CAPÍTULO
XV. LA PLAZA DE CHINCHÓN.
La
plaza de Chinchón es y ha sido siempre el centro neurálgico del pueblo. Es
nuestra imagen y también fue la imagen de una España que empezaba a mirar hacia
el turismo.
En
estas memorias históricas he querido rememorar una plaza más entrañable, más
nuestra; sin los coches aparcados en el centro, solo con los niños jugando a la
pídola o al “rescatao”, sin el bullicio que nos ha traído el turismo, cuando
nos sentábamos en los escalones de los soportales para cambiar los tebeos del
Guerrero del Antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín.
Y
así, con nuestra plaza recién rehabilitada, me tengo que despedir de todos
ustedes. No sé si se habrán dado cuenta de que durante este trabajo unas veces
les tuteaba y otras les llamaba de usted. Y es que estoy escribiendo esta
especie de memorias cuando ya soy mayor y me he acostumbrado a tutear a todo el
mundo; en cambio, cuando ocurrió todo lo que les he contado, nosotros
llamábamos de usted a todas las personas mayores.
Y
para despedirme he querido bajar a la plaza de Chinchón, porque aquí gravita
toda la vida social, económica y política del pueblo; y además es y ha sido
nuestro emblema y nuestra seña de identidad.
Y
he pensado que para despedirme, nada mejor que invitarles a dar una vuelta por
aquella plaza donde de pequeños jugábamos a las canicas, y después paseamos con
la chica que pretendíamos e, incluso, corrimos delante de un toro para saltar
el tabloncillo.
Una fotografía de Ingeborg Morath. Los soportales a
la caída de la tarde y el tendero a la puerta de su comercio de telas.
Y
es que la plaza de Chinchón tiene la característica de su gran versatilidad. La
plaza es ágora griega que congrega a los ciudadanos para hablar de la “res
pública”, y sus soportales conocen mejor que nadie los rumores que corren por
el pueblo. La plaza es el patio grande de todas las casas de Chinchón, donde
los niños juegan y los mayores se relacionan. La plaza es corral de comedias,
es coso taurino, salón de baile en las verbenas, estadio en competiciones
deportivas, paseo para mocitas en edad de merecer; es zoco y rastrillo los
sábados por la mañana, terraza gigante y comedor de restaurantes, paso obligado
de procesiones, aparcamiento para coches (¿hasta cuándo?) y, siempre, punto de
encuentro para chinchonenses y forasteros.
Siempre
vigilada por la gran mole de la Iglesia, su vida se acompasa a las pesadas
campanadas del reloj que, en la torre de ladrillos rojos, va marcando el ritmo
de su historia. La farola marca el epicentro de la actividad y es el faro que
ilumina el ir y venir pausado de las gentes de Chinchón.
La
Plaza y sus aledaños son, también, el centro comercial del pueblo. Los bares y
restaurantes han ido colonizando la mayor parte de sus casas y junto con las
tiendas de artesanía y de productos típicos ofrecen una amplia oferta para los
que nos visitan, que ahora se completa con la nueva Oficina de Turismo
instalada en lo que fue un lavadero público y con las dependencias del recién
restaurado Ayuntamiento.
La
“Fuente Arriba”, ahora disfrazada con galas de granito, ya no regala sus aguas
al caminante sediento, ni al maletilla que, bebiéndola, decían, sería torero
famoso.
Los
soportales, refugio de lluvias invernales y de soles implacables, ofrecen sus
pulidos escalones de piedra como asiento para animadas tertulias y descanso
para los viejos que no se resisten a dejar de darse una vuelta por su plaza.
Baile de la jota en la Plaza de
Chinchón.
Varias
veces restaurada para conservar sus delicadas balconadas de madera y su piso
agredido por el moderno tráfico, ha sido testigo de todos los cambios que se
han ido produciendo en la vida social, política y económica de Chinchón.
