"Leandra
Luz asciende los cinco escalones del estrado, desplaza una pierna hacia atrás y
la flexiona; atruenan los aplausos. Desde el centro de la tarima acepta elogios
y distinciones en nombre de la poesía femenina de 1846. Del acto da testimonio
gráfico un único daguerrotipo, tomado tras siete minutos de paciente
exposición, entre cuyos sepias se percibe la tristeza de la poetisa galardonada
y la solemne gravedad del presidente de la Academia, ambos con una copa de cava
en la mano. No se guarda, sin embargo, constancia de lo acaecido durante la
emotiva ceremonia ni del selecto vernissage que se ofreció a continuación. Ni a
qué horas Leandra Luzdecidiera recogerse ni cómo fue que
encontraron el cadáver de la poetisa en un campo de cruces y lápidas, ubicado a
escasa distancia de la población.
De hecho ese mismo día, en la villa
donde horas después tendría lugar la entrega de premios, cuando el sol apenas
si penetraba los visillos del hotel, la romántica suite nos mostraba a una
Leandra Luz desperezándose, con el cabello todavía enredado en la almohada. Nos
mostraba el tapizado floral de un sillón de tocador y un corsé estrecho como un
reloj de arena, dos zapatos de serpiente marina subidos a sus más íntimos
pantaloncitos y, en la mesita de noche, algunos volados, encajes, bordados,
cintas, plumas, lazos y un frasco de láudano que la miraba directamente a los
ojos. Y en una esquina de la mesita, una nota: Sobre todo no me quieras.
A la poetisa le costó leerla. Un temblor nervioso
agitaba sus manos. Cómo imaginar que la autora de las cinco palabras de la
cuartilla era la misma persona que había consumido con Leandra
la larga fiebre de aquella noche. Imposible dar crédito a lo que leía. Leandra
la conocía bien. Después de todo, entre las dos habían incendiado a escondidas
las noches de aquel año. Una tras otra desde que la autora de la nota le
manifestara que no había venido al mundo para nadie en concreto, y que era
absolutamente libre para irse a vivir con quien más le conviniera, hombre o
mujer.
Fue su pupila predilecta. Desde el
momento en que se presentó en la escuela y pidió que la acogiera junto a las
otras muchachas, la chica de la nota en la mesita de noche se convirtió en su
favorita. Le bastó con improvisar un poema inacabado mientras bailaban en el
aire sus cabellos, utilizando como espejo la sonrisa aprobatoria en la mirada
de Luz. Y allí donde no fuera aceptada una ahijada secreta de Isabel II, en ese
taller a cuyas conferencias acudía, según las crónicas románticas, lo más
granado de la lírica en busca de emociones íntimas e inaccesibles ideales,
ingresó la joven que un amanecer escribiría aquel brevísimo adiós en papel
memorándum.
Y a partir de casi nada, Leandra Luz
la fue inventando. La sueña, la viste, la destruye, la despierta, la rechaza,
la reconstruye, la provoca, la retiene a su lado, le oprime una mano, le acerca
un beso, le confía un secreto al oído: Antes de componer un solo verso, con la
mente y el alma en blanco, has de poner a recitar el corazón y el claustro de
tu sexo y hasta los hoyuelos de las corvas y de los tobillos, si fuese
necesario. Era allá donde la muchacha del papel en la mesita debía buscar
siempre, y ya vería cuán rápido la musa Erato se instalaba en ella y se le
manifestaba con sus rimas. La musa siempre cumplía su parte. Y a partir de ahí, sirviéndose
de aquellos secretísimos recursos, seguro que la alumna igualaba a la maestra
antes de agotarse agosto. Tenía el don. Tan pronto declamaba un poema como
improvisaba nuevos versos. Lea Luz supo que tenía ante sus ojos a la futura
reina del romanticismo. A la próxima Flor Natural del Círculo de Poesía.
