Aquella mañana Rosa estaba desprevenida. El señorito se acercó sigilosamente por detrás y tapó sus ojos con las dos manos.
- ¡Adivina quién soy!
Ella se sobresalto, pero él la soltó enseguida y empezó a reír abiertamente.
-¿Te he asustado? Perdona, no era mi intención.
Ella no supo qué decir, mientras le miraba con un sentimiento impreciso, que podía ser una mezcla de sorpresa, miedo, halago, y una pizca de divertida complicidad.
- No me has dicho si te gustó mi regalo de Reyes.
- No me ha gustado nada… además es un atrevimiento por su parte, señorito.
- No me digas señorito, mi nombre es Nicomedes, y tú puedes llamarme Nico, o como tú quieras… Ya sabes que eres algo muy especial para mí.
Se quedó parada sin saber cómo reaccionar, y eso era una debilidad que un depredador como él no iba a dejar de aprovechar. Se acercó lentamente a ella y acarició su cara con la punta de los dedos de su mano derecha. Puso la izquierda sobre su cadera y la fue deslizando hacía abajo, mientras su mano derecha descendía por su cuello hasta llegar al escote. Desabrochó lentamente el primer botón de su blusa, como no había holgura suficiente, desabrochó el segundo y su mano se deslizó hasta que logró acariciar su pecho.
Esta vez Nicomedes había decidido cambiar de estrategia. El acostumbraba a tomarlas por la fuerza, pero había llegado a la conclusión de que de esta manera nunca podría conseguir a la Rosa y pensó que siendo más delicado, tendría más éxito.
Estaban en el corredor superior de la casa, donde ella había subido para hacer la limpieza de la alcoba de los señores, que había salido para visitar a unos familiares. El ama de llaves también estaba fuera, el mayordomo estaba recluido en el despacho y las otras criadas, en la planta baja.
El la besó en los labios mientras con la mano izquierda subía su falda. Levantó su pierna y allí, de pié derecho, apoyada en la pared, la volvió a penetrar. Esta vez no llegó a terminar porque se oyó la puerta del despacho y Rosa entró precipitadamente en el dormitorio de los amos, mientras él procuraba retomar la compostura.
- Nicomedes, me alegro de verte, ven al despacho que quiero comentar contigo algunas cuentas de los aparceros…
Este segundo intento fallido fue el mayor acicate para acrecentar el deseo del joven. Por otra parte no le paso desapercibido que ella parecía haberse mostrado receptiva y que se había estremecido cuando la besó en los labios.
Ella tuvo una reacción desconcertante para ella misma. En vez de sentirse ultrajada se sentía halagada. Le había parecido que sus caricias y sus besos demostraban no solo deseo, sino verdadero cariño. Pero se quitó inmediatamente estos pensamientos que le llegaban a su mente. Era un guarro. Era un sátiro. Era un sinvergüenza, malcriado, egoísta y perverso que sabía qué hacer para pervertir a una joven inculta e inexperta como ella.
Pero tampoco se atrevió a decírselo a nadie. Por las noches, cuando se quedaba sola en su cuarto, siempre le venían las imágenes de esos dos días. Las primeras con horror y procuraba borrarlas de sus pensamientos. Pero las segundas parecía que se negaban a desaparecer y le parecía sentir aún el sabor de sus labios, el roce de su mano en el pecho y el calor entre sus piernas; y muchas noches se dormía con esta sensación, aunque fuese idealizada porque la realidad había sido muy desagradable en las dos ocasiones.
En Recondo se celebraban mucho los carnavales. Este año iban a coincidir con su cumpleaños y había conseguido que su madre le comprase un vestido con estampado de flores y una rebeca de lana azul. Sabía que el Julián, que iba tras de ella, la buscaría en el baile y posiblemente se decidiese a pedir permiso para hablar con su padre. Ella no se disfrazaría pero ese día no estaba mal visto que las chicas se pintasen los labios y abusasen un poco del colorete, y había decidido ponerse unas gotas del agua de colonia que él le había regalo en Navidades. Era el martes de carnaval y ella se bajó a la casa de los señores el vestido nuevo para salir vestida desde allí para ir al baile del Liceo.
La señora no había puesto ningún impedimento para darle la noche libre, aunque antes de salir tenía que arreglar el salón porque los señores iban a recibir a unos amigos esa noche. Las otras criadas que habían terminado antes ya se había marchado; ella se estaba lavando en el palanganero de su cuarto, sólo llevaba la enagua y se estaba secando, cuando unos golpes en la puerta hicieron volverse. Sin esperar la autorización para entrar él se asomó con un paquetito en la mano.
- Muchas felicidades, Rosita; quiero que tengas este regalo mío. Es solo una blusa para que te acuerdes de mí.
Ella se cubrió el pecho con las manos, pero él no la dio tiempo a reaccionar. Se acercó a ella, la abrazó con fuerza, la empujo sobre la cama y se tumbó sobre ella.
- No tengas miedo, seguro que te va a gustar.
Haciendo gala de las habilidades que había aprendido de Eloisa y que tantas veces había ya entrenado durante los últimos años, puso en práctica su repertorio de besos y caricias, que sabía eran un buen sistema para derribar los muros de su resistencia; aunque a él sólo le interesaba la culminación rápida de su deseo.
Eloisa se lo había repetido cientos de veces. No tienes que tener prisa, hay que disfrutar de cada momento; y a las mujeres nos gusta que nos traten con cariño y suavidad, no a lo bestia como quieres hacerlo tú.
Aunque ella al principio intentó resistirse, sabiendo que hoy nadie iba a llegar en su auxilio, le abandonaron sus fuerzas y le dejó hacer a él. No tardó mucho, pero esta vez, se quedó unos segundos tumbado junto a ella, acariciándola los pechos. Luego se levantó, se quedó mirándola semidesnuda encima de la cama, se acercó a ella, la besó en la frente y se marchó sin decir nada.
Ella había sentido algo especial. No había disfrutado ni de sus caricias, ni de sus besos, ni de la consumación del acto; pero su cuerpo había reaccionado de forma extraña; había estado mucho más receptivo, parecía como si se quisiese acoplar con el cuerpo de él, como si quisiera fundirse con él. Tardó más de media hora en reaccionar, después se levantó se lavó bien por todo el cuerpo como si quisiera borrar todos los vestigios de lo que había pasado, se puso el vestido nuevo y la rebeca, cogió la toquilla pero no se puso la colonia, y salió a la calle cuando empezaba ya a anochecer. Había quedado con su madre y con su hermana en el baile y cuando llegó recriminaron su tardanza.
- Es que he tenido que arreglar el salón de los señores… y además me duele un poco la cabeza.
No quiso bailar con el Julián ni con ningún otro y el dolor de cabeza era una buena excusa. Esa noche se quedó en la casa de sus padres porque no quería ver al señorito.