miércoles, 18 de marzo de 2015

LA CRISIS DE LOS 70

"Jacinto" de Eduardo Carretero.

Una de las características comunes a todas las crisis es que no se sabe muy bien cuando empiezan. Al principio sólo hay pequeños síntomas que no sabes a ciencia cierta lo que significan.
Esta de los 70 (años), suele empezar a mostrarse en Navidad, cuando tus hijos te preguntan qué quieres para Papá Noel y te das cuenta que no hay nada que te haga ilusión. Otro síntoma es que se te olvidan los nombres de cosas comunes y cambias, con más frecuencia que antes, el nombre a tus hijas. Otro día casi te rompes un pie cuando bajas el último escalón de la escalera, donde antes solías dar un saltito. Y lo más dramático, y eso ya es el síntoma definitivo de que ha llegado la crisis, es que se te olvida comprar el regalo a tu mujer el día de su cumpleaños y no te queda más remedio que improvisar sacándola a comer a un chino, que es el restaurante más cercano de casa.
Hay otras crisis; a los 40, a los 60; algunos a los 65 que es cuando te jubilas, pero ninguna como la de los 70.
El otro día cogí un bolígrafo y un papel y puse en el encabezamiento: “COSAS QUE ME GUSTARÍA HACER”. Todas con mayúsculas y en el centro del folio. A la media hora todavía no se me había ocurrido nada que de verdad me hiciese ilusión.
Y es que ya te has cansado de los “hobbies”, cada día te cuesta más salir de paseo porque casi siempre te duele la rodilla o estás constipado; notas que tus amigos ya se están cansando de que siempre les cuentes los mismos chistes y hay semanas que tus hijos no te llaman por teléfono para preguntarte cómo estás. Claro que a esto ya deberíamos habernos acostumbrado, pero ahora estamos más sensibles y hasta lo echamos en falta.

Sólo hay un consuelo, y es que un amigo que ya ha cumplido los 73 me dice que esto es pasajero, que poco a poco te vas acostumbrando y en un par de años estás como nuevo. Yo no es que me lo  crea del todo, porque a mi amigo no solo se la ha olvidado la crisis de los 70 sino que también se le olvidó mi nombre, y ahora me llama Faustino… y yo creo que me llamo Manolo… ¿O no?

domingo, 15 de marzo de 2015

UNA VISITA SIN AVISAR

mi me gusta visitar a los amigos sin avisarles. Ya sé que es una mala costumbre, pero es que yo soy así, y así me va.
Esto viene a cuento porque el otro día, creo que fue un viernes del pasado mes de noviembre, estaba yo aburrido en casa y me pensé: “Podía ir a ver a mi amigo Sigfredo”. Y ni corto ni perezoso me planté en su casa de la playa.
Cualquier persona sensata sabe que presentarse en la casa de alguien sin previo aviso y sobre todo si es donde él se suele ver con su amante, es muy arriesgado y se expone uno a perder para siempre las amistades. Pero eso yo no lo pensé aquel día y ahí estaba yo llamando insistentemente al timbre de la puerta.
Tardó un buen rato en abrir; yo creo que algo más de lo que sería lógico esperar, aunque fuese la hora de la siesta.
Antes de abrir vi cómo se iluminaba la mirilla y sólo un rato después se entreabrió definitivamente la puerta y Sigfredo, con cara no sé si de asombro o estupor, apenas si era capaz de articular alguna palabra coherente.
¿Cómo lo has sabido?
Al fondo, a través de una puerta medio abierta, y reflejándose en el espejo del dormitorio creí descubrir el cuerpo semidesnudo de mi Adelita a la que ahora recuerdo con un cierto afecto y añoro los buenos tiempos en que fuimos novios, hasta aquel fatídico viernes de noviembre en el que se me ocurrió ir a visitar a mi amigo Sigfredo en su casa de la playa, sin avisarle previamente.

viernes, 13 de marzo de 2015

NOVENTA Y NUEVE


Se dice en los evangelios (Lucas 15:7) que habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento. Es decir, que hay más satisfacción cuando uno de los que no era de los nuestros vuelve al redil y se hace como nosotros.
Y esto no solamente ocurre en el cielo. En la tierra está muy mal visto el esquirol, y todos se congratulan cuando recapacita y su une a la huelga.
También suele pasar en la oficina, cuando el becario no deja el trabajo para fumarse un cigarro y está mal visto hasta que se “acomoda” a las normas tácitamente establecidas por la costumbre, o sea, hasta que empieza a escaquearse como todos.
Una de las motivaciones del ser humano es el sentido de pertenencia. Todos nos sentimos gratificados cuando vemos cómo los demás se nos parecen, y recelamos de los “diferentes”, de los que no son como nosotros.
Y esto no ocurre sólo con los que se sitúan fuera del sistema - con los delincuentes - dentro de una sociedad  que actúa conforme a la ley, sino también con los que son legales si están dentro de una panda de bandidos.
El hombre honrado es un hombre muy peligroso, y más si se atreve a poner en evidencia a los que no lo son. Entonces éstos no pararán hasta que encuentren alguna falta, aunque sea mínima, para poder asegurar que todos son iguales.
¿Cómo se puede atrever a echar en cara lo de la Gúrtel o lo de los Eres, si él también defraudó a la Hacienda Pública por no pagar el IVA en una reforma que hizo en su cocina?
Hay que ver lo contentos que se ponen todos lo corruptos cuando alguno de los que les critican parece que han cometido alguna irregularidad, aunque sea insignificante o incluso si la ha cometido alguno de sus amigos o familiares, que para el caso,  tanto da. Y si no se encuentra nada con que atacarle, siempre se podrá decir que tiene poco pelo, lleva melenas o que en una redacción del Instituto había defendido la poligamia.
Y es que en algunos partidos políticos, como en el Reino de los Cielos, hay más gozo por un justo que se corrompe que por noventa y nueve antiguos corruptos, aunque aún no estén imputados, que nunca se arrepentirán.

