- Pasa, Eugenio… no te quedes en la puerta…
- Perdone, D. Esteban, está abajo el tío Indalecio Buitrago, el padre de Rosa la criada, y dice que quiere hablar con usted.
- ¿Sabes lo que quiere?
- No. No ha querido decirme nada… dice que es un asunto particular que tiene que tratar personalmente con usted.
- ¿No será con la señora?
- No, ha dicho que con usted personalmente.
- Pues dile que suba, no tengo mucho tiempo, pero veremos qué es lo que quiere…
El Indalecio estaba a punto de cumplir los cuarenta y cinco, pero su aspecto era de ser mucho mayor. Había trabajado de jornalero en todas las casas principales de Recondo y era apreciado por su seriedad y por su disponibilidad. Se había casado con Rosario que sirvió en la casa de los padres de doña Elvira, y había tenido dos hijas, Mercedes, y Rosario, a quien todos llamaban Rosa y que servía en casa de don Esteban y doña Elvira.
Se había quedado en el quicio de la puerta con la boina entre las manos.
- Entra, Indalecio… entra y siéntate…
- Si no le importa, señorito, prefiero quedarme de pié.
- Pues tú dirás, Indalecio.
- A mi Rosa la ha dejado preñada su hijo.
Don Esteban levantó la vista del contrato que tenía sobre la mesa y que había seguido leyendo sin hacer demasiado caso a lo que le decía su visitante.
- ¿Qué dices?
- Pues eso, que mi hija Rosa, está embarazada de su hijo.
- ¿Estas seguro?
- Sí, don Esteban, estamos seguros…
- ¡Esto tenía que pasar! ¡Tarde o temprano, esto tenía que pasar! Esto no lo dijo en voz alta sino que lo pensó para sus adentros. ¿Y de cuanto tiempo está?
- De dos meses y medio… según dice ella.
- Puede ser una falsa alarma… y además ¿Cómo sabe que ha sido mi hijo?
- Ella dice que el la forzó y que no lo ha hecho con nadie más… Pregúntele a su hijo…
Pensó que no hacía falta preguntar nada. Durante unos segundos quedó pensativo. Miró al Indalecio que permanecía de pié delante de él, con la boina entre las manos, el semblante sombrío y los ojos bajos.
- ¿Y qué se puede hacer?
- Se podrían casar…
- ¡De ninguna manera! ¡Eso sí que no!
- Pues usted dirá don Esteban…
Como buen tratante, sabía que no debía adelantarse a ofrecer nada, sin antes escuchar las propuestas que le pudiera hacer el Indalecio, que seguro que serían más bajas que lo que él le fuese a ofrecer.
- ¿Qué habías pensado tú?
El Indalecio que era espabilado y había previsto que la conversación podría devenir a estos términos, calló durante unos segundos, levantó los ojos y miró fijamente al señor que no estaba acostumbrado a que un criado se atreviese a retarle con la mirada; tragó saliva y muy despacio, como midiendo cada una de sus palabras, empezó a hablar en un tono pausado.
- Yo creo que no sería bueno, ni para ustedes ni para nosotros que esto trascendiese en el pueblo. -Hizo una pausa y continuó-. Para nosotros será una vergüenza pero para ustedes será mucho peor, será un baldón para toda su familia, que siempre ha tenido buena fama en Recondo, y la fama de su hijo quedará en entredicho y, sin duda, será algo muy desfavorable cuando quiera encontrar esposa, y más conociendo la forma de pensar de las principales familias del pueblo.
El tono de su voz seguía siendo bajo pero sus palabras eran firmes y se veía que traía su discurso bien preparado. El señor le había escuchado sin atreverse a interrumpir y aunque procuraba disimular, en el fondo estaba totalmente de acuerdo con lo que su interlocutor estaba diciendo. Tenía bien claro que nunca autorizaría la boda de su hijo, y eso también lo sabía el padre ultrajado. Por otra parte, los dos eran conscientes de que todo podría tener arreglo con dinero, y eso, en este caso, no sería un obstáculo.
- Yo he pensado, continuó el tío Indalecio sin alterar su tono de voz, que lo mejor sería decir que mi Rosario se va a servir a una casa de la capital, que ustedes le han recomendado. Así se marcha del pueblo y nadie se entera de nada… Claro, que habría que hablar de las compensaciones…
- ¿Y qué habéis pensado?
Los dos hombres seguían mirándose frente a frente y los dos mantuvieron su mirada, como si se tratase de una partida de mus.
-Ustedes tienen muchas fincas y muchas casas. Mi Rosario dice que hace poco habían comprado una casa en Madrid… Yo he pensado que ella podría ocupar esa casa con lo que venga… Claro está que tiene que vivir… y los precios allí son más caros que en el pueblo, por lo que tendría que asignarla un sueldo como el de los criados de la casa, y cuando venga el niño o la niña, un fijo, todos los meses, para que pueda criarlo…
- Me parece bien. Pero el piso seguirá estando a nuestro nombre…
- Hasta que nazca el niño, entonces lo pondrán a nombre de Rosario…
Don Esteban no estaba acostumbrado a que un criado le impusiese condiciones, pero en este caso estaba en inferioridad de condiciones, porque su prestigio y la fama de su hijo pesaban más para él que la honra de su hija para el Indalecio. No quería dar la impresión de que iba a ceder en todo.
- Si acaso, la casa se pondría a nombre de lo que nazca….
- Bueno, eso no tiene mayor importancia, y si a ustedes le parece mejor… Pero también hay que pensar que ahora nosotros también vamos a tener unos gastos, y vamos a dejar de recibir el jornal de mi hija, y usted mejor que nadie conoce cómo están las cosas para los pobres como nosotros… Yo había pensado que como ustedes tienen muchas tierras que ni siquiera labran, nos podrían regalar una tierrecita, aunque sea de secano, para poder sembrar algo que nos sirva de ayuda y un olivar, aunque sea pequeño, para tener aceite para el año… y, para terminar, yo he calculado que con mil reales podríamos afrontar todos los gastos que se nos vienen encima… Claro, si a ustedes le parece bien….
- Eso es demasiado. No puedo aceptar estas condiciones…
- Pues, entonces, lo que le he dicho al principio, que se casen los chicos…
Todo lo demás fueron tiras y aflojas, porque lo dos hombres tenían claro que había poca cosa que negociar, los dos sabían que uno nunca aceptaría lo del matrimonio, y el otro que en lo tocante al dinero, al final, no iba a haber ningún problema.
- Tengo que hablar con mi hijo y con mi mujer; si te parece nos podemos reunir la semana que viene para cerrar todos los detalles.
- Mejor mañana mismo, porque si no lo solucionamos pronto, mi hija no va a poder disimular su tripa durante mucho tiempo.
- Y ella, ¿qué dice?
- Ella no para de llorar, y dice que lo que nosotros decidamos estará bien… ¿Y su hijo, qué dice?
- Yo no estaba enterado de nada, pero ahora mismo voy a hablar con él y me va a oír…