Un
algo de absenta y unas gotas de láudano entusiasmaron a una aspirante que se
hizo besar hasta saciarse plenamente. Se juraron de manos y boca no separarse
nunca. A lo largo de aquel verano de 1846 se las vio juntas por diferentes
escenarios, en escandalosa soledad a veces, ocasionalmente en calesa,
acompañadas de mucama, dueña, lacayo y cochero. Bebieron agua de todos los ríos
y ninguna era más dulce que otra. Caminaron en ropa de baño por la ribera, al
amparo de un quitasol y su lánguida molicie, con el propósito de que el diablo
no les hurtara la sombra. Se detienen, se arrodillan. A la joven que
abandonaría el lecho para escribir una nota le apetece hacerse visible en un
remanso, pero el cabello se echa a volar y le hurta su rostro al espejo del
agua. Se zambulle entre dos rocas. Sale del regato, se tiende en la grama. Pide
a Lea que le recorte la melena para ofrecerla al dios fluvial. En improvisados
alejandrinos le suplica éxitos para su protectora en el universo literario. La
corriente escucha la plegaria, recoge los mechones y sigue su camino.
—Lo
hago por ti, Lea Luz —el cabello corto, mal peinado, en rizos húmedos y muy
apretados—. Que el río arrastre mi sacrificio al mar
Dentro
de la inmensa noche del último verano de Leandra Luz, el universo era una
espaciosa cama de sábanas deshechas tras la incontrolada combustión de sus
encuentros. Todo lo contrario acontecía durante las amables sombras del
atardecer, cuando el universo se enfriaba entre pórticos antes que ambas
mujeres hubieran acabado el té. Enormes mangas hinchadas, lazos suspendidos,
los colores rosa de una doncella sonrojada. La chica que se levantaría temprano
para garabatear una nota mantiene la taza en alto a la altura de los labios. En
el centro de la plaza, una fuente con gorriones y cuatro caños soplan antojos
románticos a oídos de la muchacha. El té todavía quema; pero ella cierra los
ojos y se apresura a tragarlo.
—Llévame
hasta ese campo de cruces y lápidas —la taza se deja llevar plácida hasta el
plato. Pero ella no se deja; en ella hay una tristeza rebelde que se extiende
frente a sus ojos como un velo de humo—. Quiero conocer dónde descansan los
poetas suicidas.
Conozco
un lugar; absolutamente romántico —a una señal del maestresala dos camareros se
apresuran a retirar las sillas—. Tal vez otro día.
Seis
días antes del fallo. Domingo tres de noviembre. En la villa donde se celebraba
el certamen, una pareja enamorada recorre con audaz timidez el camino que
circunda la tapia prohibida. Los dedos trabados de dos manos que caminan en dirección
al camposanto de los suicidas. Acceden por una verja de forja negra. Es una
extensión plana, sin colmenas de nichos, sin obra vertical, sin falsas bóvedas.
Solamente vegetación espontánea. Sólo mil años de sepulturas, de mármol, de
granito lamido por la lluvia, de urnas de barro. Los mil años de silencio desde
la fundación de la villa; pero ningún ángel. Ninguna cruz. Tampoco hay perros
yacentes, ni palomas ni espadas de fuego en el camposanto de los poetas
románticos. Quedan, sí, la hierba salvaje, los cardos, las ortigas y los golpes
de maza en algún lugar apartado. Golpes de maceta y cincel y el chirriar de
grava por el camino que se abre paso entre tumbas.
Cesan
los impactos. Al maestro tallista se le han caído las herramientas de la mano.
Se revuelve visto y no visto. Tiene frente a él a dos ánimas; una de ellas
cubierta y tocada con un velo de gasa blanca, y la segunda con la cara al
descubierto y el cabello cortado a trasquilones, seguramente en penitencia por
sus pecados en vida. Tose; escupe. Respira para desalojar el miedo y para
vaciar los pulmones de ese polvo de roca que le abrasa la garganta. Al cabo de
un instante de luz descomponiéndose a pedazos sobre el blanco hábito de las
ánimas, la eternidad se evaporó de golpe y una voz de este lado del mundo le
preguntó para quién tallaba la losa.
—Tiene
dueño la piedra —le habla a través del velo, en uno tono inusualmente bajo, tal
vez con la idea de que el artesano estaba hecho al gran silencio de la muerte.
