Por mi natural optimista, a mí me gusta casi todo. Me gusta el olor a tierra mojada cuando llegan las primeras lluvias del otoño, y el café con churros en el bar del Sanatorio, pero sólo cuando tengo que hacerme un análisis y salgo de casa sin desayunar. Claro que no me gusta que me pinchen para sacarme sangre ni tampoco esperar. Sobre todo no me gusta esperar el tren porque pienso que algún día me arrepentiré y le dejaré marchar, aunque tampoco me gusta coger los trenes en marcha.
Me gusta el olor a naptalina y los caramelos de menta; prefiero los pasteles de nata con chocolate y acariciar los pétalos de las rosas cuando caen maduros sobre el pañito de ganchillo que siempre hay bajo el florero. Me gusta acariciar al gato de pelo largo pero no me gusta que se suba sobre mis rodillas. Los animales me gustan menos, sólo el urogallo, el ornitorrinco, y algo menos los flamencos... porque tienen las patas demasiado largas. Los Beatles sí me gustan, bastante más que los Rolling Stones, pero lo que de verdad me gusta el es Coro de los Esclavos de Nabuco. Y Joaquín Sabina.
Me gusta el fútbol, los domingos por la tarde; pero no me gusta que a los toros vayas con minifalda. Antes era más deportista, ahora solo veo a Fernando Alonso, y eso cuando no lo ponen demasiado temprano en telecinco. No me gusta el ruido de los motores, prefiero el rumor del mar cuando parece dormido al atardecer de los largos días del verano.
De joven me gustaban los bocatas de calamares, sobre todo los del “Bar el Brillante” en la calle Atocha, cuando volvía de los exámenes de bachillerato en el Ramiro. Entonces los coches de la Veloz salían de la calle Sanchez Bustillo, enfrente del Reina Sofia, que antes era un hospital.
Pero sobre todo, me gusta lo inútil. Lo que no sirve para nada. Por eso me gusta que me llueva en la cara, y las sonrisas cuando nadie las ve, y escribir versos, pequeñitos, y luego romperlos porque me da vergüenza que alguien los lea. Un día, posiblemente, no los llegaré a romper, los dejaré en un papel entre las páginas de un libro. Muchos años después los encontrará y también se emocionará, pero ya no me dará vergüenza porque no sabrá nunca que yo los había escrito para ella.