CAPITULO
VIII. LOS TRABAJOS DE LA CASA.
Si la agricultura era la base
económica de Chinchón, la casa era el principal centro de trabajo; porque aunque
hubiese que ir todos los días al campo, en la casa se tenía que preparar todo
lo que era necesario para la supervivencia diaria.
Desde el cuidado de los
animales, a la preparación de los alimentos, a los arreglos de los vestidos y
la limpieza, eran el cometido diario de las mujeres y de los niños de entonces.
Nuestras casas no tenían las
comodidades que ahora consideramos imprescindibles para vivir. Lo primero que
hay que decir es que en casi ninguna había cuarto de aseo. Tan solo un
palanganero, con su jofaina y su jarrón, en un rincón del dormitorio, en un
mueble que tenía un espejo en el frente y debajo se colocaba un recipiente para
las aguas ya utilizadas. El retrete no existía y se utilizaba el orinal o
bacín, para cuando las urgencias eran mayores por la noche; por el día se
utilizaba el corral. En algunas casas, anexo al corral había un pequeño cuarto
con una tabla con un agujero redondo en el centro, que servía de excusado.
Eran frecuentes los grandes
caserones donde vivían varios vecinos, generalmente con lazos familiares, que
son el antecedente de las actuales comunidades de vecinos, aunque con una
organización más entrañable y menos normalizada, donde se repartían los
trabajos de mantenimiento de los sitios comunes. El patio, era el centro de
convivencia y donde cada uno de los vecinos tenía asignado su sitio donde
colocar el carro y los aperos de labranza. En uno de los rincones siempre había
un pozo que surtía de agua fresca para bebida de las caballerías y para el aseo
de las personas. También había ya entonces una fuente de agua potable que cada
vecino tenía que llevar hasta su vivienda.
Nuestras casas solían ser compartidas
con otros familiares.
Al fondo, a la derecha del
patio, salía una escalera que nos llevaba a un piso superior donde estaba
nuestra vivienda. Una puerta grande, pintada de color marrón oscuro, nos
franqueaba el paso a una cocina pequeña, con su fogón alto con una chimenea, y
con la poca luz que entraba por una pequeña ventana casi en el techo. De allí
se pasaba al cuarto de estar, donde había una mesa camilla y una cama turca,
con un ventanal desde donde se divisaba todo el patio. Una puerta pequeña nos
llevaba al dormitorio, que era la habitación más grande con la cama de
matrimonio y donde, pasados los años, se fueron instalando las camas donde
dormían los pequeños. Yo, cuando fui un poco mayor, dormía en la cama turca del
cuarto de estar.
La vivienda se completaba con
otra habitación que era el comedor y que solo se usaba en las grandes
solemnidades y un cuarto que se utilizaba como despensa y trastero y donde se
trasladó después el palanganero para hacernos el aseo diario.
Luego estaban las cámaras, con
sus trojes para el grano, su zafra para el aceite, donde se colgaban los
melones y las uvas para que durasen hasta el invierno y donde estaban
depositadas todas las cosas inservibles que ya no se utilizaban, pero que nadie
se atrevía a tirar.
Pese a que no abundaban las
comodidades, mi madre se las ingenió para arreglar la vivienda de forma que
ofreciesen una cierta sensación de confort. Con ayuda de la máquina de coser,
que ya era una herramienta imprescindible para el ama de casa, había forrado
una de las paredes con la misma tela que la colcha de la cama turca y las
faldas de la mesa camilla.
Porque las mujeres de entonces,
además de ser amas de casa, ayudar en las tareas del campo si era necesario,
cuidar a los niños, hacer las conservas y el jabón, y colaborar con las vecinas
en el mantenimiento de los lugares comunes de la casa, también tenían que ser
buenas costureras. Sólo se compraban los vestidos y trajes imprescindibles para
los hijos, que después iban pasando a los hermanos más pequeños. Los jerséis de
punto y los vestiditos de las niñas se hacían en casa; también había que zurcir
los rotos en los pantalones y sobre todo en los calcetines, y como he dicho
antes, allí no se tiraba nada.
