CAPITULO
VII. GASTRONOMÍA Y ACTIVIDADES ECONÓMICAS.
La
actividad económica de Chinchón en este periodo de la posguerra se centraba principal
y casi únicamente en la agricultura. Y la agricultura tenía una influencia muy
directa en la gastronomía y en la economía del pueblo.
Pero
también en Chinchón, por ser el centro administrativo de la Comarca, se fue
creando una infraestructura comercial y de servicios de cierta importancia, que
se mantuvo durante todo este tiempo, aunque posteriormente fue decayendo,
cuando la proximidad y la mejora de los accesos a la Capital hicieron que el
comercio dejase de tener la importancia de aquellos años.
La gastronomía en Chinchón en tiempos de posguerra era más bien escasa
y poco variada.
En casi todas las casas de Chinchón, se comía el cocido; ya se sabe,
con sus tres vuelcos: la sopa, los garbanzos y la carne. Pero, lógicamente,
había distintos cocidos en función de la economía familiar.
Aparte del cocido, la gastronomía estaba impuesta por los productos que
se tenían en la propia casa. En casi todas las casas había un cerdo que se
cebaba con las sobras de las comidas y el pienso que se elaboraba con cebada.
Los jamones, el tocino, los chicharrones, los embutidos, las morcillas, eran la
base de la alimentación en aquellos tiempos.
Otra fuente importante eran las gallinas del corral que suministraban
huevos diarios y carne para las grandes ocasiones y su manutención era barata. En
una casa media de agricultores, sólo había que comprar el pan, la leche y la poca
carne que se echaba en el cocido. También se utilizaba la carne de carnero, la
de vaca y la de cordero; menos la de ternera, que era de uso prohibitivo para las
economías modestas.
Las frutas, las verduras, las patatas y las legumbres nunca faltaban,
y se solían hacer conservas con el fin de que durasen durante todo el año. Cuando
terminaba la campaña, con las últimas cosechas se preparaba la conserva de los
tomates, de las alcachofas, de los pimientos, de la carne de membrillo… En
estas tareas solíamos ayudar los niños, que como luego contaré, siempre teníamos
que participar en las tareas domésticas.
Pero si tuviéramos que determinar cuál es el plato más característico
de Chinchón, este es, sin duda, el guiso de patatas; y sobre todo, el guiso de
patatas que se hacía en el campo. La Vega de Chinchón está a diez kilómetros
del pueblo, y hasta allí tenían que desplazarse los hombres para sus labores
agrícolas. Esta distancia obligaba a los labradores a comer en el campo; y de
ahí la tradición de buenos cocineros de los hombres de Chinchón.
Las comidas eran sencillas y de rápida elaboración, utilizando
productos que se podían conseguir, en muchas ocasiones, allí mismo. Aunque se
hacían algunos fritos, generalmente debían ser comidas de alto valor energético
que ayudasen a soportar los rudos trabajos del campo: Los guisos.
Cuando todavía la civilización no había inventado lo de cambiar la
hora para adaptar la jornada laboral a las horas de sol y casi nadie utilizaba
reloj, el agricultor conocía la hora por las sombras en las distintas estaciones
del año.
Así, en verano, te colocabas de espaldas al sol, y cuando podías pisar
la sombra de tu cabeza, eran las doce del mediodía. A esa hora se iniciaba el
rito de la comida. Generalmente se trabajaba en cuadrillas y por lo tanto se
compartía la comida. El de mayor edad, o el que había conseguido la fama de
mejor cocinero, preparaba el fuego. Al resguardo de un lindazo, o junto a una
frondosa noguera se colocaban las trébedes o se formaba el hogar con tres
piedras sobre las que se colocaba la "caldereta" o sartén. Con
sarmiento o "recortillos" y hojarasca seca se encendía el fuego que después
se iría alimentando con trozos de leña secos que se recogían en los alrededores.
Mientras se calentaba el aceite se cortaban unas patatas en gruesas
rodajas unos pimientos recién cortados de la mata y con unos ajetes se formaba
el aperitivo. Al aviso del "cocinero" toda la cuadrilla paraba para
echar una "mascá", un trago de vino y volver al corte hasta que
estaba preparada la comida.