miércoles, 11 de marzo de 2015

ROMANONES


Don Román Martínez, era el titular de la  Parroquia de Juan María de Vianney, en el barrio del Zaidín de Granada.
En las imágenes que acompañan a este artículo le podemos ver predicando y oficiando la Eucaristía, me figuro que en su parroquia, ante la mirada de sus feligreses que escucharían atentos sus enseñanzas.
Lo que ha ocurrido después no viene ahora al caso. No sé si habrá cometido actos que tendrán carácter delictivo y en caso afirmativo si estos delitos habrán o no prescrito. Para mí eso y ahora no tiene nada que ver con lo que yo quería decir en estas consideraciones.
Yo me pregunto cómo era posible que este hombre pudiese actuar de una forma y predicar lo contrario.
Aunque Cristo ya dijo aquello de “Haced lo que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen”; sigo sin comprender cómo se puede estar viviendo de una forma frontalmente opuesta a lo que te debe exigir tu conciencia.
La conclusión  más evidente es que este hombre no creía lo que estaba predicando o si algún día lo llegó a creer, luego perdió la fe.


¿Cómo juzgaría en el confesionario a un feligrés que se acusase de los actos que el practicaba? ¿Dejó traslucir en sus homilías cual era su concepto de la castidad y el respeto a los demás? ¿No recordó nunca lo que Jesús había dicho de quienes escandalizan a los más pequeños? ¿Nunca pensó en cambiar su conducta o, al menos, cambiar de actividad?
Don Román Martínez, el párroco granadino, no debía hacer demasiados exámenes de conciencia como él debía aconsejar a sus feligreses o es que había alcanzado tal cinismo que su conciencia ya era totalmente insensible, estaba atrofiada o, simplemente, no tenía
¿Y esto de la falta de conciencia, es sólo un problema de don Román o, desgraciadamente, es un mal endémico que asola nuestra sociedad? 

domingo, 8 de marzo de 2015

MEJOR, LO BUENO POR CONOCER.


Nos lo decían de pequeños y nos lo llegamos a creer: “Es mejor lo malo conocido, que lo bueno por conocer”, o “Más vale pájaro en mano que ciento volando”. Y de tanto oírlo llegamos a interiorizarlo y nadie se lo atrevió nunca a cuestionar.
Y es que cuando éramos pequeños, por lo menos en mi pueblo, todos eran muy conservadores  o todos tenían demasiado miedo. Eran tiempos de posguerra y con poco nos teníamos que conformar. Un pájaro en la mano apenas si daba para comer ese día, pero no era poco; mañana, Dios diría, y veíamos cómo se escapaba una hermosa bandada de pájaros volando libremente y sin que nadie les molestase.
Y mira que era malo lo que teníamos que soportar; pero se nos aseguraba que era muchísimo  mejor que lo bueno que podríamos esperar y que nunca llegaba a suceder.
Pero un día, siendo ya un poco mayor, pensé que había que arriesgar y no quise el pájaro que me daban en la mano, cogí un tirachinas y me fui al campo a esperar que pasase la bandada de pájaros. Es día no comí; ni al siguiente, pero al tercero, el hambre me hizo afinar la puntería y ese día si comí pájaro y por cierto que me supo mucho mejor que el que acostumbraban a darme en la mano. Después hubo días en los que comí más de uno e, incluso, de vez en cuando podía invitar a comer a mis amigos.
La experiencia me animó a esperar en el futuro algo mejor que lo que tenía que padecer a diario. Cuando lo comentaba, todos me decían que no; que era demasiado peligroso, que todos eran iguales y que los que ofrecían algo mejor también terminarían engañándote.
Y tuve miedo; me acordé de los días en que me quedé sin comer mi pájaro, y como ya tenía familia, casa y un pequeño olivar, nunca me atreví a esperar algo mejor que lo malo que ya conocía. Pero de un tiempo a esta parte, llevo pensando que podía ocurrir como cuando invitaba a mis amigos a comer los pájaros que había cazado con el tirachinas, y he pensado que posiblemente haya que arriesgarse y que posiblemente sea mucho mejor lo bueno por conocer.

viernes, 6 de marzo de 2015

LA PROPIEDAD INTELECTUAL EN LA TELEVISIÓN.