En invierno se instalaba en el
cuarto de estar, una estufa de paja que era suficiente para calentar toda la
vivienda y que había que llenar todas las mañanas; se ponían dos palos de unos
tres centímetros de diámetro, que se introducían uno por la parte superior de
forma vertical y otro por un agujero que había en la parte inferior de uno de
los laterales, de forma horizontal; se iba llenando la estufa con la paja y se
iba prensando, de forma que cuando se sacaban los dos palos, quedaba formada
una especie de chimenea interior que facilitaba su combustión. Posteriormente
se introducían trozos de leña para que durase más la lumbre. La estufa, además
de dar calefacción, se utilizaba para calentar agua, calentar la comida y secar
la ropa, sobre todo cuando había niños pequeños, para lo que se ponía alrededor
de la estufa una especie de biombo de palos de madera y alambrera metálica, que
además servía para que los niños no se pudiesen acercar la estufa. También se
empleaba el serrín como combustible, si bien la paja era más utilizada en las
casas de los agricultores, porque se había recolectado también para alimento de
las caballerías.
También existía el carolo que
era una estufa redonda de hierro fundido en el que se utilizaba la leña como
combustible. En ambos casos tenían unos tubos a modo de chimenea, que sacaban
los humos de la combustión al exterior.
Entonces todo se hacía en casa.
Como he dicho, desde las conservas a la cría de animales, la preparación del
combustible y, por supuesto, las tareas domésticas… pero sin la ayuda de
electrodomésticos.
Y en todos estos quehaceres era
muy importante la participación y la ayuda de los más pequeños.
Teníamos asignada la
preparación de los sarmientos o recortillos para encender la lumbre del fogón.
También subir la leña que habían cortado nuestro padre hasta la cocina,
procurando que nunca faltase en la pequeña leñera que había debajo del hogar.
También teníamos que subir
desde la fuente del patio el agua que se ponía en unos cántaros de la cocina o
en una pequeña tinaja de donde se usaba el agua para fregar. Había que sacar
del pozo el agua para las caballerías y también para ponerlo en el tinajón del
patio donde lavar la ropa.
Éramos los responsables de que
la pajera de la cuadra siempre estuviese llena y que no faltase la cebada para
la comida de las caballerías. Cuando se terminaba la trilla de la mies y se
recogía el grano, la paja también había que recogerla para su utilización como
alimento del ganado. Se llevaba a las casas desde las eras para ponerlo en las
cámaras o pajares donde se almacenaba para todo el año, y de allí había que
trasportarlo hasta las pajeras de las cuadras.
También había que recoger,
aproximadamente una vez por semana, el estiércol de la cuadra para depositarlo
en el corral de las gallinas, de donde se sacaba una vez al año para ponerlo
como abono en las tierras de labranza.
Los ajos, posiblemente con el
anís, es el producto que más renombre ha dado a Chinchón; y los ajos eran la
base de la economía del pueblo. Los agricultores sembraban cereales, tenían
viñas y olivos, y cultivaban remolacha, maíz y otros esquilmos, que vendían
para conseguir el sustento de todo el año. El ajo era un producto especulativo.
El ajo blanco fino de Chinchón, el que le dio fama, era un producto que duraba
todo un año, y cuando los demás ajos del mercado ya no eran aptos para el
consumo, sólo quedaba el ajo fino de Chinchón. Esto suponía, que en función de
la producción y demanda, el ajo de aquí podía llegar a alcanzar precios muy
altos, o tenerlos que tirar si al final no se lograban vender.
Si se vendían bien, los
agricultores conseguían un ahorro que era la base para posibles inversiones, o
simplemente para vivir más desahogadamente el año siguiente. Luego, con la
llegada de las cámaras frigoríficas y las importaciones desde otras latitudes,
el ajo de Chinchón dejó de tener el valor estratégico de entonces, aunque
permaneciese su valor culinario.
Pero el ajo es un producto que
requiere mucha mano de obra y entonces toda la familia tenía que colaborar.
