Una parte importante del clero, de los obispos y de la Curia romana obstruye las reformas defendidas por el Papa.
Por Juan José Tamayo.
Karl Rahner, el teólogo católico más importante del siglo XX, insatisfecho con el rumbo regresivo de la Iglesia católica tras la celebración del Concilio Vaticano II, escribió en 1972 un libro titulado Cambio estructural en la Iglesia en el que trazaba las líneas maestras por donde debiera discurrir dicho cambio. Rahner defendía una Iglesia desclericalizada, no moralizante, acogedora, de puertas abiertas, con una espiritualidad auténtica sin caer en el espiritualismo, construida desde abajo por medio de comunidades de base, democrática, comprometida socialmente y con un papado cuya función nada tuviera que ver con la del jefe de un régimen totalitario.
¿Puede afirmarse que, durante los tres años de pontificado de Francisco –fue elegido el 13 de marzo de 2013-, se ha producido dicho cambio estructural y hemos pasado de la larga invernada de la que hablaba Rahner a la primavera eclesial?
En la agenda del papa argentino se ha producido, ciertamente, un cambio de prioridades en relación con sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. Las de estos fueron fundamentalmente tres: la ortodoxia, que supuso una sobreactuación de la Congregación para la Doctrina de la Fe y la consiguiente condena de decenas de teólogos y teólogas de todo el mundo; la rigidez e intransigencia en cuestiones morales, que supuso un overbooking de prohibiciones, sanciones y exclusiones; la disciplina eclesiástica bajo la guía del Código de Derecho Canónico.
La prioridades de Francisco van en otra dirección.
De la ortodoxia a la ortopraxis. Al papa actual le ocupan y preocupan los graves problemas de la humanidad y de la naturaleza: injusto modelo económico neoliberal, pobreza estructural, corrupción, marginación social, desempleo, cultura del descarte, inmigrantes, personas refugiadas, discriminación racial, inhumanidad de los sistemas penitenciarios, violencia, desempleo, desprecio hacia las comunidades indígenas, cambio climático, destrucción de los ecosistemas naturales, falta de futuro de la juventud, desprotección de las personas mayores, etc. Son estos los problemas de los que habla en sus viajes, alocuciones públicas, entrevistas y documentos, y los que coinciden con la agenda de los movimientos populares, ecologistas, indígenas, campesinos, con quienes se ha reunido en varias ocasiones.
De la moral sexual a la ética social. Francisco ha sustituido la obsesión de sus predecesores por la moral sexual por la ética social. Más que fijarse en los pecados sexuales lo hace en los pecados sociales y estructurales. Denuncia la economía de la exclusión, la anestesia de la cultura del bienestar, la nueva idolatría del dinero, el individualismo rampante, y defiende una Iglesia de los pobres, de puertas abiertas, de salida hacia las periferias humanas.
De la complacencia eclesiástica a la crítica eclesiástica. En su relación con el clero, los obispos y la Curia, huye del lenguaje diplomático y complaciente. Su discurso hacia ellos es crítico, incluso radical a la hora de poner nombre a los escándalos y graves patologías de la Iglesia y de responsabilizar de ellos a los dirigentes eclesiásticos. Del Código de Derecho Canónico al Evangelio. La autoridad de Francisco no descansa en los poderes omnímodos que le reconoce la Ley Fundamental de la Iglesia y que le concede el Código de Derecho Canónico, aprobado durante el pontificado de Juan Pablo II bajo la guía del cardenal Ratzinger, sino en su permanente apelación “a la alegría del Evangelio” y a la opción de Jesús de Nazaret por los colectivos excluidos.
innegables, pero no tienen su reflejo en el día a día de la Iglesia católica por la obstrucción de una parte importante del clero y de los obispos y, por supuesto, de la Curia romana, que no se ha reformado. A esto cabe añadir que la Iglesia no se ha democratizado ni a nivel universal ni nivel local. Sigue siendo jerárquico-patriarcal en su organización e incluso en sus intentos de reforma. Un ejemplo es la Comisión de nueve cardenales –ninguna persona teóloga, laica, mujer-, creada por el papa y coordinada por el cardenal Maradiaga que en 2009 apoyó el golpe de Estado contra el presidente de Honduras Manuel Zelaya, elegido democráticamente. La mayoría de las veces los laicos son relegados a personal subalterno. Las mujeres siguen siendo excluidas de los ámbitos de decisión, de los ministerios ordenados y de la elaboración de la doctrina teológica y moral ¿Llegará a producirse un encuentro de Francisco con los movimientos feministas, como ya ha sucedido en dos ocasiones con los movimientos populares? Sería la mejor demostración de que la Iglesia quiere ser una comunidad de hombres y mujeres sin discriminación y practica en su seno la igualdad de género.
Juan José Tamayo es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación a la Utopía (Trotta, 2012).