 

No sé cuantos programas de televisión se hacen diariamente. Muchos, y muy variados.
Un programa de televisión se puede hacer de formas diferentes. Uno, que podría ser lo más adecuado, hacer un guión previo sobre el tema a tratar y luego rodar el programa siguiendo ese guión; y otro, rodar distintas tomas sobre el tema elegido y luego escoger las más interesantes para formar el programa.
En el primer caso, sería necesario que un guionista se asesorase sobre el asunto elegido, contratase a expertos que aportasen sus conocimientos y con el resultado se hiciese una planificación y posteriormente el rodaje del guión del programa.
En el segundo caso se encarga a un redactor que seleccione a “conocedores” del tema, se les convenza que colaboren, se deja que estos “entendidos” digan lo que les parezca más interesante y después se organiza lo rodado dando forma a las secuencias y ya está, más o menos, el programa listo para emitirse.
No cabe duda que el primer supuesto es mucho más caro porque hay que pagar al guionista y a los asesores, además de los redactores, cámaras, técnicos de sonido, etc. etc., aunque el resultado sea más profesional y, seguramente, de más calidad.


En el segundo caso, es mucho más barato porque no hay guionista y a los “expertos” se les “paga” con ese “minuto de gloria” de salir en la tele. En este segundo caso, el éxito del programa está directamente ligado a la capacidad de estos colaboradores desinteresados, a su fotogenia y su locuacidad.
En una ocasión recibí la llamada de una productora de televisión para solicitar mi colaboración para la elaboración de un programa sobre Chinchón. Me dijeron que me conocían mi blog del Eremita en el que habían visto que existía información muy interesante. Se iba a titular algo así como “Rincones con encanto” y no solo me pedían la colaboración para el guión del programa sino también para buscar otros colaboradores que interviniesen en su realización. Cuando les pregunté cual era el presupuesto con el que contábamos, me dijeron que todas estas colaboraciones deberían ser desinteresadas. No me atreví a preguntar cuanto iban a cobrar ellos a la cadena de televisión y preferí no atender a su “invitación”.


Ahora que está en el candelero el tema de la propiedad intelectual, ¿Quiénes tienen la propiedad intelectual de los programas de televisión? ¿Las productoras, las cadenas o los “colaboradores” desinteresados que son los que aportan las ideas originales para esos programas?

Porque otro asunto es quienes son los que cobran. Y es que ya se sabe que en televisión, ahora, los únicos que de verdad cobran son la Belén Esteban, el Quico Rivera,  la Hormigos y esa cohorte de descerebrados que, parece ser, son los únicos que realmente hacen crecer las audiencias.

miércoles, 4 de marzo de 2015

"NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD"


UN RELATO DE Andrés Morales Rotger, ganador del XVII Premio Nacional de Cuentos de la Ciudad de Mula 2014.

"Leandra Luz asciende los cinco escalones del estrado, desplaza una pierna hacia atrás y la flexiona; atruenan los aplausos. Desde el centro de la tarima acepta elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina de 1846. Del acto da testimonio gráfico un único daguerrotipo, tomado tras siete minutos de paciente exposición, entre cuyos sepias se percibe la tristeza de la poetisa galardonada y la solemne gravedad del presidente de la Academia, ambos con una copa de cava en la mano. No se guarda, sin embargo, constancia de lo acaecido durante la emotiva ceremonia ni del selecto vernissage que se ofreció a continuación. Ni a qué horas Leandra Luzdecidiera recogerse ni cómo fue que encontraron el cadáver de la poetisa en un campo de cruces y lápidas, ubicado a escasa distancia de la población.
De hecho ese mismo día, en la villa donde horas después tendría lugar la entrega de premios, cuando el sol apenas si penetraba los visillos del hotel, la romántica suite nos mostraba a una Leandra Luz desperezándose, con el cabello todavía enredado en la almohada. Nos mostraba el tapizado floral de un sillón de tocador y un corsé estrecho como un reloj de arena, dos zapatos de serpiente marina subidos a sus más íntimos pantaloncitos y, en la mesita de noche, algunos volados, encajes, bordados, cintas, plumas, lazos y un frasco de láudano que la miraba directamente a los ojos. Y en una esquina de la mesita, una nota: Sobre todo no me quieras.
A la poetisa le costó leerla. Un temblor nervioso agitaba sus manos. Cómo imaginar que la autora de las cinco palabras de la cuartilla era la misma persona que había consumido con Leandra la larga fiebre de aquella noche. Imposible dar crédito a lo que leía. Leandra la conocía bien. Después de todo, entre las dos habían incendiado a escondidas las noches de aquel año. Una tras otra desde que la autora de la nota le manifestara que no había venido al mundo para nadie en concreto, y que era absolutamente libre para irse a vivir con quien más le conviniera, hombre o mujer.
Fue su pupila predilecta. Desde el momento en que se presentó en la escuela y pidió que la acogiera junto a las otras muchachas, la chica de la nota en la mesita de noche se convirtió en su favorita. Le bastó con improvisar un poema inacabado mientras bailaban en el aire sus cabellos, utilizando como espejo la sonrisa aprobatoria en la mirada de Luz. Y allí donde no fuera aceptada una ahijada secreta de Isabel II, en ese taller a cuyas conferencias acudía, según las crónicas románticas, lo más granado de la lírica en busca de emociones íntimas e inaccesibles ideales, ingresó la joven que un amanecer escribiría aquel brevísimo adiós en papel memorándum.
Y a partir de casi nada, Leandra Luz la fue inventando. La sueña, la viste, la destruye, la despierta, la rechaza, la reconstruye, la provoca, la retiene a su lado, le oprime una mano, le acerca un beso, le confía un secreto al oído: Antes de componer un solo verso, con la mente y el alma en blanco, has de poner a recitar el corazón y el claustro de tu sexo y hasta los hoyuelos de las corvas y de los tobillos, si fuese necesario. Era allá donde la muchacha del papel en la mesita debía buscar siempre, y ya vería cuán rápido la musa Erato se instalaba en ella y se le manifestaba con sus rimas. La musa siempre cumplía su parte. Y a partir de ahí, sirviéndose de aquellos secretísimos recursos, seguro que la alumna igualaba a la maestra antes de agotarse agosto. Tenía el don. Tan pronto declamaba un poema como improvisaba nuevos versos. Lea Luz supo que tenía ante sus ojos a la futura reina del romanticismo. A la próxima Flor Natural del Círculo de Poesía.