Por otra parte hay que decir que en aquellos años de la posguerra era
muy escaso el pescado que llegaba hasta Chinchón. Unos de los pioneros que se atrevieron
con el oficio de pescaderos fue el tío Tomás y la tía Paula, que tenían su
pescadería en la calle Grande a la entrada de la plaza, donde después ella puso
el puesto de periódicos.
Luego también podemos recordar a Juan Carrasco y a Isidoro Olivar
cuyos descendientes han mantenido la tradición hasta casi nuestros días.
Por entonces eran más frecuentes los pescados en salazón y los
ahumados, como el bacalao y las sardinas arenques que eran una de las meriendas
preferidas en las tardes calurosas de la trilla, aunque ese día había que
consumir bastante más agua fresca del botijo.
Dentro de la gastronomía, también tenían su importancia la caza y la pesca,
que eran una base importante en la alimentación de la familia y un medio de ingresos,
cuando se vendían los excedentes.
Entonces la caza se practicaba con perros y eran menos utilizadas las
armas de fuego, sobre todo por los menos pudientes. El conejo, la liebre, la
perdiz y la codorniz, las palomas, incluso los gorriones, formaban parte de la
gastronomía de la posguerra.
Los más jóvenes usábamos los tiradores o tirachinas para cazar
pájaros. Había quien ya disponía de escopetas de aire comprimido y con una
linterna íbamos por la noche a cazar gorriones en los árboles, que ya teníamos
localizados.
También se utilizaban las redes y la “liga” una materia pringosa que
se ponía en la hierba, cerca de fuentes y charcas, en donde quedaban pegados
los pájaros.
Aunque menos abundante, también la pesca era otra fuente de
alimentación. El río Tajuña, ahora sin apenas caudal y mucho más contaminado,
tenía carpas y barbos que llegaban hasta los caces y caceras, y había grandes especialistas
que los pescaban y después vendían por el pueblo.
También eran abundantes los cangrejos, ya totalmente desaparecidos,
que eran muy apreciados y un bocado exquisito.
Y por fin, los caracoles que se cogían entre la maleza de los bordes
de las caceras, y eran un complemento imprescindible para los guisos que se
hacían los agricultores en el campo.
Entre los alimentos de primera necesidad, el pan tenía entonces una importancia
y una presencia importante en las mesas de todas las familias.
Había varias tahonas; que ahora recuerde, la del Señor Vidal, en los
soportales de la plaza, que se conoció siempre como la de “Las Lolas”, la de
Monegre, precisamente en la calle de la Tahona, la panadería de los “Gallegos” que
antes fue de Jesús Moya, la del Ontalva y la del Sindicato en la Calle de
Zurita. También estaba la tahona de María, la Vda. de Severiano Pintado en la
calle de Solares y la de Martiniano Codes en la calle Carpinteros.
Había un pan negro de centeno que era más barato y que comían los pobres,
y luego estaba el pan de trigo del que se hacían las “libretas” de pan candeal,
con su abundante miga y la base, aún hoy, para hacer las pozas. También se
hacían las “vienas” que eran un adelanto de las barras actuales. Lo del pan
artístico es un invento mucho más moderno y dirigido solo al turismo.
La leche es otro producto de primera necesidad. En Chinchón no había
una gran tradición de ganado vacuno. Sólo unos pocos tenían sus vacas para
producir leche. Entre ellos, las monjas de las clarisas, que vendían la leche a
granel, como todos, y hasta allí bajábamos los niños con nuestras lecheras de
zinc a por el cuartillo o cuartillo y medio que era el consumo diario de la
casa.
Estaba también María la lechera, la mujer del tío Nicanor, que tenían
el despacho en la calle de la Tahona. Ellos, ya entonces, promocionaron lo que ahora
sería la leche desnatada. Consistía en echar un poco más de agua en la leche,
lo que les permitía ofrecer a la clientela varios precios, en función de la mayor
o menor cantidad de agua con que había sido "bautizada" la leche.
