En las cámaras del viejo caserón de la "Posada del Arco", en el número cinco de la calle de Morata, había toda clase de utensilios inservibles. La casa tenía la estructura típica de una venta manchega. Las cuadras, los corrales, las trojes, las cámaras y los pajares conformaban las edificaciones alrededor de un patio cuadrado, rodeado por soportales en donde se aparcaban los carros de los arrieros para protegerlos de las lluvias y los hielos del invierno y de los tórridos soles del verano de Chinchón.
Por todo ello, no sería aventurado deducir que este caserón se construyó para este fin, y bien podría haber pasado por aquí don Miguel de Cervantes, camino de Alcalá de Henares, y no hace falta demasiada imaginación para atreverse a ubicar en este patio al "Caballero de la Triste Figura" velando sus armas, a la luz de la luna, junto a las columnas, la noche anterior a ser armado caballero por el ventero.
Durante generaciones, en las cámaras se habían ido acumulando muebles, aperos de labranza, cofres, espejos, sillas... sobre los que se iban depositando el polvo, la humedad y las telas de araña.
Hasta allí, hasta la antigua Posada del Arco, me acerqué para hacer una entrevistga a mi bisabuela. Ella, que siempre fue cariñosa y entrañable con su familia, se alegró mucho de verme, y le encantó que se me hubiese ocurrido hacerle una entrevista para que se conociese su historia.
Me contò que ya, a partir de mediados del Siglo XIX , la posada estaba regentada por la Familia de los Carrasco. Primero fue Manuel Carrasco y su esposa Paula Ruiz, que habían nacido en los años 1837 y 1845 respectivamente, después vendría su hijo Francisco con quien ella se había casado.
- “ Además de atender la posada, Francisco se dedicaba a llevar vino a Madrid. Para ello tenía un carro tirado por tres mulas. El viaje a Madrid duraba unas ocho horas. En verano solían cargar los "pellejos" de vino en el carro por la noche, para salir al alba; de esa forma llegaban a Madrid a primeras horas de la tarde. Repartían la mercancía en las bodegas y tabernas y hacían noche en una fonda de la Cava Baja, en donde era proverbial la limpieza y pulcritud de las camisas y blusas de los mozos de Chinchón.
Al día siguiente cargaban, a primeras horas, las mercancías por encargo; la mayoría de las veces maderas para la construcción, y emprendían el viaje re vuelta. En invierno, el camino se hacía saliendo a media mañana de Chinchón, para hacer noche en una venta que se encontraba a unos catorce kilómetros de la capital, en la carretera de Madrid, en lo que se conocía como el "puente del ladrillo", y salir al día siguiente muy temprano para llegar al Mercado de la Cebada.
Como ya he indicado los recipientes utilizados para transportar el vino eran pellejos de oveja o carnero debidamente curtidos y cosidos, y revestidos interiormente con un pez que les hacían impermeables; respetando la morfología del animal. Podían contener de seis a ocho arrobas de vino, con los que podían pesar más de cien kilos cada uno de ellos.
Estos pellejos eran llenados por los "mediores" que formaban un cuerpo de profesionales cuyo cometido era medir la cantidad de vino que se sacaba de cada bodega para recaudar las tasas correspondientes. Tenían su sede en la Plaza Mayor y utilizaban una especie de uniforme compuesto por pantalones y un chaleco de piel de oveja que les facilitaba la manipulación de los pellejos cuando estaban llenos de vino. El uniforme se completaba con una camisa de rayas sin cuello y unas zapatillas con suela de esparto atadas con gruesas cintas negras y se tocaban con unos sombreros de paja de ala ancha en verano y las típicas boinas en invierno. Utilizaban unos grandes embudos y medidas de cuartilla y media arroba de zinc.
El utilizar estos recipientes para transportar el vino en los carros tenía múltiples ventajas. Al ser flexibles tenían una mejor colocación en el reducido espacio de que disponían. Soportaban bien los pequeños golpes que recibían sin deteriorarse y, sobre todo, una vez vaciados ocupaban muy poco espacio, lo que permitía acarrear otras mercancías a la vuelta”.
- ¿Cómo fue que se tuvo que poner al frente del negocio?
“Cuando tenía 35 años me quedé viuda, y tuve que hacerme cargo de la Posada cuando aquel triste catorce de enero de 1902, mi marido Francisco Carrasco Ruiz moría en camino del Montaral, junto a los Molinos del Camino de Madrid, aplastado por un carro cargado de pellejos de vino.
Tenía cinco hijos; los dos menores, mellizos, de sólo seis meses y el mayor de ocho años. No tuve más remedio que hacerme fuerte para sacar adelante a toda mi familia y el negocio de la posada. Fueron años duros de grandes sacrificios, luchando día a día con los problemas que le planteaba el trabajo diario de la posada, con los tratantes de ganado, los charlatanes de feria, los mieleros de las Alcarria, los traperos, los sacamuelas, los choriceros de Candelario, los feriantes, los afiladores, los anticuarios y ese variopinto retablo de personajes que eran los visitantes asiduos de las posadas... Y además tenía que sacar adelante a mis cinco hijos”.
Hasta que Manuel, Félix, Soledad, Paula y Gregorio fueron creciendo y empezaron a contribuir en los trabajos, con lo que su vida empezó a tornarse más placentera, hasta que empezó a ejercer como abuela... Una mujer acostumbrada a trabajar duro pero muy cariñosa y que gustaba de rodearse de sus nietos para contarles tantas anécdotas como había vivido...
- "Recuerdo que el día que se casó mi hermano Félix en el año 1898 llegó la luz eléctrica a Chinchón."
Así pues, hacía la vista gorda cuando sus nietos se reunían y a escondidas subían a las cámaras, aprovechando los calurosos días de verano, mientras los mayores dormían la siesta, y casi siempre encontraban "fabulosos tesoros" que indefectiblemente, a los pocos días, volvían de nuevo al olvido.
Catalina murió septuagenaria, rodeada de hijos y nietos que siempre la recordaron con un cariño que quisieron trascender a nosotros, sus biznietos.
Hoy yo he querido recordarla y hacer una homenaje sencillo a una mujer de su tiempo, que supo hacerse cargo de un negocio, de sus hijos y sus nietos, demostrando una fuerza y una entereza digna de ser recordada.