Todo el pueblo se había echado a la calle. Las manifestaciones recorrían las principales avenidas de la capital, desde la Carrera de San Jerónimo a la Plaza de Oriente. La puerta del Sol, la Plaza Mayor y la Gran Vía estaban repletas de manifestantes con grandes pancartas, vitoreando a la República y lanzando “mueras” al Rey, que había tenido que salir del país esa misma noche.
El pueblo no podía resistir la situación de total penuria económica y los políticos no habían sabido poner coto a la degradación a que había llegado la vida política y social de España. En las últimas elecciones municipales que se terminaban de celebrar los monárquicos habían ganado en los pueblos pequeños, como había ocurrido en Recondo, pero los republicanos lo habían hecho en las grandes capitales. El pueblo lanzado a las calles había obligado a las Cortes a proclamar la República.
Los más exaltados provocaban graves disturbios por toda la ciudad. Hubo intentos de asalto en iglesias y conventos, algunos curas fueron atacados y la inseguridad se adueñó de las calles. El gobierno había decretado la amnistía para los delitos políticos y en el ambiente se respiraba una euforia contenida en el pueblo, pensando que con la proclamación de la República se iniciaba la solución de la mayoría de sus problemas. La alta burguesía se había encerrado en sus casas intentando no provocar a las clases trabajadoras que durante estos días se había adueñado de las calles. En los pueblos la situación realmente no había cambiado casi nada. La clase dominante controlaba todos los resortes del poder político, social y económico y no iba a permitir que las leyes que dictase la nueva República tuviesen vigencia en su vida cotidiana.
Fueron especialmente graves los sucesos ocurridos en la mañana del día 10 de mayo. Los partidarios del depuesto rey Alfonso XIII iban a inaugurar en la calle de Alcalá el Círculo Monárquico. Al escucharse desde la calle los acordes de la Marcha Real, algunos viandantes intentaron asaltar el edificio y tuvieron que intervenir las fuerzas de orden público.
Se empezó a propagar por toda la ciudad la noticia de que un taxista había sido asesinado por los monárquicos en los enfrentamientos y un grupo de exaltados se dirigió al edificio del periódico ABC para incendiarlo. Aunque la Guardia Civil logró evitar el asalto, en los enfrentamientos varias personas resultaron heridas, lo que contribuyó a preparar los lamentables sucesos que ocurrieron los días siguientes.
Varios edificios religiosos fueron asaltados. Se quemó una casa de los Jesuitas en la calle Isabel la Católica con su iglesia y la biblioteca que guardaba más de 80.000 volúmenes, entre ellos muchos incunables y ediciones príncipe de los principales autores españoles del Siglo de Oro.
Ardió también el Colegio de la Inmaculada y San Pedro Claver y el Instituto Católico de Artes e Industrias de la calle Alberto Aguilera, el Centro de Enseñanza de Artes y Oficios de la calle Areneros, la Parroquia de Santa Teresa y San José de los Carmelitas Descalzos de la Plaza de España, el Colegio del Sagrado Corazón de Chamartín, el Convento de las Mercedarias Calzadas de San Fernando, y varios edificios religiosos más por todo Madrid.
Quedó en la memoria colectiva con el nombre de “La quema de los Conventos de Madrid” y muchos lo justificaron considerando que era la respuesta lógica a la pastoral que el Cardenal Pedro Segura había publicado unos días antes, en la que instaba a los fieles a unirse para salvar los derechos amenazados de la Iglesia; lo que para muchos republicanos era una declaración de guerra, y que ayudó a incrementar el sentimiento anticlerical de muchos ciudadanos
Pero, poco a poco, la vida de la ciudad se iba normalizando y poco o nada había cambiado para Rosa y sus hijos. Rosita estaba preparando su boda con un joven dependiente de una tienda textil de la calle Pontejos, que había conocido cuando acompañaba al señor Emilio para comprar las telas para los trajes de torero. Evaristo, que así se llamaba el buen mozo, era de un pueblo de Toledo llamado Menasalvas, y había llegado a la capital buscando nuevos horizontes, porque el pueblo no ofrecía a los jóvenes ninguna salida laboral, como no fuese la de permanecer ligado a la tierra, dependiendo únicamente de los jornales que quisiesen pagar los dos o tres terratenientes que eran los dueños de todo el pueblo.
A Rosa le había parecido bien la elección de su hija y se iniciaron los preparativos de la boda. Rosita había cambiado de trabajo y ahora bordaba para un taller muy importante que la habían admitido porque eran clientes conocidos de la tienda donde trabajaba Evaristo. Se iban a ir a vivir de alquiler a una pequeña vivienda en una corrala de la calle Sacramento y con el sueldo de los dos podrían ahorrar para en unos años buscar una vivienda mejor.