Un algo de absenta y unas gotas de láudano entusiasmaron a una aspirante que se hizo besar hasta saciarse plenamente. Se juraron de manos y boca no separarse nunca. A lo largo de aquel verano de 1846 se las vio juntas por diferentes escenarios, en escandalosa soledad a veces, ocasionalmente en calesa, acompañadas de mucama, dueña, lacayo y cochero. Bebieron agua de todos los ríos y ninguna era más dulce que otra. Caminaron en ropa de baño por la ribera, al amparo de un quitasol y su lánguida molicie, con el propósito de que el diablo no les hurtara la sombra. Se detienen, se arrodillan. A la joven que abandonaría el lecho para escribir una nota le apetece hacerse visible en un remanso, pero el cabello se echa a volar y le hurta su rostro al espejo del agua. Se zambulle entre dos rocas. Sale del regato, se tiende en la grama. Pide a Lea que le recorte la melena para ofrecerla al dios fluvial. En improvisados alejandrinos le suplica éxitos para su protectora en el universo literario. La corriente escucha la plegaria, recoge los mechones y sigue su camino.
—Lo hago por ti, Lea Luz —el cabello corto, mal peinado, en rizos húmedos y muy apretados—. Que el río arrastre mi sacrificio al mar
Dentro de la inmensa noche del último verano de Leandra Luz, el universo era una espaciosa cama de sábanas deshechas tras la incontrolada combustión de sus encuentros. Todo lo contrario acontecía durante las amables sombras del atardecer, cuando el universo se enfriaba entre pórticos antes que ambas mujeres hubieran acabado el té. Enormes mangas hinchadas, lazos suspendidos, los colores rosa de una doncella sonrojada. La chica que se levantaría temprano para garabatear una nota mantiene la taza en alto a la altura de los labios. En el centro de la plaza, una fuente con gorriones y cuatro caños soplan antojos románticos a oídos de la muchacha. El té todavía quema; pero ella cierra los ojos y se apresura a tragarlo.
—Llévame hasta ese campo de cruces y lápidas —la taza se deja llevar plácida hasta el plato. Pero ella no se deja; en ella hay una tristeza rebelde que se extiende frente a sus ojos como un velo de humo—. Quiero conocer dónde descansan los poetas suicidas.
Conozco un lugar; absolutamente romántico —a una señal del maestresala dos camareros se apresuran a retirar las sillas—. Tal vez otro día.
Seis días antes del fallo. Domingo tres de noviembre. En la villa donde se celebraba el certamen, una pareja enamorada recorre con audaz timidez el camino que circunda la tapia prohibida. Los dedos trabados de dos manos que caminan en dirección al camposanto de los suicidas. Acceden por una verja de forja negra. Es una extensión plana, sin colmenas de nichos, sin obra vertical, sin falsas bóvedas. Solamente vegetación espontánea. Sólo mil años de sepulturas, de mármol, de granito lamido por la lluvia, de urnas de barro. Los mil años de silencio desde la fundación de la villa; pero ningún ángel. Ninguna cruz. Tampoco hay perros yacentes, ni palomas ni espadas de fuego en el camposanto de los poetas románticos. Quedan, sí, la hierba salvaje, los cardos, las ortigas y los golpes de maza en algún lugar apartado. Golpes de maceta y cincel y el chirriar de grava por el camino que se abre paso entre tumbas.
Cesan los impactos. Al maestro tallista se le han caído las herramientas de la mano. Se revuelve visto y no visto. Tiene frente a él a dos ánimas; una de ellas cubierta y tocada con un velo de gasa blanca, y la segunda con la cara al descubierto y el cabello cortado a trasquilones, seguramente en penitencia por sus pecados en vida. Tose; escupe. Respira para desalojar el miedo y para vaciar los pulmones de ese polvo de roca que le abrasa la garganta. Al cabo de un instante de luz descomponiéndose a pedazos sobre el blanco hábito de las ánimas, la eternidad se evaporó de golpe y una voz de este lado del mundo le preguntó para quién tallaba la losa.