También podemos recordar a Juan "el Jaro", de la familia de
los gallegos,también conocidos como los lecheros, que así se llamaba a todos
estos ganaderos; que además de venderla en su casa, repartían la leche por las
calles. La llevaban en un borrico con unas cántaras y después cambiaron el
transporte a un carrillo con ruedas de goma, y llegaban hasta las casas para
atender a sus clientes habituales.
Lógicamente las garantías sanitarias eran mínimas, pero no recuerdo
que, por entonces, se produjese ninguna intoxicación grave.
También, dentro de la gastronomía, podemos hacer una pequeña reseña
del aceite, del vino y sobre todo, del aguardiente anisado; el típico anís de Chinchón.
Que el aceite ha sido uno de sus productos más importantes para la
economía de Chinchón, lo prueban la gran cantidad de almazaras que existían en
el pueblo. Además de la Aceitera, estaban la de la calle Nueva propiedad de los
abuelos de Julio González, la de la calle de la Tahona propiedad de la Familia
Montes, la de la calle Benito Hortelano, que actualmente es el Mesón de las
Cuevas del Vino, la de la calle Toledillo de Martiniano Codes, etc. etc.
La recolección de las olivas duraba gran parte del invierno. Pasada la
fiesta de San Antón, cuando los días empezaban a alargarse y los soles de
febrero empezaban a calentar, aparecían las cuadrillas formadas por toda la
familia, en las que hombres, mujeres y niños rodeaban los olivones pertrechados
con largas varas y mantas tejidas con sacos de arpillera para recoger las
aceitunas.
Previamente, se habían recogido las aceitunas aún verdes o sin
terminar de madurar para utilizarlas como aceitunas de mesas para ensaladas, aperitivo
o meriendas, poniéndolas en una solución de agua y sosa para quitarlas el sabor
amargo y aderezándolas después con vinagre, ajos, tomillo y otras hiervas aromáticas
haciéndolas varios cortes verticales con una navaja para que tomasen mejor el
aderezo y depositándolas en unas vasijas de barro con boca ancha que se cubría
con una tapa de madera en la que había una ranura por la que salía un cazo con
agujeros que se utilizaba para sacar las aceitunas.
Durante los meses que duraba la molturación y el prensado de las
aceitunas por los arroyos de las calles discurría el alpechín, un líquido
negruzco que desprendía un olor característico que parecía premonitorio de la
llegada de la primavera.
Los trabajos de la almazara eran duros pues las jornadas de trabajo se
alargaban hasta bien entrada la noche. Llegaban cada año hasta Chinchón
cuadrillas de hombres fornidos que venían de la Mancha y de Extremadura, y que
después de unos meses su piel quedaba tersa, blanca y brillante por el continuo
contacto con el aceite y su nula exposición a los rayos del sol.
Algo parecido podríamos decir del vino. Prácticamente en todas las
casas grandes del pueblo quedaban los restos de bodegas y cuevas con sus
grandes tinajas que daban una idea de la importancia y cantidad de la
producción vinícola en Chinchón.
Hasta hace relativamente poco tiempo siguieron funcionando las bodegas
en las que se elaboraba el vino de forma artesanal. En el año 1958 se creó la Cooperativa
Vinícola San Roque que acapara la mayor parte de la producción de Chinchón.
Como antes comenté, el anís es posiblemente el producto que más hizo
para la promoción y conocimiento de Chinchón. Durante el tiempo que estamos hablando,
todavía se podían encontrar, arrinconados entre los trastos viejos de las
cámaras, algún que otro antiguo alambique de los que funcionaban en la mayoría
de las casas de Chinchón, hasta que se unificó la producción en la antigua
Alcoholera.
La
fábrica de la Alcoholera de Chinchón, en la Ronda del Mediodía. Las fábricas de
anís fueron durante mucho tiempo las únicas industrias de nuestro pueblo.