Había que deshacer las cabezas del ajo para preparar la semilla. Por la noche,
en el cuarto de estar, porque era el único lugar donde hacía calor, se iban
desgranando y poniendo la simiente en los costales para al día siguiente ir a
sembrar. La siembra del ajo, que se hace en invierno, era muy trabajosa, porque
había que ir agachado todo el día cuidando de que los dientes de ajo quedasen
hacia arriba; teniendo que soportar los fríos del invierno de la Vega del
Tajuña.
Luego, la recogida del ajo se
hacía en pleno verano, y también suponía un trabajo duro, pero ahora soportando
un tórrido calor. Los ajos, atados en manojos se cargaban en el carro para
trasportarlos hasta la casa. Allí había que dejarlos extendidos en los patios y
corralizas para secarlos, y en eso era fundamental la ayuda de los niños,
cuidando de que no se mojasen si había tormenta, cosa que era demasiado
frecuente.
Unas mujeres tienden las
ristras de ajos para que terminen de secarse antes de hacer la “encina”.
Una vez secos, había que
enristrarlos. Las mujeres, sentadas en los soportales de los patios se afanaban
en hacer esas vistosas ristras de ajos, que después se iban colocando unas
sobre otras en unos montones, que aquí llamábamos encinas, en las cámaras hasta
que llegaba el momento de la venta. Y también los niños participábamos en todos
estos trabajos.
Una de las tareas que menos nos
gustaba era la de atender al cerdo. Pero el cerdo era la fuente principal de la
alimentación de toda la familia durante todo el año y por tanto era una de las
principales tareas para todos los componentes de la familia. Pero además, una vez
al año, la matanza del cerdo era la fiesta más importante en nuestras casas.
Cuando llegaba el invierno,
alrededor de la festividad de San Martín, los vecinos se ponían de acuerdo para
hacer, correlativamente, la matanza del marrano. Ese día, muy temprano se
empezaba a preparar todo lo necesario. Llegaba el matachín y los hombres abrían
la corte para sacar al cerdo. En el patio se había colocado un banco tocinero y
entre cuatro o cinco hombres se inmovilizaba al cerdo cogiéndole por las patas
y las orejas, mientras el pobre animal iniciaba sus gruñidos lastimeros, y se
le tendía en el banco de costado. El matarife estaba preparado con un gran
cuchillo que le clavaba en la papada, iniciándose la más cruel escena que yo he
presenciado hasta ahora, en la que se mezclan los alaridos y las convulsiones
del animal con los gritos de los hombres que tienen que hacer acopio de todas
sus fuerzas para evitar que el pobre guarro se zafe de su presa, hasta que se
desangraba totalmente en un cubo de zinc que se había colocado junto al banco.
Siendo muy pequeño me
despertaron los gruñidos del cerdo y pude observar desde la ventana de mi
habitación, todo lo que les he contado Me quedé entre sobrecogido, asustado,
inmóvil y aterrado. Mi madre me tuvo que consolar y explicarme que eso era
normal, pero yo, desde entonces, todos los años me levantaba ese día más
temprano y me marchaba a la plaza hasta que había terminado todo. Se me ha
olvidado decir que el día de la matanza se hacía fiesta “oficial” y los niños
no íbamos al colegio.
Después, en el centro del patio
se hacía una gran hoguera con gavillas de esparto sobre la que se tendía al
cerdo para quemar sus gruesos pelos y ayudándose con unos tejones se iba
rascando toda su piel hasta dejarla totalmente limpia de pelo y suciedad.
Después, se le colgaba cabeza abajo en una viga del portal, introduciendo una
soga por los huesos del culo y se procedía a abrirlo en canal para sacar todos
los intestinos.
En ese momento se iniciaba la
participación de las mujeres con la poco agradable tarea de limpiar las
entrañas del animal, ya que todo se iba a aprovechar para hacer las distintas
conservas.