—Tiene dueño la piedra —le habla a través del velo, en uno tono inusualmente bajo, tal vez con la idea de que el artesano estaba hecho al gran silencio de la muerte.
—Aún no trae inscripción, señora. Pero la voy ajustando a la fosa; por adelantar mi labor —sostiene con pulso firme una gorra de visera contra el pecho. Como todos los valientes ha pasado mucho miedo—. Es una piedra que espera propietario.
—Déme precio —la dama más otoñal, absolutamente resuelta, con muchísima seguridad pintada en la boca—. Y labre la siguiente inscripción: 1990-2015; NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD.
—Se me hace a mí que no la entendí bien, señora —le estallan los pulmones en un acceso de tos. Y le insiste a la dama en su confusión con las fechas, por si la voz se hubiera desvanecido con el espasmo—. Sin ofender; pero pienso yo que se equivoca: ¿dijo usted dos mil o mil ochocientos?
Sí, la fecha es correcta. El cantero había entendido bien. Leandra decide apartarse de un sol que ya comienza a molestar. Y no; a Leandra no se le había olvidado el nombre de la persona desaparecida. Sencillamente: no hay ningún nombre que grabar. Nadie se ha inmolado recientemente en el campo de los poetas. NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD reúne unos poemas dedicados a una joven no nacida aún. Un lema, un título. Poesías en cuyos versos vive Leandra Luz antes que la desconocida joven viva. Por eso ha decidido grabar la leyenda del poemario en una losa sepulcral, para conservar durante siglo y medio el recuerdo de sus rimas a buen recaudo.
El tallador queda a solas con el encargo y la compañía pura y grande del sol. Una losa para el año dos mil. Se calza la gorra de visera con ánimo de reanudar el trabajo. Un billete para la vida eterna a nombre de alguien que aún no ha nacido. Toma la maza y descarga un golpe sin convicción. Cuyos abuelos ni siquiera han nacido aún. Sacude la cabeza brevemente y deja caer un segundo golpe, contundente.
—¿Y esa cara? —El inocente enfado de la joven le golpea duro a Leandra en el pecho. Uno más de los silencios con que tan a menudo maltrataba a la maestra. Por lo normal, la chica que echará a correr después de escribir un mensaje se maneja muy mal con los celos. Se niega a enfrentarse a los ojos de su mentora. Todo por otra mujer. No entiende que una extraña de otro siglo le inspire a nadie un manuscrito ganador. Desea llorar hasta el cansancio; disfrutar de la excitación del llanto hasta que se le hinchen los párpados. Y que cuando deje de llorar se reencuentren en la moqueta del hotel, sonriendo de afecto y de ternura y sin el escozor que la atormenta desde la conversación con el marmolista. Que arrastra consigo en ese lugar de la mente donde nunca cicatrizan las quemaduras.
Sobre la moqueta de la habitación reposa un quitasol de mango de marfil y ocho varillas, en cuya cubierta de algodón destacan pálidos motivos florales, acordes con el traje de Leandra. Sobre el silloncito del tocador, las livianas transparencias del vestido y, bajo un embozo de percal blanco, el cuerpo de la escritora enredado a las sábanas, el cabello hacia uno y otro lado de la almohada, pezón sucinto y finísimo vello en el pubis. Un cuerpo suplicante que solicita tregua. Aun así, la muchacha del papel en la mesita tarda en responder a la voz del sexo. No comprende, no le cabe en el alma que haya tantas variedades de amor como de rimas.
—No me mires de ese modo —a Leandra Luz le toma tiempo orientarse en la luz. Hoy no consigue ver más allá de algunos destellos rotos y un rastro de tristeza en las pupilas de su protegida—. Aún sabes muy poco del amor —de lado, sobre un codo, entreabriendo ligeramente el embozo del cobertor—; ven, acuéstate.
Una y otra bajo el cachemir de una única colcha, centímetro de piel contra centímetro de piel. Descubrirla pegada a su lado es prueba concluyente de entrega. Con ella a lo largo de su cuerpo; las cabezas muy próximas sobre la almohada. Pero pronto Leandra descubre que se engaña. La muchacha le hurta la mirada, finge que no la ha rozado. No serán suficientes unos labios que esperan abiertos. Ningún aprecio; juega, sí, con su pelo trasquilado. Se limita a dejarse hacer sin entrega, venciendo beso a beso la tentación de ceder. No se abandonará mientras Leandra Luz persista en su descabellada fantasía. Ambas piernas encogidas bajo el percal de las sábanas, la mano indiferente entre los muslos, y un encarnizado empeño por despedazar cualquier manifestación de afecto. Prolongará su amnesia emocional mientras ella, Leandra Luz, no la reconozca como única y genuina musa de su poemario. Imperturbable.
Se levanta sin despeinarse. Una noche más sin que la maestra haya cambiado de opinión. Una noche más sin que la joven de la cuartilla y el portaplumas claudique. Abandonada al placer de ver cómo Lea Luz no se cansa de recorrer su cuerpo; absolutamente pasiva. Expectante. La última noche. Las rimas que creyera suyas son ahora de una desconocida encerrada bajo las losas del tiempo. De acuerdo, pues. Lo mejor es borrar el amor con un beso mudo, perdido en el aire. Y como ningún beso es eterno, que se quede Leandra con su reata de rimas. Para toda la eternidad.
Una última mirada al espejo. El cabello corto había sobrevivido bien al sueño. Tal vez descubra un rictus amargo en el rostro, pero ningún rastro de los efectos secundarios de las lágrimas. Con pasos de convaleciente postoperatoria, se planta en la puerta y pone medio pie en el pasillo. Pero al instante rectifica. Busca con los ojos algo con qué escribir y cruza el dormitorio. En el buró halla papel con el timbre del hotel y un tintero de vidrio soplado. Junto al recipiente de los polvos secantes hay espacio suficiente para dos plumas de cisne. Levanta el cálamo y, tras un primer ir y venir del papel al tintero y del tintero al papel, la muchacha toma conciencia de ese miedo que husmea los finales de una relación. El ángel de Leandra mira a su mentora fijamente; durante un minuto entero. Vacila. Regresa del tintero y traza sobre el papel unas pocas letras, picudas como púas de rosal.
