ojitos de recién nacida se cruzaron con los míos y sentí que se curaban todas mis heridas.
Me entregó una niña sana y llena de verdad, y no hice preguntas, mientras que, a usted, mi señora, le entregaban un certificado falso de un legajo de abortos, la gemela más débil, y mil preguntas sin respuesta. Las que yo ahora le contesto en esta carta, porque no confío en que este cáncer me dé tregua para dárselas como debiera: mirándola a los ojos.
Cuando la vi en ese programa, señora, me di cuenta de lo que no pude darle. Aunque todo lo tuvo –la hija de la familia más rica de León–, todo le faltó, todo salvo mi amor.
Señora Carmen, le devuelvo a su hija, una niña sana y fuerte. Usted misma lo dijo:
«Escuché llorar a las dos y se llevaron a la más sana». Tiene todas las vacunas puestas y todas las revisiones hechas. Una niña que jamás enfermó, su única enfermedad era protegerme. Si en la noche escuchaba los golpes, ella, a la mañana, fingía estar malita. No le ponía el termómetro, sino mis labios en su frente y confirmaba en voz alta «Pues esta niña tiene décimas, hoy no se mueve de la cama». Y simulaba que la cuidaba para que me cuidara ella a mí. La llevaba un caldito y cuando él se iba a la notaría, se levantaba y me ayudaba a hacer la comida. Luego jugábamos a las tenderas, hacíamos un bizcocho de yogurt de limón y a la hora de la siesta cantábamos canciones bajito y me hacía cosquillas en mi cuerpo dolorido. Era el único momento en que reíamos a carcajadas. Después, salíamos al patio a jugar a la rayuela hasta que llegaba él y el silencio, siempre mejor que los gritos y mejor que el miedo que yo le tenía, pero ella no.
No se preocupe, señora, porque a ella jamás le puso la mano encima. Cuando mocita, alguna vez le rozó de refilón por ponerse en medio, pero yo sacaba la fuerza que no tenía y me enfrentaba al monstruo. Entonces él se marchaba dando portazo.
Alba vino al mundo con capacidad para ser feliz, para sobrevivir a cualquier embate de la vida, para disfrutar de lo pequeño, para percibir el dolor y transformarlo en aprendizaje, para captar la belleza de las cosas y exprimirla. Creo que por eso estudió Bellas Artes y Psicología. Su hija fue una alumna brillante, es una persona brillante. Se dará cuenta en cuanto la vea.
Jueves, 25 de abril de 2011
Nada deseaba tanto como volver a casa para a acabar de escribirle. Ahora es mi única misión, lo más importante y la única valentía que voy a tener en toda mivida.
He estado ingresada unos días. En la semisedación escuché a la doctora decirle a Alba que debía despedirse de mí porque me quedaban pocas horas. No fue así. Decidí vivir lo suficiente para terminar esta carta. Nunca tuve tanta energía como hoy, porque ahora sé lo que va a ocurrir. Qué mejor para una madre que se va para siempre que dejar a su hija en los brazos de su madre. Ahora no tengo miedo.
Después de escuchar como un eco lejano las palabras de la doctora, entré en sedación profunda. En ese momento no vi la luz al final del túnel, ni se sucedieron imágenes de mi vida, ni salí de mi cuerpo, ni me vi a mí misma tendida en la cama del hospital, no. En realidad, no sé explicar lo que ocurrió, quizá otra dimensión, una premonición, un sueño, un viaje al futuro. Como si fuera una película...:
Vi a Alba nítidamente. Estaba en casa, metiendo su vida en cajas para poder morir un poco, haciendo espacio para renacer. Colocaba todos los tiestos que había en el patio en una furgoneta de alquiler, nada de vida que le perteneciera quería dejar allí; demasiada vida le habíamos robado ya. Embalaba sus cuadros y esculturas con sumo cuidado, sus libros de la universidad, sus cuentos infantiles... Entonces, hizo lo que yo esperaba: hojear el primer tomo de la colección de Antoñita la fantástica, la primera novela que le regalé. Quiso releer la dedicatoria y allí encontró esta carta, dentro de un sobre con dirección, pero sin franquear. Su carta, señora, la que nunca le mandé porque preferí que, en vez de un cartero, se la entregara su propia hija en mano. En ese momento Alba entendió todo, nunca se sintió de los suyos, porque no era de los suyos. Su madre, yo, acaba de morir hacía tres días y ya no era su madre.
Era un domingo de primavera. Partió antes de que saliera el sol, sin despedirse. Arrancó la furgoneta y él la llamó desde la puerta. Ella bajó la ventanilla.
– ¡Y tú! ¿Dónde te crees que vas? –le dijo. Lo miró fríamente.
–A mi casa, con mi familia –Y dejó tras de sí a un notario de León que, aunque era festivo, daba fe de una vida fracasada: la suya.
Llenó el depósito y, sin parar, cruzó Castilla, Madrid y los campos de la Mancha, y cuando pasó Despeñaperros, canturreó una coplilla inventada por nosotras cuando nos abrazábamos. Yo le decía «No sé por qué estás siempre tan caliente y yo tan fría» y ella respondía con guasa «Será porque llevo dentro el calor de Andalucía». Lo decía sin saber que lo llevaba.
Llegó a las dos y media. Era un pueblo todo blanco, pero tan colorido. Aparcó delante de una casita baja. La pequeña entrada y la fachada estaban llenas de macetas con flores. Olía a azahar y a sofrito de paella.
Respiró hondo, llamó al timbre y esperó. La puerta se abrió. Al otro lado del umbral se encontró a sí misma. Se miraron solo a los ojos, era lo único en lo que se diferenciaban, unos brillantes y llenos, otros opacos, vacíos de lo que le quité. Se apretaron las dos manos, sin dejar de mirarse. Lloraron. Y su hermana, sollozando gritó: «Mamá, echa otra medida de arroz, que mi hermana ha venido a....». Miró la furgoneta de alquiler, y añadió «...ha venido a quedarse». Y se abrazaron.
Entonces usted salió con el mandil encima de su ropa de domingo y la espumadera en la mano, y las encontró tan cerca como solo lo habían estado en su vientre. Sin perder su sonrisa, balbuceó: «Ha llegao a mi casa la mitad de mi alma». Las abrazó a las dos, y entonces, por primera vez en su vida, Alba sintió su calor, y supo que ahí estaba la fuente de la que manaba su energía. Y vi cómo se curaban sus heridas. Después, su marido abrió la cancela. Al verlas, se le cayeron los tomates que traía del invernadero para el gazpacho. Miré la cara de ese hombre y supe que mi hija ya no tendría que proteger a nadie y que allí siempre estaría protegida. En su casa, mi señora, supe que solo sería una hija.
Para sorpresa de los presentes, que ya casi me velaban, desperté del coma sonriendo y con los ojos llenos de lágrimas Miré a Alba, la acaricié y le pedí que me llevara a casa. En contra de la opinión médica, me di el alta voluntaria. Sabía que tendría el tiempo justo para terminar lo que empecé.
Ahora que las fuerzas me han permitido contarle su historia, ahora, señora, deseo que llegue el ocaso; sí, quiero morir, para que venga el alba a sus días. Les pido perdón a usted y a su familia, y a mi hija por no hacer preguntas y no buscar respuestas.
Se apaga mi luz. Se enciende, señora, la suya.
María Gómez de las Casas Pavón
Por Ana Belén Higueras de la Calle (Aranjuez, Madrid, España)