D. Esculapio Hinojosa y Garcia, conocido en el pueblo como el Tío Esculapio, fue desde pequeño de verbo fácil y voz canora, por lo que sus conocidos le auguraron una larga y fructífera carrera como charlatán de feria. Y en ese menester inició su vida laboral aunque por su carácter sedentario no aguantaba el continuo devaneo de idas y venidas por esos pueblos de Dios vendiendo mantas zamoranas.
El caso es que terminó como pregonero municipal, oficio que también le permitía lucir sus cualidades, y en ello consiguió un gran prestigio y reconocimiento que aún perdura, pasado el tiempo; siendo recordado por los más viejos del lugar.
Además, en las Fiestas Patronales, era contratado para dirigir la almoneda y subastar los regalos que los fieles regalaban al Santo Patrón a fin de financiar los gastos de su Cofradía.
Su esposa Edelmira era, en cambio, más bien callada y de carácter reservado, aunque le adornaba una cualidad muy apreciada por su marido; sabía escuchar muy bien, y solo con decir de vez en cuando, "Si Esculapio", o "Si cariño", era suficiente para satisfacer las necesidades del esposo que ya se sobraba él mismo para poner todas las palabras necesarias en sus coloquios.
Pero llego el tiempo de la jubilación; la buena de Edelmira murió después de una larga y penosa enfermedad y su hija pensó que no era bueno que se quedase solo en el pueblo y decidió que debía irse con ella a la Capital.
Su yerno que era una buena persona, no tardo mucho en cansarse de escuchar sus batallitas y procuraba eludirle disimuladamente. Sus nietos no estimaron necesario disimular y le cortaban secamente cuando el intentaba darles la matraca.
En la Caja de Ahorros del barrio de su hija había un director muy agradable que también sabía escuchar muy bien como su querida Edelmira, y allí trasladó su cartilla del pueblo. Después de recibirle tres veces en el despacho dio instrucciones para que le atendiesen en el mostrador y que no le volviesen a pasar ninguna llamada de don Esculapio.
Aunque nunca había sido demasiado religioso, empezó a frecuentar la Parroquia de San Bartolomé, que estaba a dos calles de la casa de su hija. Todas las semanas iba a confesarse con el curita joven, que también era muy simpático y desde un principio le llamaba por su nombre. Al mes siguiente le daba la absolución sin darle la oportunidad de dilatar la conversación, por más que el se inventaba pecados horrendos, que desde luego nunca había cometido y que nunca se llegó a creer el bueno de don Melquíades, que así se llamaba el joven curita de la Parroquia de San Bartolomé.
Tampoco le dio resultado el acercarse periódicamente a la consulta de la Seguridad Social, donde siempre la alargaban la cita previa una o dos semanas, aunque lo solicitase por teléfono, que le hizo pensar si ya habría cansado hasta al ordenador.
Ahora, me han contado, se le puede ver sentado en un banco del parque, con un cartel que ha escrito en un cartón en el que dice: “UNAS PALABRITAS, POR CARIDAD. SOLO UNAS CUANTAS PALABRAS PARA UN POBRE VIEJO QUE NO TIENE QUIÉN LE ESCUCHE.”