—Aún
no trae inscripción, señora. Pero la voy ajustando a la fosa; por adelantar mi
labor —sostiene con pulso firme una gorra de visera contra el pecho. Como todos
los valientes ha pasado mucho miedo—. Es una piedra que espera propietario.
—Déme
precio —la dama más otoñal, absolutamente resuelta, con muchísima seguridad
pintada en la boca—. Y labre la siguiente inscripción: 1990-2015; NOS AMAREMOS
EN LA ETERNIDAD.
—Se
me hace a mí que no la entendí bien, señora —le estallan los pulmones en un
acceso de tos. Y le insiste a la dama en su confusión con las fechas, por si la
voz se hubiera desvanecido con el espasmo—. Sin ofender; pero pienso yo que se
equivoca: ¿dijo usted dos mil o mil ochocientos?
Sí,
la fecha es correcta. El cantero había entendido bien. Leandra decide apartarse
de un sol que ya comienza a molestar. Y no; a Leandra no se le había olvidado
el nombre de la persona desaparecida. Sencillamente: no hay ningún nombre que
grabar. Nadie se ha inmolado recientemente en el campo de los poetas. NOS
AMAREMOS EN LA ETERNIDAD reúne unos poemas dedicados a una joven no nacida aún.
Un lema, un título. Poesías en cuyos versos vive Leandra Luz antes que la
desconocida joven viva. Por eso ha decidido grabar la leyenda del poemario en
una losa sepulcral, para conservar durante siglo y medio el recuerdo de sus
rimas a buen recaudo.
El
tallador queda a solas con el encargo y la compañía pura y grande del sol. Una
losa para el año dos mil. Se calza la gorra de visera con ánimo de reanudar el
trabajo. Un billete para la vida eterna a nombre de alguien que aún no ha
nacido. Toma la maza y descarga un golpe sin convicción. Cuyos abuelos ni
siquiera han nacido aún. Sacude la cabeza brevemente y deja caer un segundo
golpe, contundente.
—¿Y
esa cara? —El inocente enfado de la joven le golpea duro a Leandra en el pecho.
Uno más de los silencios con que tan a menudo maltrataba a la maestra. Por lo
normal, la chica que echará a correr después de escribir un mensaje se maneja
muy mal con los celos. Se niega a enfrentarse a los ojos de su mentora. Todo
por otra mujer. No entiende que una extraña de otro siglo le inspire a nadie un
manuscrito ganador. Desea llorar hasta el cansancio; disfrutar de la excitación
del llanto hasta que se le hinchen los párpados. Y que cuando deje de llorar se
reencuentren en la moqueta del hotel, sonriendo de afecto y de ternura y sin el
escozor que la atormenta desde la conversación con el marmolista. Que arrastra
consigo en ese lugar de la mente donde nunca cicatrizan las quemaduras.
Sobre
la moqueta de la habitación reposa un quitasol de mango de marfil y ocho
varillas, en cuya cubierta de algodón destacan pálidos motivos florales,
acordes con el traje de Leandra. Sobre el silloncito del tocador, las livianas
transparencias del vestido y, bajo un embozo de percal blanco, el cuerpo de la
escritora enredado a las sábanas, el cabello hacia uno y otro lado de la
almohada, pezón sucinto y finísimo vello en el pubis. Un cuerpo suplicante que
solicita tregua. Aun así, la muchacha del papel en la mesita tarda en responder
a la voz del sexo. No comprende, no le cabe en el alma que haya tantas
variedades de amor como de rimas.
—No
me mires de ese modo —a Leandra Luz le toma tiempo orientarse en la luz. Hoy no
consigue ver más allá de algunos destellos rotos y un rastro de tristeza en las
pupilas de su protegida—. Aún sabes muy poco del amor —de lado, sobre un codo,
entreabriendo ligeramente el embozo del cobertor—; ven, acuéstate.
Una y
otra bajo el cachemir de una única colcha, centímetro de piel contra centímetro
de piel. Descubrirla pegada a su lado es prueba concluyente de entrega. Con
ella a lo largo de su cuerpo; las cabezas muy próximas sobre la almohada. Pero
pronto Leandra descubre que se engaña. La muchacha le hurta la mirada, finge
que no la ha rozado. No serán suficientes unos labios que esperan abiertos.
