Aquel fue un buen año. La Aemet había anunciado con mucha anticipación la llegada de varias olas consecutivas de calor extremo. Los termómetros llegarían a los cuarenta y tantos grados en la mismísima Galicia. En los valles del Guadiana y del Guadalquivir las noticias eran para asustar y en las llanuras castellanas, el calor reseco mesetario alcanzarían cifras de récord nunca conocidas. En las playas de Levante, la temperatura del agua se mantendría cercano a los treinta grados. Vamos, una delicia.
Por fin, este año, la familia de medusas Iba a poder disfrutar de unas vacaciones como Dios manda. Desde Girona a Cádiz podrían viajar cómodamente colonizando playas y caletas donde pasar este verano en condiciones óptimas de temperatura y salinidad.
La más pequeña de la familia, Jesusa la llamaban, disfrutó como una enana, balanceándose y dejándose llevar por las olas y atreviéndose hasta acercarse a la orilla, a pesar de la advertencia paterna de lo peligrosos que podrían ser los bañistas si te sacaban del agua, donde moriría irremediablemente deshidratada.
Un día, con mucha cautela se acercó a un niño que jugaba con una pelota y le picó en una pierna. ¡Oye, lo dulce que estaba la sangre de niño!
Huyó deprisa mientras el niño lloraba, su madre se afanaba en aplicarle los primeros auxilios y el padre corría para avisar al vigilante de la playa.
Papa meduso regaño mucho a Jesusa por haberle desobedecido, pero enseguida se le pasó el enfado, porque ya se sabe que la memoria de las medusas en más bien escasa, y rápidamente se les olvidan las cosas.
Así que ese año, fue un año feliz para Jesusa, la medusa y toda su familia; porque ya se sabe que nunca llueve a gusto de todos y lo que es bueno para unos, puede ser malo para los demás; y viceversa.
Y si no, que se lo pregunten a Jesusa, la medusa y al pobre niño que jugaba a la pelota en la playa.