En aquellos años de mediados del siglo XX, varios empleados de la
Alcoholera de Chinchón fueron instalándose como industriales y creando sus
propias fábricas. Luciano Sáez, Francisco Grau, Zacarías Montes y también
Recuero en la finca de la Tenería, estuvieron fabricando anís bajo distintas
denominaciones. Además de la más conocida “Alcoholera de Chinchón” tuvo mucho
renombre el “Anís Castillo de Chinchón” que tuvo su fábrica en el mismo
castillo de Chinchón, hasta que la destruyó un incendio.
Luego, las normas de seguridad obligaron a que todas las fábricas se
instalasen fuera del casco urbano, y poco a poco, todas ellas o desaparecieron
o pasar a ser propiedad de las multinacionales.
Aunque estamos hablando de la gastronomía, como hemos hablado de
algunas de las industrias que existían en Chinchón, vamos a aprovechar para
hablar de las distintas actividades productivas que había en Chinchón durante
estos años. La agricultura aglutinaba a la mayoría de la mano de obra
disponible, aunque aquí se daban una serie de circunstancias que favorecía la
existencia de otras actividades comerciales.
Cuando termina la guerra civil se produce una importante
transformación en la actividad laboral en Chinchón. Hasta entonces, la
existencia de grandes “casas” de ricos terratenientes, facilitaba puestos de
trabajo, si no bien remunerados, si fijos y seguros, tanto para las mujeres que
se empleaban como criadas o para los hombres en los trabajos del campo. A
partir de la posguerra, esa situación cambia drásticamente porque cada vez hay
menos casas donde las mujeres jóvenes puedan entrar a servir y donde los
jóvenes tengan un trabajo asegurado para todo el año. Entonces, las mujeres
tienen que buscar esos puestos en la capital y los jóvenes tienen que pensar en
la emigración. Algunos, jóvenes y no tan jóvenes, encuentran puestos de trabajo
en Madrid como porteros, donde proyectar su vida laboral con expectativas
familiares, aprovechando la proliferación de los bloques de vecinos que se
están construyendo en el ensanche de la capital.
Para paliar esta falta de trabajo para los jóvenes, a excepción de la
agricultura y de sus industrias derivadas, como el aceite, el vino y el
aguardiente, y de las actividades comerciales, durante este periodo de la
posguerra, en Chinchón funcionaron dos industrias textiles, dirigidas
principalmente a las mujeres. Una fábrica textil y los telares de alfombras de
nudo español.
Las
jóvenes de Chinchón tuvieron su oportunidad laboral trabajando en las
“alfombras” de nudo español o en la “Fábrica de Cintas” de don Arturo Ruiz
Falcó, en el Alamillo Alto.
En los años cuarenta, un ingeniero, don Arturo Ruiz-Falcó,
instaló en la calle del Alamillo Alto, una fábrica textil dedicada
principalmente a la confección de productos elásticos para cinturones y otras
finalidades relacionadas con la ropa del ejército para el que trabajaban
habitualmente. Allí trabajaban unas veinte personas, la mayoría mujeres, hasta
el año 1968, en que cerró la fábrica.
También en los años 50, surgió otra industria: Los telares. Las
pioneras fueron 14 jóvenes que aprendieron el oficio en la Fundación Generalísimo,
en Madrid. Alrededor de 50 telares trabajaron en plena actividad en Chinchón
hasta 1967, cuando este tipo de trabajo prácticamente desapareció. Cada
trabajadora tenía su propio espacio de 120 filas de nudo, alrededor de medio
metro y recibían 8 pesetas (0.048 €) por cada 1000 nudos. Era un trabajo a
destajo y el salario se recibía cuando terminaban la alfombra. Las tejedoras
que querían recibir un salario razonable tenían que hacer 12.500 nudos cada
día. Una alfombra de 3.5 m. de largo y 2,5 m. de ancho, tardaba en ser tejida
por 5 mujeres unos 15 días. Su precio, entonces, era de unas 15.000 pesetas
(menos de 100 euros).
Josefa Montes, Genuina Díaz, Ceci y el Sr. Valladares, fueron algunos
de los queregentaron estos telares que estaban instalados en casas
particulares.