El matarife había preparado
varias muestras - un trozo de lengua y otro de las costillas - que se llevaban
a las dependencias del Ayuntamiento para que fueran analizadas por los
servicios sanitarios municipales y hasta que no llegan los
"consumeros" para pesarlo y poner un sello redondo con tinta azul en
diversas partes del cerdo como muestra visible de que la carne del animal es
apta para el consumo humano, el cerdo permanecía colgado abierto en canal. A
los niños nos asustaba acercarnos a él, aunque ninguno nos atrevamos a decirlo.
Dicen que del cerdo se
aprovecha todo, y debe ser verdad. Lo primero que se utiliza es la vejiga que
una vez limpiada se nos daba a los niños que la hinchamos, introduciendo una
pequeña caña, como si fuese un globo y la usamos como improvisado balón de
fútbol, aunque no resistía mucho tiempo a una utilización tan agresiva.
Cuando, a eso del mediodía, se
recibía el visto bueno municipal, se procedía a descuartizar el animal y a la
preparación de la comida que era el acto social más importante del día, porque
nos reuníamos a comer todos los vecinos que de una u otra forma habíamos
participado en el rito de la matanza.
El plato principal eran las
puches. En algunos sitios lo llaman gachas. Se hacen con harina de almortas y
el hígado del cerdo cocido y después rayado. Se cocinan en una gran sartén que
después se pone en el centro del círculo formado por todos los comensales que
de pié se van acercando a mojar los trozos de pan pinchados en el tenedor o en
la navaja. También se fríen los torreznos que son trozos de la falda del cerdo
y la sangre que ha sobrado de hacer las morcillas y que se ha dejado coagular.
El postre suele ser los últimos melones que aún quedaban colgados en las
cámaras. Los mayores se van pasando el porrón de vino tinto que es el
complemento ideal para una comida tan fuerte. Los niños sólo agua, claro está.
Una
mujer lava en el “tinajón” del patio. Otra, con su máquina Singer, haciendo el
vestido para sus hijas.
Pero había otros muchos
trabajos cotidianos en la vida de entonces. Las mujeres tenían que lavar en
tinajones. (El tinajón era media tinaja cortada verticalmente y puesta hacia
arriba sobre unos soportes, formando una especie de tina de tejón. La parte de
abajo se había cortado para que el borde fuese más ancho de forma que se
pudiese poner la tabla de lavar. También se procuraba que la espita de la
tinaja quedase en la parte más honda, de forma que sirviese para desagüe.
Era entonces la alternativa a
tener que ir al lavadero público del Pilar en la Plaza, donde ahora está la
oficina de turismo, que a su vez era la alternativa de los lavaderos públicos
de Valdezarza y de Valquejigoso, demasiado alejados del pueblo, y a donde había
que desplazarse con algún medio de transporte para llevar la ropa, sobre todo a
la vuelta cuando aumentaba su peso por estar mojada.
El jabón también se hacía en
casa. Con los posos del aceite y sosa, añadiendo alguna planta aromática, se
hacía un jabón que se colocaba en cajones de madera hasta que secaba para
después cortarlo formando las típicas pastillas.
Como ya he comentado, las
mujeres también tenían que ser unas buenas costureras, incluso modistas, para
arreglar o confeccionar los vestidos para las niñas. También, de jóvenes,
preparaban la dote de novia, haciendo primorosos bordados en sus juegos de
camas y manteles. Lo de los encajes de bolillos, ya entonces, había pasado a la
historia. Las niñas y jóvenes iban a aprender a bordar a casa de la Tía
Nicolasa en el Barranco.
También, toda joven que se
preciase debía conocer las labores de gachillo con las que se hacían preciosos
pañitos de mesa y visillos para las ventanas y confeccionar los jerséis de
lana, utilizando las agujas largas de distintos grosores, según lo tupidos que
se querían las prendas. Ya entrados los años sesenta, empezaron a llegar a las
casas las máquinas de tricotar, con las que las amas de casa, además de hacer
los jerséis para la familia, podían conseguir unos ingresos extras, tan
necesarios en aquellos años..
Continuará....