Su
madre no lo supo hasta que llegaron. Las ecografías no lo habían detectado y
después fue un caso a estudiar por los alumnos de la Facultad de Medicina. Eran
dos y llegaron por sorpresa. La primera Edelmira y la segunda, Segunda; aunque
para economizar, a una siempre la llamaron Edel y a la otra Segun; y eran
totalmente iguales. Ni una señal, ni un peca, ni un lunar, no había nada que
diferenciase a la primera de la segunda. Pesaron lo mismo, tenían el mismo
pelo; hasta las uñas de las manos y de los pies eran idénticos.
Ya en
la Maternidad les pusieron un letrerito con el nombre de cada una, Edel la
primera Segun la segunda. Después las dos querían mamar del mismo pecho, las
dos se dejaban dos rayitas del biberón, las dos se hacían caca al mismo tiempo
y a las dos le salió el primer diente el mismo día.
Las dos
lloraban igual, dijeron “papa” al unísono, y sus voces tenían el mismo timbre y
la misma entonación. No hubo más remedio que continuar con el recurso del
cartelito con su nombre para distinguirlas. El cura se tuvo que cerciorar de
quien era cada una, antes de echarles el agua bendita por la cabeza.
La
madre pensó que una solución sería vestirlas de forma diferente, pero las dos
lloraban si no iban igual que su hermana. Después en el colegio, ni las amigas,
ni las profesoras eran capaces de distinguirlas.
Como
suele ocurrir en estos casos, según me han comentado los que han estudiado este
fenómeno, ellas se solían cambiar el letrerito del nombre para pasar por la
otra cuando así les convenía, y no veáis cómo se reían con los equívocos que se
producían.
Pero,
con el tiempo, después de pasar las paperas, la varicela, el sarampión, la
gripe y las viruelas al mismo tiempo, surgió una grave controversia entre
ellas. Segun quería llamarse Edel y ésta quería llamarse Segun, y como llegaron
a la conclusión de que era imposible llamarse las dos igual, decidieron ellas
solas, sin decírselo a nadie, echar a suertes el nombre que llevaría a partir
de ese momento cada una de ellas.
El
proceso era sencillo; pondrían dos trocitos de papel convenientemente doblados, cada uno con un nombre, en una bolsa de tela y cada una sacaría
un papelito.
Edel,
que para eso era la primera, sacó el primer papelito, Segun, el segundo; en el
de Edel ponía Segun y en de Segun, Edel; como era de esperar tratándose de un
cuento. Si hubiera sido en la realidad, a Edel le habría salido Edel y a Segun,
Segun.
Pero
siguiendo con el cuento, ni Edel ni Segun quedaron conformes y después de mucho
discurrir y meditar llegaron a la conclusión de que era imposible encontrar una
solución a su problema, porque en cualquier circunstancia el maldito nombre les
haría diferentes.
Cuando
llegaron a la pubertad, las dos se enamoraban siempre de los mismo chicos y no tenían más
remedio que compartirl0s. Cuando estaban con ellos, aunque nunca al mismo
tiempo, las dos se llamaban Edel o Segun
en función de quien había iniciado el idilio, y ellos no se enteraban del
cambio, porque las dos besaban igual, y su piel tenía la misma tersura.
Segun,
posiblemente por ser la segunda, era más propensa a los celos y no llevaba bien
lo de compartir el amor con su hermana y ahora rival. Un día se lo dijo a
Gustavo, que ahora era su novio, quien se maravilló de no haber logrado
diferenciar a las dos hermanas.
Le
convenció para fugarse los dos a tierras lejanas, a orillas del mar, donde nadie les conociese y
su hermana no fuese capaz de localizarles. Se cambió el nombre y desde que se
casaron, se llamó Edel. Muy lejos de allí, Edel lloraba desconsolada no por
Gustavo, sino por Segun y a modo de venganza cruel, desde entonces rompió el
cartelito de Edel, se hizo llamar Segun, y nadie se enteró.