En realidad la boda no tenía mucho que preparar. Los padres del novio vivían demasiado lejos y eran demasiado pobres para venir hasta la capital sólo para la boda del hijo. Nicomedes tenía dicho que él no podía venir a la boda de la niña, para evitar que alguien lo pudiese reconocer y que la noticia llegase a Recodo y tuvieron que recurrir de nuevo al trabajo que le mantenía tanto tiempo alejado de la familia; no obstante mandó al Monte de Piedad cien pesetas, para que Rosa pudiese hacer un buen regalo a los novios.
Por tanto, el acompañamiento se iba a reducir a la madre de la novia, a Genaro que iba a ejercer de padrino y Emilita, su novia, a una hermana de Evaristo que estaba sirviendo en la casa de un anticuario que tenía la tienda en la calle Toledo y que sería la madrina, el dueño de la tienda de telas, la dueña del taller de bordados, y la Julita, la señora Susana, su marido el señor Braulio y el señor Emilio, los vecinos de la casa.
La ceremonia se celebró en la Iglesia de los Paúles. La novia lucía un traje negro de crespón, y un mantoncillo bordado que era regalo del señor Emilio, que había llegado a tomar un gran cariño a la joven. Después, la madre de la novia ofreció a todos los asistentes una suculenta comida en su casa. En la salita colocaron la mesa de los patrones que habían bajado del taller del señor Emilio; trajeron sillas de las casas de los vecinos; añadieron platos, vasos y cubiertos de la vajilla y la cristalería de la señora Susana; sacó un mantel que le regaló el Amo cuando deshicieron la casa de sus padres, con lo que la mesa nupcial no desdecía en nada a la del mejor restaurante de Madrid. Preparó unas chacinas de aperitivo, un guiso de carne de ternera, y de postre unos dulces típicos de Recondo, que llamaban pestiños, con una copita de aguardiente anisado también típico de allí. El novio obsequió a los hombres con unos puros habanos que había conseguido de estraperlo.
Genaro ya había cumplido los veintitrés y estaba trabajando en la tienda de velas de don Bernardo, el protector de Julita. Cuando terminó el Colegio con don Lorenzo, gracias a los buenos oficios de la vecina, el muchacho entró a trabajar en “La Cera Virgen” donde empezó a conocer todos los secretos de la industria cerera y a relacionarse con parte del clero de la Corte que eran los principales clientes de la tienda; también daban servicio a clientes particulares que todavía utilizaban este medio como alumbrado de las casas aunque poco a poco iba disminuyendo este mercado. Allí también conoció a Emilita, la hija del jefe que no tardó en enamorarse de ese muchacho tan simpático y sanote que desde un principio había puesto sus ojos en ella.
Cuando pensaron en preparar esta boda, sí se plantearon más problemas a la hora de justificar la ausencia paterna. Los padres de Emilita pertenecían a la burguesía acomodada de la capital, con muy buenas relaciones con las autoridades eclesiásticas, y no iban a admitir la situación familiar del novio. Por lo tanto era necesario buscar una escusa inapelable que impidiese la presencia del padre.
Decidieron organizar todo como si él fuese a estar presente. En una de sus visitas, Rosa le convenció para que conociese a la novia de Genaro y que era necesario hacer frente a los gastos de la boda que debía estar en consonancia con la categoría de la familia de la novia. Él, como solía ocurrir cuando era un tema de dinero, no puso ninguna objeción a pagar la parte proporcional de los gastos, pero mantuvo inalterable su decisión de no asistir a la ceremonia.
Dos días antes de la boda se recibió un telegrama anunciando que don Nicomedes, comandante del mercante “La Colonial” estaba retenido en Génova, por no se sabía qué asuntos de aduanas, que no se podrían solucionar en, por lo menos, una semana. Lo inminente de la ceremonia y estando ya hechos todos los preparativos, hacían imposible aplazarla, por lo que la ausencia del padre del novio quedó para todos ampliamente justificada.
La ceremonia tuvo lugar en la Colegiata de San Isidro, oficiando la misa don Emiliano, el canónigo tío abuelo de la novia, que pronunció un sentido y emocionado sermón, exaltando las virtudes de María Emilia, él nunca empleaba el diminutivo para referirse a su sobrina, a la que también había bautizado.
