La vida de Rosa se había vuelto monótona. El Amo distanciaba las visitas que solían coincidir con los altercados que tenía con su mujer, cuando hacía algo impropio y se propasaba con alguna de las criadas. La niña ocupaba la mayoría de su tiempo y desde que faltó el tío Bigote, no tenía más noticias de Recondo que cuando recibía alguna esporádica visita de su padre, cuando venía a la capital para traer un carro de melones o acompañando a los arrieros que le contrataban como ayuda para traer vino a las tabernas de Madrid.
Si el vino de Recondo era apreciado, mucho más lo era su aguardiente anisado, que hasta había obtenido algún premio internacional a su calidad. Junto con el vino todos los arrieros traían unas garrafas de arroba del preciado licor que cada vez era más solicitado como reconstituyente y como un buen digestivo para después de las comidas.
Esta fama ya venía de lejos, cuando los cosecheros de vino, al no vender toda la producción anual, y no conocerse aún los métodos de conservación del vino que descubrirían años después los vinateros franceses, no tenía más remedio que utilizar los excedentes para quemarlo en alambiques y así filtrado lograr el aguardiente, que mezclado con un jarabe de anís o matalahúga se convertía en el licor que había dado fama a Recondo.
Uno de estos viajes de su padre coincidió con la boda del Rey don Alfonso XIII con la princesa Victoria Eugenia de Battembrerg. Toda la Capital estaba engalanada y se habían organizado grandes fiestas para celebrar el acontecimiento. El padre de Rosa tuvo que permanecer dos días en Madrid y se quedó a dormir en casa de su hija. Era el día 31 de Mayo de 1906, se había decretado fiesta en la capital y todos los comercios estaban cerrados. Los colegios habían dado vacaciones para que los niños también pudiesen participar en la alegría por la boda del Rey de España.
Amaneció una mañana soleada y agradable. Rosa aprovecho que su padre podía quedarse con la niña para salir temprano acompañando a Julia y a la señora Susana para ver de cerca la comitiva.
Como la catedral de la Almudena estaba en obras, la ceremonia nupcial se celebró en la Iglesia de San Jerónimo el Real. Después la comitiva partiría con destino al Palacio Real, donde se celebraría una gran recepción para todos los invitados que habían llegado de las principales Monarquías Europeas.
Los recién casados en una carroza tirada por seis caballos blancos, saludaban al pueblo de Madrid que ocupaba las aceras de todas las calles del recorrido.
Rosa y sus vecinas habían cogido sitio a la entrada de la calle Mayor, junto a la Puerta del Sol. Habían tomado un chocolate con churros y esperaron más de hora y media, hasta que vieron aparecer el cortejo por la calle de Alcalá. Cuando la carroza de los reyes pasó a su lado pudieron constatar que no era exagerado el apelativo de la “Princesa más bella de Europa” con el que se aludía a la ya Reina doña Victoria Eugenia. Los balcones llenos a rebosar lucían banderas de España, mantones de Manila o simples colchas, y sus ocupantes no paraban de arrojar ramos de flores cuando llegaba hasta ellos la carroza real.
La comitiva estaba formada por una multitud de carrozas que iban escoltadas por la guardia real a caballo. Además se habían tomado todas las precauciones para evitar cualquier contratiempo, colocando a muchos policías de uniforme y de paisano por todo el recorrido, porque había sospechas de algún intento de alteración del orden público por los grupos anarquistas, que habían estado más activos que de costumbre durante las últimas semanas.
La comitiva se movía muy despacio y cuando terminada de pasar toda la escolta, muchos de los espectadores continuaban detrás de la comitiva intentando llegar hasta el Palacio Real, aunque era difícil avanzar por la calle Mayor.
Al llegar la carroza real a la altura del número 88, se detuvo un momento porque algo asustó a uno de los caballos. Desde los balcones que en ese punto estaban más cerca de la comitiva porque la calle se estrechaba, no paraban de caer flores, como en todo el recorrido.
De uno de ellos salió en ramo de flores, que cayó cerca de la carroza. Un gran estallido atronó el mediodía madrileño. Fueron minutos de confusión y el pánico cundió entre los espectadores que estaban cerca. La guardia real rodeó la carroza real, que escoltada por el grueso de la escolta enfiló el último tramo de la calle Mayor, para torcer por la calle de Bailén y refugiarse en el cercano Palacio Real. El resto de las carrozas quedaron bloqueadas por la multitud y la policía se veía sobrepasada por los acontecimientos, intentando mantener a salvo a tan ilustres acompañantes.
Los policías que estaban apostados en las cercanías, enseguida localizaron la casa de donde había salido el ramo asesino. Tirados en las aceras y en medio de la calle, había personas mutiladas por la metralla de la bomba. Decenas de muertos y muchos más heridos eran atendidos por los que habían salido indemnes de la explosión, en espera de la llegada del personal sanitario que se había previsto para el caso de cualquier emergencia.
A sólo unos metros más arriba de la calle Mayor, Rosa y sus acompañantes se veían arrastradas por el tumulto de gentes que empujaban en las dos direcciones; unos hacía la Puerta del Sol, para intentar huir de donde había sonado el estruendo y otros empujando hacía el Palacio Real para enterarse de lo que había ocurrido. Como pudieron llegaron al ensanchamiento de la Puerta del Sol, donde ya se podía andar con una cierta facilidad. Nadie sabía decir lo que realmente había pasado.
Alguien que había subido hasta Sol, adelantando por la calle Arenal, fue el primero que dijo algo de un atentado. Pocos minutos después otro decía que habían matado a la reina; poco después se confirmaba que la carroza de los reyes había llegado a Palacio sin ningún daño. Se hablaba de muchos muertos y muchos heridos.
-¡Han detenido al asesino! Gritó una mujer que subía por la calle Mayor y que parecía estar bien informada, por los detalles que daba.
La policía invitaba a todos a desalojar la plaza y las calles de alrededor y ordenaba que cada uno se marchase a casa. Las tres mujeres muy asustadas se encaminaron a la Plaza de Santo Domingo para bajar a toda prisa por la calle de Leganitos.
Tenían que ir dando las noticias que conocían a los que se cruzaban con ellas y que estaban ansiosos de conocer lo que había pasado.
El tío Indalecio respiró tranquilo cuando vio, desde el balcón, aparecer a su hija y a las vecinas por la calle abajo. Había pasado casi una hora desde que se oyó el estruendo y empezaron a correr rumores de lo que podía hacer ocurrido.
Al día siguiente ya todo Madrid conocía el nombre de Mateo Morral, un anarquista que había intentado matar a los reyes y que cuando era conducido a la cárcel después de ser detenido, se había suicidado para librarse del juicio y del garrote vil al que sin ningún género de dudas habría sido condenado.
Cuando el tío Indalecio llegó a Recondo tuvo que contar miles de veces todo lo que había visto y oído el día en que fue testigo casi directo del intento de asesinato de los reyes de España, el mismo día de su boda; no escatimando ninguna clase de detalles, la mayoría de ellos escuchados a sus hija y alguno de ellos inventados, pero que daban una mayor verosimilitud al relato de los hechos. Durante unos días el pobre tío Indalecio, que hasta entonces no había pasado desapercibido en el pueblo, fue la referencia obligada para todos los que querían saber lo ocurrido.
- A mí me lo ha contado el Indalecio que estuvo en Madrid ese día. Aquello debió ser horroroso… más de ochenta muertos, y no sé cuantos heridos…
Indalecio Buitrago tuvo, así, su momento de gloria, del que se acordaría el resto de su vida.