Cada día que pasa, los admiro más.
¡Son tan listos! ¡Saben tanto!... Oye, y de todo.
No hay que hacer nada más que ponerte delante del televisor, encender la radio o abrir los periódicos. Da lo mismo la cadena, la emisora, el diario o el tema que se esté tratando. Los comentaristas, los columnistas, los tertulianos sientan cátedra y deciden quién lo hace bien -casi nadie- y sobre todo quién lo hace mal: casi todos, y sobre todo, el gobierno.
Son capaces de hacer un profundo análisis de cualquier suceso, sin apenas disponer de datos, y “pontificar” que la decisión tomada por los responsables es una “barbaridad”, y no tienen ninguna necesidad de “escuchar” los motivos de porqué se tomó esa decisión, y hasta se atreven a enmendar la plana a los expertos y proponer las soluciones más peregrinas sin importarles demasiado su legalidad.
Ellos deciden lo que está bien y lo que está mal; lo demás son “justificaciones” que no hay por qué considerar. Reclaman su derecho a conocer “toda la verdad”; pero si no es la que a ellos les gusta, no tienen ningún reparo en tacharla como mentira; el derecho a conocer “su” verdad, prevalece sobre el derecho del secreto obligado, la prudencia o cualquier otra cuestión que ellos han decidido que no es importante. Todavía no he oído a nadie distinguir entre lo que es una decisión correcta o incorrecta y una decisión buena o mala.
Se indignan cuando el delantero de su equipo falla aquel gol que lo hubiera metido el más lerdo del equipo de su barrio; no tienen rubor en decir que el maestro no “entendió” el toro y le dejó ir al desolladero con las orejas, porque no tuvo el valor de quedarse quieto delante de aquellos dos pitones; proclaman que el artista está perdiendo inspiración y que sus pinceladas son menos enérgicas y sus colores han perdido la lozanía; le dicen al escritor que su prosa está perdiendo fuerza y sus argumentos ya no captan la atención del lector...
Me gustaría verles delante de un folio en blanco, un lienzo inmaculado, sobre el césped del estadio, sentados en la mesa del consejo de ministros, pero sobre todo, me gustaría verles delante de un morlaco de cerca de seiscientos kilos, a ver si se estaban quietos y no echaban a correr.