Hay palabras que son como el azúcar: endulzan hasta los conceptos más amargos. Palabras trampa que alimentan nuestra hipocresía, desvirtúan la realidad para que no nos cueste digerirla y convierten al mundo en un inmenso baile de disfraces en el que el lobo feroz, para no asustarnos, siempre se viste de Caperucita.
Ahora que lo políticamente
correcto parece ser una doctrina que gana adeptos cada día, los eufemismos se
han hecho fuertes y se han instalado en nuestro lenguaje para apoyar y
reafirmar ese rechazo social a los términos que nos resultan duros, malsonantes
u ofensivos. Pero por mucho que quieran suavizar las cosas, a mí me da la
sensación de que lo único que hacen es ridiculizarlas.
Yo no tengo dudas: me gustan
mucho más los negros que las personas de color, me caen mejor los cojos que los
individuos con movilidad reducida, prefiero que me despidan del trabajo que
acogerme a un ERE, hablar de víctimas civiles que de daños colaterales, ser
pobre que estar en peligro de exclusión y, ya puestos a elegir, también
prefiero morir de cáncer que de una larga y penosa enfermedad.
No sé qué manía nos ha entrado
a todos con eso de no llamar a las cosas por su nombre, tal cual, de una forma
clara y descriptiva. Tantos escrúpulos lingüísticos solo pueden llevarnos a una
sociedad cobarde y esperpéntica, desemantizada como sus palabras. En la
película Algunos hombres buenos, Jack Nicholson le decía a Tom Cruise: "Tú
no puedes asimilar la verdad". Pues me parece que nosotros tampoco
podemos. Y, si es así, estamos ante un problema muy gordo.
¿O debería decir
rellenito?