Sobre todo no me quieras.
Planta cara a la hoja y la embarra con el asco de amarla tanto aún. Ya no me quieras más. Dobla el billete en cuatro y lo coloca sobre la mesa de luz, bajo el frasco de láudano. Y en la mitad de medio segundo abandona ese espacio frío que queda al despedirse. El sonido de la puerta al cerrarse y el resto de un perfume carísimo sobresaltó a Leandra Luz. No puedo seguir contigo. A su lado el hueco que ella había dejado y la lentitud del primer sol arrastrándose por el cachemir. La vida no es sino una separación tras otra.
Leandra Luz no le hace el menor aprecio al papelito bajo el frasco. A esa nota entre la palmatoria, el collar, su diario personal, una arquita con arsénico y el gorro de dormir de la alumna ausente. Suave indiferencia. Hacia ese billete sumergido entre múltiples volados, encajes, cintas, bordados, plumas, lazos y el frasco del maldito láudano que la miraba directamente a los ojos. Despreocupada tibieza. Es más, nada de lo que pudiera escribirle la sorprendería. Lo esperaba. Temía y deseaba ese momento. Y porque deseaba liberarla del chantaje del amor, Leandra la había empujado suavemente fuera de su cama.
Lo prioritario ahora es extender polvos de arroz para rebajar el tono de las mejillas. Olvidarse de la nota. Una línea oscura alrededor de los párpados y remarcar de azul las ojeras, para alcanzar ese aspecto ideal de mujer enferma. Ni una triste mirada al billetito. Rojo intenso para perfilar los labios, en forma de corazón. E ingerir un poco de arsénico a fin de que la piel se muestre extremadamente translúcida esta noche de premios, que quede patente el azul de las pequeñas venas.
Leandra Luz da un paso atrás con intención de echarle una mirada de satisfacción al espejo. Que la ayuda de cámara del hotel dejara el corsé como el cuello de un reloj de arena, para pronunciar más el escote. Satisfecha, se ahueca las enaguas y se acomoda los pechos. Desciende las escaleras, se adorna con el desbordante silencio del hall y toma asiento en la oscuridad del coche que la aleja de las ciento una bujías de gas del hotel. Se acomoda en el coche de punto y ordena ir al salón de plenos de la ciudad, resignada a recoger ese galardón literario que le franqueará el camino hacia la nada. Un último reconocimiento que le permita falsificar el futuro.
Escoltada por una ama de confianza, entra a la platea y ocupa un escaño preferente en la fila cero. Por vez primera en mucho tiempo no halla en el apoyabrazos la mano que antes siempre encontraba. A su lado no se encuentra ya la media melena, la media sonrisa, las medias palabras, la media mirada a medio camino entre la desazón peor simulada y el entusiasmo más espontáneo. Cuando Leandra Luz oye que aclaman su nombre pensaba aún en la joven de la nota; si bien como alguien o algo absolutamente gastado o ausente, como ocurre cuando acaba por acabarse la noche, la voluntad de vivir o el celo de las gatas.
La sala corea el nombre de Luz y ella se encamina al encerado, asciende los cinco escalones, desplaza una pierna hacia atrás y la flexiona. Atruenan los aplausos. Desde el centro de la tarima, acepta elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina de 1846 y de su recopilatorio de poemas NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD, dedicado a mis amores de otros siglos. Del acto da testimonio gráfico un único daguerrotipo, tomado tras siete minutos de paciente exposición, entre cuyos sepias se percibe la tristeza de la poetisa galardonada y la solemne gravedad del presidente de la Academia, ambos con una copa de cava en la mano.
Al cabo de dos copas de dorado cava, la poetisa premiada abandonaba la selecta recepción huyendo de su dama de compañía, de los compañeros académicos, de la lírica romántica y del carnaval de vanidades en que se había convertido el vernissage. Y tras un corto trayecto en calesa, Leandra Luz se apeaba en un campo de cruces y lápidas, ubicado a escasa distancia de la población. Ha despedido al cochero que la trasladara del consistorio hasta el campo de los poetas, con instrucciones de no regresar por ella y recomendando discreción por debajo de treinta céntimos de escudo. Desde este momento ya no era ni poetisa romántica ni avanzada periodista ni incandescente mujer de vanguardia. Lea Luz era sólo un par de zapatos poco hechos a caminar por entre hierbas salvajes, cardos, ortigas y el chirriar de la grava. Una mujer en la madrugada silenciosa del cementerio, al pie de una losa anónima perdida en un futuro aún por catalogar.
Leandra Luz avanza la mano y la desliza por la piedra. NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Resigue con dedos emocionados el latido de los trazos en la losa. Junto a ella, un ridículo bolso de mano decorado en plata dorada, en cuyo interior guarda una llave, algunos reales y céntimos de escudo, y esos medicamentos que le permiten superar el día a día sin morir totalmente. Se abandona echando hacia atrás el cuello, el cabello descolgado sobre los hombros. Abre los ojos. La luna es un disco de luto blanco. En la mano, el frasco abierto de láudano o tal vez la arquita cuyo arsénico se administraba para alcanzar una palidez casi lunar. La poetisa recién galardonada aprieta con fuerza el frasco y lo acerca lento a los labios. No precisamente para morir, sino para dormir la locura de ciento cincuenta años sin pensar en nadie. Para morir tiene una arquita de madera de laurel, enrasada de arsénico. Hay un lugar impredecible entre la razón y la imaginación, poco antes del largo camino que conduce a la nada. Y Leandra Luz toma conciencia del miedo, justo en el instante que penetra en esa primera fase de suspensión vital. Justo en el momento que comienza a amanecer sobre la lápida. Lo anuncia el canto del gorrión y el frío muerto de la aurora."