La particularidad del "nudo español" es que en su
fabricación no se utiliza ningún tipo de máquina: todo el proceso se hace a
mano; cada hilo es un nudo y nudo a nudo se teje la alfombra hasta su
finalización. En su fabricación no intervienen ningún tipo de lanzadera, ni
otro tipo de mecanismo, lo que hizo que estas alfombras fueran consideradas
entre los mejores del mundo. Si se examina la parte posterior de la alfombra se
puede ver el mismo diseño que se ve en la parte delantera.
Era un trabajo penoso y muy duro, pues el roce de la urdimbre y el uso
continu de tijeras causaban deformidades de las manos de la mujer; además, la
lana desprendía un polvo nocivo, que las trabajadoras respiraban continuamente.
Pero fue una industria que durante casi 20 años llegó a crear en Chinchó unos 200
puestos de trabajo.
Chinchón, al ser cabeza del partido judicial, era el centro
administrativo de la comarca y recibía la visita de los que tenían que
acercarse aquí de los otros pueblos para solucionar algún asunto burocrático y,
de paso, aprovechar para hacer algunas compras.
Pero también llegaban los que venían a vender. Se solían alojar en las
posadas y llegaban periódicamente. Los chatarreros, que paseaban el pueblo con
un carro, recogiendo todo lo que pudiese parecer inservible. No faltaban
quienes lograban algunos “tesoros” aprovechándose de la ignorancia de la gente,
que desconocía el valor real de aquellos trastos viejos olvidados en las
cámaras.
También estaban los cacharreros que pregonaban su mercancía:
- ¡“El Cacharreroooo, cambio platos, vasos, cacharros, por trapos viejos”…!
También recorrían el pueblo los “garbanceros”. Ofrecían garbanzos
tostados. Por dos medidas de garbanzos crudos, te daban una medida de los
famosos “torrados”.
No faltaban a su cita anual los “muleteros”. Venían a vender mulas
jóvenes, que traían en reatas, para exponerlas en la plaza, donde se acercaban
los agricultores para negociar con los “tratantes”, como así llamaban a los
dueños del ganado.
A finales del verano llegaban los “marraneros”, con sus cerdos. Venían
de Carranque y solían traer hembras que ya habían parido, para que las
terminasen de engordar en las casas con vistas a la matanza de primeros de
febrero.
Un viejo llegaba de vez en cuando, creo que desde Colmenar, rifando
gallos de corral, para lo cual iba vendiendo por las casas unas papeletas. Una
vez hecho el sorteo, volvía por donde le habían comprado para pregonar el
número premiado.
Otro hombre recorría el pueblo ofreciendo tortas, bollos y dulces de
malvavisco. Los niños le solíamos acompañar por si con un poco de suerte nos
caía algún regalito. Para mí, que siempre fui muy goloso, hasta que los médicos
me prohibieron el azúcar, lo que más me gustaban eran aquellos altísimos y blancos
milhojas de merengue, que nuestros padres nos compraban en los puestos de golosinas
que llegaban en las fiestas.
La
Ferretería Marcitllach en la calle Grande. que fundara don Atenodoro
Marcitllach. Una tienda con tradición desde el siglo XIX. Gonzalo Gómez,
despacha a sus jóvenes clientes.
Además de esta actividad comercial externa, también, por entonces,
hubo en Chinchón una actividad comercial de cierta importancia. La ferretería
de Marcitllach, en la calle Grande, que atendía entonces Gonzalo Gómez y que iniciara
el siglo anterior don Atenodoro Marcitllach; la mercería de Manuel Sardinero,
junto a la Puerta de la Villa, conocida por “Sepu”, porque su titular había
trabajado en esos almacenes de Madrid. Algo parecido ocurría con la relojería
de Ontalva, que llamaban de Canseco, porque había trabajado con ese famoso
relojero.
Estaba la tienda de ultramarinos de Benito Lozano en la calle Grande,
que después se bajó detrás de la Fuente Arriba; la tienda de telas del Señor
Antero y su esposa Susana; la tienda de ultramarinos de “Los franceses”, junto
a la columna de la calle de Morata, que también vendían muebles y todo lo que
se pudiese necesitar, y que colgado en la puerta de entrada tenían un gran
zapato como reclamo.
