“Los historiadores griegos llamaron Mesopotamia, que significa “país entre rios”, a un basto territorio que se extendía desde las montañas del Kurdistan, a los montes Zagros y el Golfo Pérsico. Parajes de condiciones climáticas extremas que los ríos Tigris y Eúfrates hacían fétiles y habitables. Allí vivieron, entre otros, los sumerios, los acadios, los qutu, los semitas y los amorreos. Pueblos que cultivaron las bellas artes, idearon la escritura, fundaron las escuelas, iniciaron la medicina, la farmacopea y la química, impulsaron la religión, y crearon la administratición para ordenar la vida de los ciudadanos.
Allí, hace muchos, muchos años, vivió una gran reina llamada Semíramis, que encargó a su arquitecto la construcción de una gran ciudad que sería la capital del imperio. Así nació Ka.Din-gir.Ra, la gran obra de Afrasiab.
Causó admiración la idea de poner tierras de labor dentro del monumental recinto, para solucionar el problema del abastecimiento de víveres, en tiempos de asedio. El río Eúfrates, que llegaba hasta allí preñado de aguas ricas y medicinales, atravesaba la población entre dos muelles de ladrillos rojos que se entrelazaban por un majestuoso puente de piedra. Las murallas que circundaban la ciudad tenían 15o torres cuadradas, altas y fuertes como atalayas, y sus miles de habitantes podían acceder a la ciudad por más de cien puertas de bronce, siempre custodiadas por jóvenes aguerridos.
Pasaron los años y todos los días, a la caída de la tarde, se le veía pasear bajo las alargadas hojas de los acantos, por los maravillosos jardines colgantes que él mismo había diseñado, mientras los últimos rayos del sol iluminaban sus largos cabellos teñidos de nácar. Afrasiab que significa “el hombre que sabe hacer ciudades” era respetado por todos y a sus setenta y dos años, en la tercera luna del cuarto mes del año del sol, se había desposado con su joven esclava Sefhorat, antigua doncella de la reina, que le había regalado como reconocimiento a su fabuloso diseño de la ciudad.
La bella Sefhorat, hija de un príncipe ninivita caído en desgracia, había sido educada con las prerrogativas de su realeza y encontró en el anciano arquitecto si no el amor, sí el cariño y el respeto de una persona buena y culta que le quiso hacer partícipe de todos sus conocimientos. En tablillas de barro, iba la joven escribiendo todas las enseñanzas de su anciano esposo, para después almacenarlas en los sótanos de la casa. Allí no solo se podían encontrar enseñanzas de arquitectura, de filosofía, de astrología y de las distintas religiónes hasta entonces conocidas, sino también la transcripción íntegra del código de Hammurabi que, desde pequeño, Afrasiab era capaz de recitar de memoria.
Al final de aquel caluroso verano la joven Sefhorat moría en la pira mortuoria de su esposo, después de los quince días de funerales que se celebraron en honor del arquitecto de la reina”.
Cerró el librito de los “Cuentos didácticos de la historia universal”, lo puso sobre la mesilla y encendió un cigarrillo, aunque hacía varios meses que lo pensaba dejar. Tenía la ventana abierta y entre los visillos que movía una suave brisa que llegaba del mar, se extasió con la vista del sol hundiéndose en el horizonte. Siempre, cuando leía el pequeño cuentecito “Afrasiab, el arquitecto de Ka.Din-gir.Ra”, que guardaba desde sus años del colegio y que casi se sabía de memoria, tenía la extraña sensación de revivir un hecho conocido, pero, al mismo tiempo, había algo que resultaba extraño, algo que no coincidía con sus percepciones más íntimas. Como tantas veces, decidió olvidarse y puso la televisión.
Hoy también, el telediario habían abierto con la noticia de la colocación de un coche bomba en Bagdad, y las declaraciones de un lugarteniente de Osama Bin-Ladem; pero además, el corresponsal en Irak anunciaba el hallazgo de un pequeño yacimiento en la ciudad de Uruk, en el que habían aparecido gran cantidad de tablillas de barro de escritura cuneiforme, en un aceptable estado de conservación y que los expertos estaban tratando de datar, aunque los primeros indicios apuntaban a una antigüedad de más de cuatro mil años. Las tablillas se encontraban perfectamente colocadas en nichos excavados en las paredes de roca, en una amplia estancia que debió ser el sótano de un templo o de una casa solariega. En la misma estancia habían encontrado la tumba de una mujer de avanzada edad, con la inscripción “Shefar” que podía ser su nombre.
Sonia sintió como un escalofrío que le recorrió todo su cuerpo. Era ilógico, pero le parecía estar viendo la estancia. Rectangular, de diez metros de larga por siete de ancha, con las paredes hornacinadas hasta el techo y repletas de tablillas de barro, perfectamente ordenadas por su contenido: Arquitectura, astrología, filosofía... y en los nichos de la pared del fondo, a la izquierda, la transcripción íntegra del Código de Ammurabi... No, no podía ser. Había leído el cuento tantas veces que se había llegado a imaginar los distintos escenarios con todo lujo de detalles... Pero no era eso lo que le había desconcertado; en el cuento se decía que Sheforat había muerto en la pira mortuoria de su esposo y ahora se hablaba del hallazgo de lo que podría ser su tumba, cuando ya era una mujer mayor... y eso sí tenía sentido... Ella no había muerto hasta mucho después, cuando terminó de transcribir todos los conocimientos que le había legado su esposo....
Sin saber por qué, Sonia se vio paseando entre palmeras, sauces y olivos, por veredas de naranjos, granados y manzanos, por caminos cubiertos por las ramas de los almendros, las higueras y los acantos. A su alrededor el cilantro, el sésamo, el comino y la vainilla perfumaban el el aire de los jardines colgantes que había soñado para ella su esposo Afrasiab.