domingo, 1 de marzo de 2015

DON ADRIÁN PIERDE LA FE. (CUENTO)


Aquel anochecer, de rodillas en el reclinatorio, con la cara entre las manos, como fue su costumbre durante tantos años, don Adrián fue consciente, por primera vez, de que había perdido la fe.
Había terminado de  recitar los salmos, el himno y las oraciones del tiempo de vísperas. Todavía el ambiente estaba impregnado con el aroma del incienso de la exposición del Santísimo; había dejado su breviario en el confesionario que tenia a su derecha y un escalofrío le recorrió todo su cuerpo, él pensó que por el relente de la noche de principio del invierno que se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas, ya demasiado viejas de la capilla.
Después no supo decir cuanto tiempo había pasado así, aunque cuando salió a la calle era ya noche cerrada.
Adrián fue lo que se llamaba una vocación tardía. De pequeño no había recibido una educación religiosa al uso. Su familia no era de las que frecuentaban la iglesia como no fuera para los compromisos y las celebraciones sociales. A él le bautizaron por el qué dirían en el pueblo, hizo la primara comunión para no llamar la atención y se confirmó porque también se confirmaba Ernestina.
Luego en el Instituto siguió con ella hasta que ella le dejó porque había encontrado lo que llamó su verdadero amor, pero que realmente se llamaba Javier.
Adrián quedo sumido en una profunda consternación de la que solo pudo salir acudiendo a su confesor de su época de catequesis, quien le recomendó mucha oración y poner su amor en quien nunca le defraudaría.
Y así se decidió. Sus padres consideraron que era un grave error entrar en el seminario, pero tampoco hicieron nada para disuadirle. Adrián siempre había sido un chico dócil, amable y no muy brillante; además la madre naturaleza no le había dotado de belleza física pero sí de elocuencia, aunque ésta no le hubiera servido para convencer a su enamorada, de la que nunca llegó a olvidarse del todo.
El iba para perito mercantil como su padre; en el Seminario le convalidaron varios años de estudios y a los treinta y tantos era ordenado sacerdote por el obispo en la iglesia catedral.
Como era de rigor le mandaron de coadjutor a un pueblo de la sierra con un párroco ya mayor que sin embargo era de ideas más avanzadas que el nuevo curita que durante su época de formación fue forjándose una idea bastante radical de lo que debía ser la moral cristiana.
Sin embargo pronto aprendió a ir acomodándose a las circunstancias y por su carácter afable supo granjearse el aprecio de casi todos. Sobre todo de los niños y de los jóvenes de Acción Católica, cuidando muy bien de que los niños y las niñas siempre guardasen una conveniente separación para salvaguardar la moralidad en sus relaciones. Con las mujeres siempre tuvo una reserva especial y tardó mucho más tiempo en ser capaz de ganarse su aprecio y su confianza.
Organizó un equipo de fútbol, un coro parroquial y se incorporó a la docencia en el colegio para que el párroco pudiese dedicar más tiempo al despacho parroquial.
Tres años después fue ascendido a párroco en un pequeño pueblo cercano y a los cinco, pasó a formar parte del cuerpo de canónigos de la catedral después de un breve periodo al frente de una parroquia de la capital.
El señor obispo se había fijado en él por sus innatas dotes para la oratoria y, ya para entonces, las distintas cofradías se lo rifaban para que hiciese los sermones de los triduos y novenas de sus santos patrones.
Y poco a poco fue aprendiendo a vivir bien. Cuando llegó a formar parte del elitista cuerpo de canónigos catedralicios tuvo que trasladar su residencia al palacio episcopal compartiendo apartamento con dos de sus compañeros, atendidos por unas monjitas que se esmeraban por satisfacer todas sus necesidades materiales.
Por esa época conoció cómo vivía realmente la jerarquía, en un ambiente de confort y abundancia que contrastaba con la vida mucho más austera de los curas de los pueblos, e incluso de las parroquias de la capital.
Este confort y esta molicie de su nueva vida cotidiana le fueron suavizando sus estrictos conceptos morales que había intentado imponer a sus fieles y que él mismo se aplicaba para ser consecuente con su conciencia.
En su vida íntima personal nunca había tenido grandes dilemas de cual debía ser su pauta de conducta. Por su desengaño amoroso se creó una coraza misógina que le ayudó a resistir cualquier tentación de acercamiento a ninguna mujer. Aunque en su época juvenil había tenido algunas experiencias con el sexo femenino, nunca se había planteado cual era realmente su orientación sexual. Cuando en su primer pueblo comenzó su relación con los niños y los jóvenes, sus convicciones morales nunca le permitieron plantearse unas relaciones que pasasen de la admiración afectiva a esos seres inocentes a los que ofrecía siempre un cariño paternal, exento de cualquier maldad.
Fue en la residencia del palacio episcopal. Su vida social se iba limitando considerablemente. Ya no tenía una relación tan directa con los feligreses. Su labor pastoral no pasaba de pronunciar homilías, largas horas de confesionario en la catedral, y su labor como capellán en un convento de clausura de las hermanas clarisas.

