Ana María Seoane y Rivelles despuntó desde muy joven. En la escuela primaria ya dejó memoria entre sus maestros y compañeros. En el Instituto destacó por su iniciativa, por sus buenas notas y su mal carácter. En la facultad de Filosofía consiguió el número uno de su promoción, una plaza como profesora suplente nada más terminar la carrera, y una oferta para colaborar en la redacción de un periódico de la capital, donde no tardó en conseguir la jefatura de la sección de actualidad. También consiguió no pocas envidias y alguna que otra enemistad que se ocupó en mantener durante toda su vida y que, con el tiempo, pasó a engrosar el nutrido número de odios y rivalidades que fue labrando, con dedicación y esmero, durante toda su carrera profesional.
Su vida privada dejó de existir cuando ser marchó de casa, porque sus padres no aguantaban sus salidas de tono y sus excentricidades y se mudó a un pisito de soltera donde nunca llegó a recibir visitas. Su vida social se circunscribía a las personas con las que se relacionaban en sus distintos trabajos, pero a los que no frecuentaba fuera de la redacción, la universidad o la editorial.
Como profesora no era querida pero sí respetada por sus alumnos. Como redactora jefe no pasaba una a sus colaboradores pero tenía una singular perspicacia para seleccionar los temas de actualidad y nadie se atrevía a cuestionar su criterio. Cuando presentó su primer libro en la editorial ya tenía un cierto prestigio periodístico y docente y dejó muy claro que no aceptaría cambiar nada de lo que había escrito y, mucho menos, el título de la novela. Sólo transigió en la fotografía de la portada, y eso porque la que le propusieron era mucho mejor que la que ella había llevado.
Nunca se le conoció ningún novio, ni siquiera una relación que pudiera ser llamada así. Su trato con los hombres siempre fue de igual a igual y nunca discriminó a ninguno por su sexo ni les exigió más que a las mujeres. En el fondo, pensaba que les daba un poco de miedo.
Era bien parecida aunque nunca se preocupó demasiado de su físico. Vestía con una cierta elegancia pero nunca se interesó por la moda. Alguien llegó a murmurar que le gustaban las mujeres, pero no había ningún detalle que diese a la noticia ningún viso de verosimilitud. El caso es que fueron pasando los años, siguió progresando en sus trabajos; consiguió la cátedra de metafísica, la dirección del periódico, publicó más de veinte novelas y varios libros de ensayo. Durante una temporada se marchó a París, desde allí consiguió varios premios literarios y ganó el “Pulitzer”
Y se jubiló. Ahora vivía en un ático en el centro que le había diseñado expresamente para ella un interiorista neozelandés de fama internacional. Pero su círculo social no había crecido. Tenía que rechazar multitud de invitaciones para entrevistas en radio, televisión y en revistas y sólo atendía las de antiguos enemigos para mortificarles al tener que agradecer su generosidad y evitar que se pudiesen meter con ella.
Y seguía sola, sin ninguna relación personal conocida. Seguía sola, rica, muy rica, y cada vez más decrépita aunque nadie se atrevía a ponerlo de manifiesto y cuando salía en algún medio de comunicación era para reseñar su extraordinaria carrera profesional y recordar que sólo ella en España había conseguido el Pulitzer .
Una mañana accedió, y nunca se explicó el motivo, a recibir a un joven alumno de la facultad de periodismo que iba a presentar su tesis doctoral sobre su obra. Ella había cumplido ya los setenta y nueve y él veintisiete, y se hicieron inseparables. Por primera vez en su vida le había interesado un hombre y pensaba que la edad no tenía por que ser un impedimento, aunque nunca sabría si él le había atraído ella o su fama, aunque tampoco eso tenía ya demasiada importancia. Desde ese día todos los programas de cotilleo empezaron a hablar del novio de la Pulitzer.