Estaban las tiendas de telas de los hermanos Pedrero y la tienda de
Pakolín, y la Confitería de Pedro de la Vara en los soportales de la plaza,
además de las carnicerías de Tino Clemente, la de su tío Clementino que atendía
“El Pelos” ayudado por Barrena; las dos junto a la Posada del tío Manolo
Carrasco; y la carnicería de Gregorio, enfrente de la columna de los franceses.
También, junto al Barranco, la actual calle de las Mulillas, estaba la otra
posada de “Comenda”.
La
tienda de María Fernández en la calle Grande. Allí se podía encontrar todo lo
necesario para el ajuar de las jóvenes casaderas.
Estaba la tienda de María Fernández, “La Alta”, en la calle Grande,
donde se podía encontrar todo lo necesario para la dote de las mocitas
casaderas; desde las ropas de cama y mesa, a lámparas para la casa y el menaje
para el hogar. Allí también podías encontrar las “mantas” de lana que eran la
prenda de abrigo más utilizada entonces. Cuentan que, años después, cuando se
rodó en Chinchón la película de “El Fabuloso mundo del Circo”, Claudia
Cardinale descubrió estas prendas y compró todas las existencias para regalar a
sus amistades.
Ya entonces, María Fernández ofrecía la venta de fiado. Abría un
cuadernito a nombre de cada clienta, de forma que iba anotando las entregas que
iban haciendo, cuando disponían de dinero y las mercancías que iban retirando.
No era, ni más ni menos, que lo que después puso en práctica El Corte Inglés,
pero sin la célebre tarjera de compra.
La
tienda de ultramarinos de Lorenzo Salas en la Esquina de Pedro. En las estanterías
de atrás se pueden ver los cromos de los futbolistas que salían en el chocolate
Dulcinea.
La mercería de “Sepu” en la puerta de la Villa. Años después, entonces regentada por su hija y Basilio
Viñerta.
En los tiempos de la posguerra en Chinchón, sin embargo, no había
tiendas de confección. Como hemos visto, sí había tiendas de venta de telas,
pero de la confección se encargaban las propias amas de casa y las modistas.
Todas las amas de casa eran buenas costureras. De ellos se encargaban
no solo las madres que enseñaban a sus hijas los secretos de la costura, sino
también la Cátedra de Costura, Corte y Confección de la Sección Femenina, a la
que estaban obligadas a asistir todas las jóvenes para cumplir con el Servicio
Social.
Las modistas, con gran tradición entre las profesiones del principio
del siglo XX, también tenían su representación en Chinchón, Eusebia Moreno,
Mary Ruiz, Pili López y Mari Carmen Ortego, entre otras, que ofrecían sus
servicios a sus clientas mostrando los “figurines” en los que se podían ver la
última moda llegada del mismísimo Paris. Allí acudían también las aprendizas
que las ayudaban a sobrehilar, poner los botones y demás tareas menores, a
cambio de su aprendizaje, y como mucho, las pequeñas propinas que recibían de
las clientes cuando les llevaban las prendas terminadas.
Una imagen muy común en aquellos años era la del ama de casa, sentada
en el patio en verano, o junto al carolo en invierno, zurciendo por enésima vez
los calcetines, pegando algún botón o subiendo el bajo de la falda, para que le
sentase mejor a la pequeña que lo había heredado de su hermana mayor.
Todas estas modistas o costureras, como también se les llamaba, tenían
el taller en el saloncito de sus propias casas y el probador en el dormitorio,
donde siempre había un armario con un espejo de luna en la puerta, donde las
clientas podían ver la evolución de su vestido cuando iban a hacerse las
pruebas pertinentes.
Sin embargo, la principal concentración del comercio estaba, como no
podía ser de otra forma, en la plaza, pero de eso ya hablaré cuando haga un
recorrido por lo que era entonces nuestro “patio” de juegos de todos los niños
de la posguerra.