Ningún aprecio; juega, sí, con su pelo trasquilado. Se limita a dejarse hacer
sin entrega, venciendo beso a beso la tentación de ceder. No se abandonará
mientras Leandra Luz persista en su descabellada fantasía. Ambas piernas
encogidas bajo el percal de las sábanas, la mano indiferente entre los muslos,
y un encarnizado empeño por despedazar cualquier manifestación de afecto.
Prolongará su amnesia emocional mientras ella, Leandra Luz, no la reconozca
como única y genuina musa de su poemario. Imperturbable.
Se
levanta sin despeinarse. Una noche más sin que la maestra haya cambiado de
opinión. Una noche más sin que la joven de la cuartilla y el portaplumas
claudique. Abandonada al placer de ver cómo Lea Luz no se cansa de recorrer su
cuerpo; absolutamente pasiva. Expectante. La última noche. Las rimas que
creyera suyas son ahora de una desconocida encerrada bajo las losas del tiempo.
De acuerdo, pues. Lo mejor es borrar el amor con un beso mudo, perdido en el
aire. Y como ningún beso es eterno, que se quede Leandra con su reata de rimas.
Para toda la eternidad.
Una
última mirada al espejo. El cabello corto había sobrevivido bien al sueño. Tal
vez descubra un rictus amargo en el rostro, pero ningún rastro de los efectos
secundarios de las lágrimas. Con pasos de convaleciente postoperatoria, se
planta en la puerta y pone medio pie en el pasillo. Pero al instante rectifica.
Busca con los ojos algo con qué escribir y cruza el dormitorio. En el buró
halla papel con el timbre del hotel y un tintero de vidrio soplado. Junto al
recipiente de los polvos secantes hay espacio suficiente para dos plumas de
cisne. Levanta el cálamo y, tras un primer ir y venir del papel al tintero y del
tintero al papel, la muchacha toma conciencia de ese miedo que husmea los
finales de una relación. El ángel de Leandra mira a su mentora fijamente;
durante un minuto entero. Vacila. Regresa del tintero y traza sobre el papel
unas pocas letras, picudas como púas de rosal.
Sobre todo no me quieras.
Planta
cara a la hoja y la embarra con el asco de amarla tanto aún. Ya no me quieras
más. Dobla el billete en cuatro y lo coloca sobre la mesa de luz, bajo el
frasco de láudano. Y en la mitad de medio segundo abandona ese espacio frío que
queda al despedirse. El sonido de la puerta al cerrarse y el resto de un
perfume carísimo sobresaltó a Leandra Luz. No puedo seguir contigo. A su lado
el hueco que ella había dejado y la lentitud del primer sol arrastrándose por el
cachemir. La vida no es sino una separación tras otra.
Leandra
Luz no le hace el menor aprecio al papelito bajo el frasco. A esa nota entre la
palmatoria, el collar, su diario personal, una arquita con arsénico y el gorro
de dormir de la alumna ausente. Suave indiferencia. Hacia ese billete sumergido
entre múltiples
volados, encajes, cintas, bordados, plumas, lazos y el frasco del maldito
láudano que la miraba directamente a los ojos. Despreocupada tibieza. Es más, nada de lo que pudiera escribirle la
sorprendería. Lo esperaba. Temía y deseaba ese momento. Y porque deseaba
liberarla del chantaje del amor, Leandra la había empujado suavemente fuera de
su cama.
Lo
prioritario ahora es extender polvos de arroz para rebajar el tono de las
mejillas. Olvidarse de la nota. Una línea oscura alrededor de los párpados y
remarcar de azul las ojeras, para alcanzar ese aspecto ideal de mujer enferma.
Ni una triste mirada al billetito. Rojo intenso para perfilar los labios, en
forma de corazón. E ingerir un poco de arsénico a fin de que la piel se muestre
extremadamente translúcida esta noche de premios, que quede patente el azul de
las pequeñas venas.
