Hoy me he levantado pronto, como cuando había encierro. He quedado con los amigos de todos los años a eso de las diez y media en los soportales; pero he querido darme un paseo por la calle de los huertos, hoy casi desierta mientras recordaba los viejos versos de Mateo de las Heras:
“Ya bajan los mozos de camisa blanca,
su pañuelo al cuello, al brazo la vara,
bajo las rodillas, las dos correillas que no se desatan.
Su blusa nueva, ni negra ni larga;
vienen comentando en amena charla
cosas de la fiesta, mientras de su faja
sacan “alcahueses”, garbanzos y pasas
que cada uno adquiere en la misma plaza.
-Es pronto “entavía”, dice con cachaza
cualquiera del grupo,
mientras se rremanga.
-¿No queréis un trago?
-Yo no bebo agua,
voy a echarme un vaso de la Feliciana.
-Dicen que son grandes y de buena planta.
-Cuando den tres vueltas, veremos si aguantan.
-Venga, daos prisa.
-Espera, hombre, -
-Hala!
-¿Ha “pasao” el camino de la Fuente Pata?
-¡Si aguardas a entonces... cualquiera se aguarda!
-Tú, ¿Donde te quedas?
-Si me da la gana bajo hasta San Roque,
y enfrente la tapia veo dar la vuelta
a “toa” la comparsa que viene delante,
y después me agrada correr tras los toros, en medio las jacas...”
También me ha venido el recuerdo de los antiguos encierros que de niño me contaban los viejos.
“Los toros que se iban a lidiar al día siguiente se traían andando desde la dehesa, acompañados por los mayorales a caballo. El día antes llegaban al Valle, y allí permanecían hasta el día del encierro por la mañana, que llegaban hasta la Fuente Pata, donde esperaban hasta la hora del inicio. Los mozos se iban uniendo a la manada, guardando las distancias, aunque los toros en el campo eran menos peligrosos. Desde dos horas antes del encierro los mozos a pié y los señoritos a caballo, iban tomando posiciones para correr el encierro. Además de los cuatro toros de muerte de la novillada del día siguiente, traían dos toros de capea y cinco bueyes.
La calle de los Huertos repleta de gente que se apartaba al paso de toros y caballos mientras el infernal griterío en la Plaza acogía la llegada a la Puerta de la Villa en la que se formaba un tumulto de hombres, toros y caballos, de un colorido y una plasticidad inenarrable. Si los toros se encerraban con relativa presteza la autoridad competente autorizaba, como era costumbre, la suelta de un toro de capea para divertimiento de los mozos.
Cuando se encerraba el ultimo toro de la capea, era el momento del almuerzo, cuya tradición íbamos a mantener los amigos a pesar de la suspensión del encierro.
En las terrazas de los bares de la Plaza, en las Peñas o en cualquier casa, los grupos de amigos se preparan para reponer fuerzas. Un papelón de embutido de Casa de Salva o de Miguelito, unas libretas de pan de Monegre, del Gallego, del Ontalva, o de las Lolas, y unas botellas de vino de la Cooperativa, con una buena ensalada de tomates recién cortados de la mata y aderezados con aceite de la Aceitera y ajos finos de Chinchón, puede ser un estupendo almuerzo, pero nosotros nos íbamos a tomar la tradicional y típica poza.
Porque la poza es más que un almuerzo. La poza es un rito. La poza debe prepararse para un grupo de amigos, y al ser posible en el patio de la casa, bajo la parra que a esas horas de la mañana ya refresca los rayos del sol que empiezan a caer implacables sobre Chinchón en Fiestas.
Y este año, parecía que la poza hasta sabía mejor, quizás porque en la mente de todos nosotros estaba el entrañable recuerdo de los viejos encierros.
Cronista: Celedonio Ramírez y Martinez