Después, el banquete se celebró en Casa Botín, bajo el arco de Cuchilleros, muy cerca de la Iglesia, junto a la Plaza Mayor. Por parte de la familia de la novia hubo más de cuarenta invitados, entre los que se encontraban el deán de la catedral y varios clérigos de alto rango que tenían una influencia directa en las relaciones comerciales de “La Cera Virgen” con la Jerarquía eclesiástica. Por la familia del novio, Rosa que fue la madrina, su hermana y cuñado, y la tía Mercedes, hermana de la madre, que había llegado expresamente desde Recondo para esta celebración. La Julita no podía ir porque no querían poner en un compromiso al padre de la novia, aunque ninguno de la familia conocía su existencia.
Los recién casados se irían a vivir a un piso, encima de la tienda de velas, que les habían preparado los padres de la novia, para que pudiesen atender el negocio sin necesidad de hacer grandes desplazamientos, porque últimamente la capital se estaba poniendo imposible con todo el tráfico que había por las calles.
En su siguiente visita, el Amo había traído un pañuelo de seda italiana, como regalo para la novia y como justificante de su estancia en esas tierras, aunque lo había comprado Rosa, unos días antes, en una tienda muy elegante de la calle Fuencarral.
Desde que se habían casado los dos hijos y la Rosa estaba sola en casa, las visitas del Amo eran más frecuentes. Y no ya por los motivos de antaño, sino porque aún le gustaba contarla sus hazañas.
En una de estas visitas contó lo que le había pasado justo al día siguiente de proclamarse la República. Se llamaba Juanita y era una muchacha muy bonita a la que había echado la vista desde que entró a servir al Solar. Era menuda y muy poquita cosa pero estaba muy desarrollada y tenía dos buenas tetas. Estaban solos en la casa y la arrinconó en el dormitorio. Hizo que se desnudase delante de él y la obligó a chupársela. Ella se resistía pero él la agarró por los pelos y puso su cabeza entre sus piernas… Entonces ella vomitó y él la sacudió un bofetón…
- Y la salvó que llegó mi primo el Alcalde para anunciarme lo de la proclamación de la República, que si no… Y la sinvergüenza todavía decía que era virgen y que no lo había hecho nunca, ni con su novio… Que digo yo, ¿Es que los jóvenes de ahora son todos maricas?... Luego la muy puta se fue de casa sin despedirse y no volvió más por el Solar…
- Amo, un día te vas a meter en un buen lío. Las cosas están cambiando y ya no se puede ir por ahí avasallando a la gente. Tienes que tener cuidado, que ahora los sindicatos tienen mucha fuerza y si te denuncia esa muchacha te puede complicar mucho la vida… No pienses que ahora son las cosas como antes… como cuando lo nuestro… ahora es diferente, y ya no se tiene respeto a los señores… ¡Tienes que tener cuidado!
- Ya sabes que en Recondo nunca pasa nada…
- Pero no se habrá enterado nadie… ¿Ella no lo habrá dicho, no?
- ¡Qué se yo!... la verdad es que el otro día, me había tomado unas copas en el Casino y se me fue un poco la lengua… ya me conoces, me gusta presumir… y además ella me estaba provocando siempre y se lo tenía merecido… Yo no sé cómo, pero se enteró mi mujer y me tuvo “castigado” durante casi un mes sin dejarme venir a Madrid… Ya te he contado cómo se las gasta doña Margara…
- Amo, tienes que tener más cuidado, que ya no es lo mismo y ahora puede pasar cualquier cosa.
Rosa, que le conocía bien y sabía cómo pensaba, se preocupaba porque pensaba que algún día alguien podía darle su mercido. En situaciones como esta, ya no sabía si le tenía lástima, si le despreciaba, o si aún sentía algo por él. Tenía ya más de cincuenta años. Su aspecto había cambiado demasiado. Su vientre prominente, sus piernas flácidas, su cara siempre demasiado roja, sus ojos que parecían tener dificultad para abrirlos, su mirada siempre esquiva, su pelo cada vez más escaso y su boca demasiado carnosa con unos labios en los que resaltaban unas pequeñas venitas de color morado, le daban un aspecto algo repulsivo si no fuera porque todavía le debía tener algo de cariño.
En muchas de estas visitas, el Amo ya ni le exigía lo que doña Margara llamaba el débito conyugal.
Y también, desde que se habían casado sus hijos, como Rosa se encontraba muy sola en casa y las visitas del Amo no ya no eran demasiado frecuentes, siempre con mucho cuidado y sin que nadie se enterase, Silverio solía pasar algunas noches para dormir con ella, procurando salir muy de madrugada para que ni la Julita pudiera enterarse.