Leandra
Luz da un paso atrás con intención de echarle una mirada de satisfacción al
espejo. Que la ayuda de cámara del hotel dejara el corsé como el cuello de un
reloj de arena, para pronunciar más el escote. Satisfecha, se ahueca las
enaguas y se acomoda los pechos. Desciende las escaleras, se adorna con el
desbordante silencio del hall y toma asiento en la oscuridad del coche que la
aleja de las ciento una bujías de gas del hotel. Se acomoda en el coche de
punto y ordena ir al salón de plenos de la ciudad, resignada a recoger ese
galardón literario que le franqueará el camino hacia la nada. Un último
reconocimiento que le permita falsificar el futuro.
Escoltada
por una ama de confianza, entra a la platea y ocupa un escaño preferente en la
fila cero. Por vez primera en mucho tiempo no halla en el apoyabrazos la mano
que antes siempre encontraba. A su lado no se encuentra ya la media melena, la
media sonrisa, las medias palabras, la media mirada a medio camino entre la
desazón peor simulada y el entusiasmo más espontáneo. Cuando Leandra Luz oye
que aclaman su nombre pensaba aún en la joven de la nota; si bien como alguien
o algo absolutamente gastado o ausente, como ocurre cuando acaba por acabarse
la noche, la voluntad de vivir o el celo de las gatas.
La sala corea el nombre de Luz y ella
se encamina al encerado, asciende los cinco escalones, desplaza una pierna
hacia atrás y la flexiona. Atruenan los aplausos. Desde el centro de la tarima,
acepta elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina de 1846 y de su
recopilatorio de poemas NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD, dedicado a mis amores de otros siglos.
Del acto da testimonio gráfico un único daguerrotipo, tomado tras siete minutos
de paciente exposición, entre cuyos sepias se percibe la tristeza de la poetisa
galardonada y la solemne gravedad del presidente de la Academia, ambos con una
copa de cava en la mano.
Al cabo de dos copas de dorado cava,
la poetisa premiada abandonaba la selecta recepción huyendo de su dama de
compañía, de los compañeros académicos, de la lírica romántica y del carnaval
de vanidades en que se había convertido el vernissage. Y tras un corto trayecto
en calesa, Leandra Luz se apeaba en un campo de cruces
y lápidas, ubicado a escasa distancia de la población. Ha despedido al cochero
que la trasladara del consistorio hasta el campo de los poetas, con instrucciones
de no regresar por ella y recomendando discreción por debajo de treinta
céntimos de escudo. Desde este momento ya no era ni poetisa romántica ni
avanzada periodista ni incandescente mujer de vanguardia. Lea Luz era sólo un
par de zapatos poco hechos a caminar por entre hierbas salvajes, cardos, ortigas y el chirriar de la
grava. Una mujer en la madrugada silenciosa del cementerio, al pie de una losa
anónima perdida en un futuro aún por catalogar.
Leandra Luz avanza la mano y la
desliza por la piedra. NOS
AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Resigue
con dedos emocionados el latido de los trazos en la losa. Junto a ella, un
ridículo bolso de mano decorado en plata dorada, en cuyo interior guarda una
llave, algunos reales y céntimos de escudo, y esos medicamentos que le permiten
superar el día a día sin morir totalmente. Se abandona echando hacia atrás el
cuello, el cabello descolgado sobre los hombros. Abre los ojos. La luna es un
disco de luto blanco. En la mano, el frasco abierto de láudano o tal vez la arquita
cuyo arsénico se administraba para alcanzar una palidez casi lunar. La poetisa
recién galardonada aprieta con fuerza el frasco y lo acerca lento a los labios.
No precisamente para morir, sino para dormir la locura de ciento cincuenta años
sin pensar en nadie. Para morir tiene una arquita de madera de laurel, enrasada
de arsénico. Hay un lugar impredecible entre la razón y la imaginación, poco
antes del largo camino que conduce a la nada. Y Leandra Luz toma conciencia del
miedo, justo en el instante que penetra en esa primera fase de suspensión
vital. Justo en el momento que comienza a amanecer sobre la lápida. Lo anuncia
el canto del gorrión y el frío muerto de la aurora."