Con su familia había perdido prácticamente toda relación desde que murieron sus padres. Sólo sus compañeros de apartamento y las monjitas formaban lo más parecido a lo que podía ser una familia. Al obispo sólo le veía de vez en cuando pero nunca había tenido su confianza.
Don Senén, diez años mayor que él, era uno de los sacerdotes con los que compartía apartamento. Experto en Sagradas Escrituras, filólogo, filósofo y entendido en Arte Sacro, era buen conversador y con él solía mantener largas conversaciones en las que el dogma y la moral solían ser el eje de sus disquisiciones. Una noche, después de tomarse varias copitas de mistela y unos bollitos de aceite que les habían dejado las monjitas en la cocina, don Senén le confesó que hacía ya mucho tiempo que no creía nada de lo que predicaba la Iglesia.
Ante la estupefacción de Adrián le dijo que durante un tiempo mantuvo trato carnal con varias mujeres pero que había llegado a la conclusión de que su verdadera opción sexual eran los hombres, y que desde entonces, había tenido distintas parejas que llenaban sus necesidades afectivas.   
Adrián que nunca se había atrevido a cuestionarse sus planteamientos religiosos ni los dogmas católicos, escuchaba atónito como su viejo compañero iba desmontando las creencias de la fe, enfrentándolos con los argumentos de la razón; para terminar confesando que no había sido valiente para obrar en consecuencia y que había decidido seguir con esa vida plácida que le brindaba la vida religiosa.
Para Adrián esta revelación fue mucho más traumática que su desengaño amoroso. No era capaz de rebatir los argumentos de su amigo, pero no podía admitir que hubiera vivido en un tremendo error durante toda su vida y que todos los fundamentos de su vida se desmoronasen definitivamente.

Al salir de la capilla y mientras llegaba, casi aterido de frío a su residencia, hizo un recorrido por lo que había sido su vida y no encontró nada coherente que justificase su existencia. Pero, como su amigo Senen, tampoco iba a ser valiente, y supo que continuaría con sus sermones, su confesionario y sus oficios, para el resto de su triste, muy triste,  vida.

viernes, 27 de febrero de 2015

¿PERO, QUIÉN HA GANADO EL DEBATE DEL ESTADO DE LA NACIÓN?


No pude seguir en directo el debate por televisión, porque tenía otras cosas más importantes que hacer. Después estuve haciendo zapping por las distintas cadenas para enterarme de lo que había pasado. Como no me aclaraba, entré en Internet para ver lo que decían los diarios digitales. Pues nada, que no había quién se enterase del ganador del dichoso debate.
Unos decían que Rajoy, otros que Sánchez; había hasta quienes decían que los ganadores habían  sido los ausentes, Iglesias o Rivera, pero leyendo todo, no llegabas a saber quién había sido el auténtico ganador del debate de la nación.
Lo único que se podía deducir es que los participantes hablaban de datos muy diferentes y contradictorios; parecía que estaban hablando de países diferentes. Y cuando ya no quedaban argumentos, pues lo fácil: recurrir a los insultos, a los infundios y a las amenazas, ante el regocijo de sus respectivas bancadas cuanto más gruesa era la artillería que utilizaban sus líderes.
A la vista de todo esto he llagado a la conclusión, por supuesto muy personal, de que ninguno de los participantes ganó el debate, y quien perdió, como casi siempre, fue la Nación.


Para la próxima, se podría utilizar el Bernabeu o el Vicente Calderón. Allí con las gradas repletas de hinchas, con sus banderas y cánticos, por lo menos, el debate sería más colorista y se podría poner un árbitro (Celia, no) que al final determinase el ganador. Así, los periódicos y los telediarios lo tendrían más fácil poniendo al debate un uno, un equis o un dos.
Lo que no sé es si se llegaría a terminar el debate, porque posiblemente el árbitro no tendría más remedio que sacar demasiadas tarjetas rojas.
O sea, como dijo el Propio Rajoy:
¡¡PATÉTICO!!
*patético, ca.

- Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía.

SINÓNIMOS:  melodramático, trágico, fúnebre, sombrío, triste, doloroso.


Nota: Un poco de todo esto tuvo el debate del Estado de la Nación.

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LOS PELEGRINITOS

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La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

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La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

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Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

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Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

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PASODOBLE DE CHINCHÓN

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