Y
seguro que por los cansados ojos de sus balcones se le asoma alguna que otra
lágrima recordando los tiempos pasados en los que tan sólo oía a los niños que
jugaban al “rescatao”, a los feriantes que ofrecían sus mercancías en los días
de fiesta, a los gitanos que acompañaban con su trompeta las evoluciones de una
cabra famélica y de un oso, cansado y viejo, que causaba admiración en niños y
mayores, y que por la noche dormían en el “Campillo”.
Seguro
que también recuerda con nostalgia los malabarismos de la pequeña “troupe” del
circo ambulante que levantaba dos altos palos de los que pendía un solitario
trapecio, a cuyo alrededor formaban un círculo los curiosos espectadores -niños
en su mayoría- que apenas si les aportaban lo suficiente para malcomer ese día.
Recordará
la Posada de Manolo Carrasco, que antes fue la del tío Tamayo, junto a la
carnicería de Tino, y del tío “Pelos” al que ayudaba Barrena, y la Pastelería
de Pedro de la Vara, en los portales, y las peluquerías del tío Vicente y de
Paco el de “La Higiénica”, y la otra posada junto al barranco, y el bar de Juan
“el Botero”, y el cuarto de los “mediores” y la panadería de las Lolas, y el
cuarto donde vendía los periódicos la tía Paula, la de los papeles, -que antes
fue pescadería- al principio de la calle Grande, un poco más arriba del Bar de
Auspicio y enfrente, “Casa Toni”. Y el antiguo Café que durante tantos años
regentó la Señora Carmen, y la tienda de los “franceses” con el reclamo de su
enorme zapato colgado junto a la columna.
Y
la tienda del tío Quico, el marido de la “Cañamona” y la pescadería de Juanito
Carrasco, junto al Pilar, que después se trasladó junto a la Fuentearriba; y la
tienda de Pakolín, primero junto al rincón del Barranco y luego en los
soportales. Y la tienda de telas del Señor Antero, y la otra peluquería del tío
Boni que también era sacamuelas y después puso unos futbolines. Y el taller del
tío Félix el ojalatero, a quién no le faltaba trabajo, arreglando los pucheros
y los demás utensilios de cocina con estaño, porque, como ya he dicho varias
veces, entonces no se tiraba nada y todo se restauraba una y mil veces. Y el
Bar la Villa, que años después puso un televisor y allí tomábamos nuestro corto
con un pincho de berberechos mientras veíamos Escala en Hi-Fi…
Otra
fotografía “profesional”. La original es en color, pero he considerado que
nuestro recuerdo del “Pilar” entonces, debía ser en blanco y negro.
No
se habrá olvidado de lo concurrido que estaba el lavadero del Pilar, donde
muchas mujeres iban a lavar su ropa, aunque había quienes se iban hasta
Valdezarza o Valquejigoso, porque decían que estaba el agua más limpia. A
veces, en las fiestas, allí encerraban a los toros, cuando los corrales de los
toriles eran insuficientes...
Y
recuerda la gran reja redonda sobre la alcantarilla a los pies del pilón de la
Fuente de Arriba, que era como el gran ojo por donde el tenebroso mundo del
subsuelo de Chinchón se asomaba a la vida del pueblo exhalando su pestilente
aliento.
Seguro
que recuerda muchas cosas, aunque ahora se le ve preocupada por la afluencia de
tanta gente desconocida que la invade con sus potentes y ruidosos coches y le
hace añorar el cansino traqueteo de los carros cuando a la caída de la tarde
volvían de la Vega...
Recordará,
también, el olor penetrante de los churros que el Ataulfo preparaba junto a la
Fuente Arriba y que su mujer iba ensartando en los juncos verdes, a seis
pesetas la docena.
Pero
recuerda, sobre todo, el sabroso olor de cocido que María Nieto, preparaba,
todos los días, en un gran puchero de barro, para dar de comer a los muleteros,
a los traperos, a los feriantes, a los mieleros de la Alcarria, a los
salchicheros de Candelario, a los sacamuelas, y a todo el variopinto retablo de
curiosos personajes que eran los clientes habituales de la posada.
