Ya no hablo de la lealtad, que por desgracia parece un concepto trasnochado en la política española, sino de la espantosa mezquindad que se ha normalizado en nuestra vida pública
ALMUDENA GRANDES 25 MAY 2015 -
La campaña electoral que acaba de terminar ha dejado muchas cosas nuevas, pero algunas no son buenas. Se presumía que iba a haber navajazos, juego sucio, secretos revelados, dossieres alimentados con mimo durante meses para ser publicados cuando más doliera, pero lo más llamativo de este proceso ha sido el tono brutal, incendiario, de las rayas rojas que se han traspasado. Desde el PP hasta IU, el fuego amigo ha sido mucho más cruel que el enemigo. Ya no hablo de la lealtad, que por desgracia parece un concepto trasnochado en la política española, sino de la espantosa mezquindad que se ha normalizado en nuestra vida pública. Eso me ha llevado a formular una conclusión desalentadora. Ahora, mientras se habla de la honestidad más que nunca, nadie habla de la bondad. La calidad de un político se mide por la transparencia de su declaración sobre la renta, como si todo se redujera al cumplimiento de una obligación que debería darse por descontada. Pero un político que no roba y se porta como una mala persona, ¿es un buen político, un referente aceptable para la sociedad? Yo no quiero que me gobierne una persona que no roba, pero es dura de corazón. No quiero gobernantes capaces de vender a sus compañeros, de triunfar por la vía de humillar a sus contrincantes más débiles, de asentar su poder sobre las cenizas humeantes de incendios provocados por ellos mismos, sin atender al número de las víctimas que han perecido entre las llamas. Me da igual que gestionen con eficacia, que tengan un expediente académico admirable, que enamoren a las cámaras. La regeneración democrática de la que todos hablan tiene que asentarse en una previa, imprescindible regeneración moral. La malas personas no deberían dedicarse a hacer política.