DESPUÉS DEL DOLOROSO PARÉNTESIS DE ESTOS DÍAS VOY A REANUDAR LAS PUBLICACIONES DEL EREMITA, CON ENTRADAS QUE TENÍA YA PREVIAMENTE PROGRAMADAS. EN PRIMER LUGAR SERÁN UNA SERIE DE ARTÍCULOS DE OPINIÓN PRESENTADOS AL CONCURSO DE "ENRIQUE SEGOVIA ROCABERTI" CONVOCADO POR LA ASOCIACIÓN DE AMIGOS DE LA BIBLIOTECA Y DEL ARCHIVO HISTÓRICO DE CHINCHON. PARA COMENZAR, EL ARTÍCULO QUE OBTUVO EL PRIMER PREMIO:
SALVADOR DÍAZ MARTÍNEZ es Autor
también de los relatos El Ángulo Muerto y El Alumno, premios Accésit del Jurado
en los certámenes del Premio Galileo 2012 y 2014, respectivamente. Ingeniero
Industrial y Profesor Titular de Escuela Universitaria en la Universidad
Politécnica de Cartagena desde 1990. Funcionario de carrera del Cuerpo Superior
Facultativo, Dirección General de Industria y Energía de la CA de Murcia. En
excedencia desde 1990.
“Hubo un tiempo en que los
conflictos internacionales terminaban conduciendo a la guerra. Cuando al
supuesto país agredido se le calentaba la boca política, le declaraba la guerra
al supuesto país agresor, y asunto resuelto por el método tradicional. En el
presente, ese procedimiento tan humano y expeditivo está cayendo en desuso.
Hoy
en día surgen continuamente nuevos conflictos pero, ya sea por el mal cuerpo o
por el desagradable sabor de boca que dejan la pólvora o la radiactividad, las
cosas están cambiando hacia nuevos escenarios de confrontación. Ahora agredidos
y agresores siguen intentando lo mismo que antes, pero prefieren matarse de
miedo disparando misiles económicos que no matan pero atontan, voceando su
poderío militar que no mata pero asusta, o recurriendo al viejo anatema
infantil de “vas a ir a la seño”, que no hiere pero castiga.
La “seño” de la
política universal y también de la guerra fría mundial, es conocida con el
sugestivo nombre de Comunidad Internacional. Este ente imaginariamente
mediático y políticamente imaginario, tiene como principal y casi única función
colocarse del lado de uno de los contendientes para aplicarle cariñosas
palmadas en la espalda, mientras da voces airadas al otro. Así es cómo la
Comunidad Internacional se ha convertido por arte del tiempo, de magia tal vez,
en la juez partidista de cualquier contienda, puesto que a ella termina
recurriendo siempre el agresor o el agredido. La vieja Europa, hoy atiborrada
de implantes botulínicos que no le dan juventud pero sí cierta modernidad, va
por el mundo ofreciendo su particular paraíso a corto plazo y antes o después
regresa con algún nuevo cliente. Seducido por la imagen nocturna de la torre
Eiffel o la de Londres, o tal vez por la elocuencia de la puerta de
Brandemburgo, algún tranquilo lugar del Este comienza a soñar con el Oeste.
Colocado el insípido caramelo al final de la cuerda, solo queda tirar de ella.
El color intenso, el olor dulzón, y la refulgente transparencia del celofán,
hacen el resto. Las gentes del Este comienzan su carrera enloquecida hacia el
Oeste, olvidándose de que hay otra cuerda aún más resistente que les mantiene
anclados a su oriente cultural. Solo cuando sienten el tirón por ambos lados
descubren horrorizados que el lazo se cierra alrededor de su cuello. Cruel
destino el nuestro, deberían plantearse los ucranianos, Europa no quiere que
seamos rusos y Rusia no nos deja ser europeos. Así era al menos hasta que el
premier ucraniano, presunto corrupto poco contestado y nunca perseguido, decide
desaparecer de la escena política de su país para reaparecer en el viejo
escenario ruso, viejo por antiguo pero no por desmemoriado. Entonces todo
cambia. Europa deja de ser solo Europa y se convierte, por obra y gracia de
alguna desconocida metamorfosis americana, en la Comunidad Internacional.
La
resurgida Comunidad se coloca inmediatamente al lado de la huérfana Ucrania
para hacer frente a la poderosa madre Rusia. La débil, pero interesantemente
estratégica Ucrania, se convierte en agredida por la máquina imperialista rusa,
y ya está. Poco más queda por decir que enumerar los castigos que la “seño”
impondrá al agresor por haber sido tan perverso. La pérfida madre Rusia ha
tensado por un lado la cuerda que, por el otro extremo, sujeta la firme mano de
Europa, y en el centro Ucrania, hermana putativa de la primera y sobrina nieta
tercera de la segunda, intenta en vano deshacer el nudo alrededor de su cuello.
La pobre sabe que la tensión de la maroma la estrangulará, pero en los extremos
nadie está dispuesto a soltar. Mientras la Comunidad Internacional dispara sus
misiles económicos hacia el corazón de la madre Rusia, otros menos metafóricos
y más ruidosos surcan a la antigua usanza los cielos ucranianos.
Ambas clases
de arma arrojadiza tienen por misión amedrentar a los sufridos espectadores de
a pie, tanto del viejo imperio como del nuevo. Pero los que estallan en el aire
o en el suelo poseen también la facultad de hacer temblar esa línea imaginaria
que alguien llamó “frontera”. La insignificante línea geográfica se estremece y
huye del ruido ensordecedor para agazaparse algo más allá, donde el fragor no
la alcance. Esa Comunidad Internacional que tiene de comuna poco más que las
manos asidas a la cuerda, y de Internacional el hecho irrefutable de estar
formada por más de dos países, ya ha diagnosticado la situación y emitido su
dictamen: habrá sanciones. Claro. Habrá duras sanciones, persevera “la seño”.
Por supuesto. Y que no tenga que repetirlo. Naturalmente; ni media palabra más.
Pero es que la madre Rusia, madrastra en realidad de sus antiguas y fidelizadas
repúblicas, ha estudiado en otro cole, en otra lengua, y ha tenido durante más
de setenta años una severa institutriz que nada tiene que envidiar a la “seño”
del oeste, y se pasa las sanciones de la señorita occidental por debajo de
todos los puentes de San Petersburgo. Como era de esperar.