Y
seguro que ya casi ha olvidado como lucía la antigua Fuentearriba, que en
nuestros tiempos de niños no tenía frontal, sino una reja de forja hasta que
siendo alcalde Baldomero Martínez se volvió a reformar, quitando la barandilla
y haciendo un nuevo frontal de piedra, parecido al primitivo, también con tres
bolas de piedra, pero sin el frontón triangular. En el centro del frontal se
colocó el emblema de la Falange, el yugo y las flechas de los Reyes Católicos
siguiendo los dictados políticos de aquellos años.
Yo
quiero ahora recordar cómo la Plaza, los domingos y los días de fiesta de
aquellos años de la posguerra, presentaba un aspecto apacible aunque
bullicioso.
Los
niños jugaban a la “pídola”, a las “canicas”, a los “güitos”, a la “taba”, a la
“chita” y al “rescatao”. Las niñas jugaban a los alfileres, al aparato, a la
“comba” y a los cinturones. Los jóvenes paseaban intentando acercarse a las
mozas, que siempre en grupo, se dirigían a los soportales para ver las
carteleras de la película que esa tarde ponían en el Teatro Lope de Vega. En
uno de esos domingos, un niño llamado Pepe, el del tío Venancio, iba a comprar
una entrada de gallinero para ver su primera película.
La
tía Nuncia, junto a la Columna del Café - también llamada de los franceses -
preparaba su cesta de mimbre sobre una pequeña mesita de madera, y se sentaba
en un pequeño asiento de anea, esperando que llegasen los niños con su perra
gorda para comprar los dulces de malvavisco, las bolitas de anís y los chicles
de "Bazoca" que cortaba con un cuchillo en trozos pequeños para
poderlos vender más baratos.
Y
la tía Mariana, a la puerta de su casa, también sacaba su cesta con chucherías
y una mesita donde colocaba una pequeña ruleta de construcción artesanal, donde
ponía en cada casilla una golosina, y lo anunciaba:
-
“A realito, y siempre toca”…
Años
después el tío Huete montó un puesto de chucherías en una especie de carromato
de color verde, que colocaba en el centro de los soportales; eran los primeros
indicios del desarrollo, de las multinacionales y de la globalización.
El
Ataúlfo, junto a la Fuente Arriba, preparando sus churros, su mujer los
ensartaba en juncos verdes, a seis pesetas la docena.
También
en los soportales se montaba un pequeño mercadillo en el que se cambiaban los
tebeos del "Guerrero del Antifaz", de "Roberto Alcázar y
Pedrín" y de las "Hazañas bélicas", el "TBO" y
"Pulgarcito"; después vendrían los del "Jabato" el
"Capitán Trueno" con Crispín y Goliat. Y mucho después
"Supermán". Los tebeos nuevos se compraban en el estanco que
regentaban Juana y su hermana Enriqueta en la calle de los Huertos, donde las
niñas también compraban los recortables con los vestidos para sus muñecas de
papel. También se cambiaban los cromos de futbolistas que salían en el
chocolate Dulcinea de Quintanar de la Orden. Cuando reunías toda la colección
podías canjearlo por un balón de fútbol o una muñeca "gisela" para
las niñas. Era la democratización de los juguetes. Hasta entonces sólo las
niñas ricas podían tener una "Mariquita Pérez" y tener una pelota de
goma era un signo de riqueza digno de la envidia generalizada de todos los
chavales.
Y
para terminar, sólo recordar que la plaza ha tenido los nombres de Plaza Mayor,
Plaza de la Constitución (posiblemente con motivo de la aprobación de la
Constitución de 1812 ó 1837), plaza de la República durante la Guerra Civil y
definitivamente Plaza Mayor desde 1939, aunque para nosotros, aquellos niños de
la posguerra de Chinchón, siempre será -solo- nuestra plaza.