sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAP. III

III

Seis meses más tarde.
Tenía razón doña Clotilde, y en este pequeño pueblo, donde nunca pasaba nada, todo continuó sin ningún cambio apreciable en la vida cotidiana de aquellas gentes. Al menos aparentemente. Los trabajos de recolección de los cereales; la siega y la trilla, había absorbido el quehacer de todos, que se mostraban ajenos a los avatares políticos que se estaban produciendo en el resto del país. Los sermones desde el púlpito de don Filomeno habían sido menos impetuosos de los que muchos hubieran deseado y el viejo cura procuró mantenerse al margen de las luchas políticas del pueblo. Su relación con el maestro siempre había sido cordial y aunque últimamente se habían distanciado sus encuentros, se tenían que seguir viendo cuando participaban en el Consejo Local de Primera Enseñanza, creado por las directrices de política educativa de la República, al que pertenecían ambos, junto con un representante del Ayuntamiento, el médico y tres padres de familia. Por estos encuentros, y muy a su pesar, se estaba convirtiendo en el coordinador de las fuerzas republicanas de Recondo y, guardando las oportunas precauciones, la sacristía era el lugar donde se intercambiaban consignas e informaciones. Aunque no siempre sus opciones políticas habían sido tan progresistas.
Había llegado al pueblo hacía casi seis lustros, después de ser coadjutor tres años en una parroquia de la capital. Tenía entonces veintiocho años y no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de lo que su nueva feligresía esperaba de él. Durante los primeros meses de estancia en el pueblo tuvo que aceptar las invitaciones de las principales familias de Recondo que pugnaban por sentar a su mesa al curita joven para hacerle ver la honda religiosidad del pueblo, gracias al esfuerzo y buen ejemplo de las familias principales que siempre habían estado al lado de la Iglesia y de sus sacerdotes. Él pertenecía a una familia de aparceros agrícolas, pero de una honda y sentida religiosidad, donde siempre habían presumido de haber tenido un tío sacerdote, que había llegado a ser canónigo en la catedral.
El pequeño Filomeno era un niño dócil y obediente aunque algo enclenque y poco dotado para los esfuerzos físicos. Sin embargo tenía grandes aptitudes para aprender en el colegio y era siempre al que preguntaba el maestro, cuando quería presumir de lo bien formados que estaban los niños que iban a su escuela. Con estas características no fue raro que don Escolapio, el señor cura, hablara con sus padres para que fuese a estudiar al Seminario. Los padres de Filomeno, que también eran conscientes de las cualidades del niño, se sintieron alagados por la propuesta del cura pero adujeron que no disponían de posibles para darle estudios. Gracias a las influencias del párroco, la señora viuda de un piadoso terrateniente del pueblo se comprometió a sufragar los gastos de la carrera eclesiástica de tan prometedor aspirante. Marchó al Seminario de la capital donde no defraudó las expectativas de su mentor, de sus padres ni de su benefactora. Todos los veranos volvía a su pueblo serrano donde ayudaba a su padre en los trabajos de recolección, hasta que a los veinticuatro años fue ordenado sacerdote por el señor obispo en una solemne ceremonia en la que ofició como madrina su benefactora, a la que agradeció públicamente su ayuda para haber podido conseguir su sueño de ser sacerdote. Aquel niño dócil y obediente, se había convertido en un joven amable y poco dado a la confrontación, y siempre dispuesto a ser condescendiente con las faltas de sus feligreses y a comprender las debilidades de la condición humana.Siempre mantuvo una estricta rectitud de conciencia y era inflexible a la hora de enjuiciar su propio comportamiento, muy al contrario de cuando tenía que juzgar los actos de sus semejantes con los que se mostraba comprensivo y predispuesto a justificarlos.
Cuando todavía era joven, apenas unos años después de su llegada a Recondo, tuvo una grave crisis de fe motivada por las tentaciones con el maligno puso a prueba su castidad. Una joven que frecuentaba la iglesia y que colaboraba asiduamente en la catequesis de la parroquia, se había ido convirtiendo en una obsesión que le llegó a perturbar de tal manera que tuvo que acudir al vicario para desahogar su alma y su conciencia. Solo así, después de unos largos ejercicios espirituales y de mortificar su cuerpo con ayunos y cilicios, logró echar fuera de sí la imagen pecaminosa de aquella joven, totalmente ajena a su drama, de la que se había valido el demonio para poner a prueba su vocación.Antes, había tenido que poner en práctica todas sus dotes diplomáticas, para no ofender a dos de las más importantes familias del pueblo. Resulta que el hijo de los Gómez Pastrana había dejado embarazada a una joven de buena familia y querían celebrar la boda con toda la pompa que correspondía a una familia de tan alta posición económica y social. Ello suponía romper con la tradición no escrita de que esas bodas se debían celebrar en la intimidad y sin hacer ostentación del motivo de la urgencia de los esponsales. Logró convencer a los padres con más facilidad de lo que había previsto, gracias a la colaboración de la familia de la joven que siempre demostró una especial predisposición para colaborar. Pasaron los años y, aunque siempre estuvo predispuesto a mostrar su agradecimiento a los señores que siempre se habían portado tan bien con él, no podía olvidar el origen de su familia y cómo le era difícil compaginar las enseñanzas del evangelio que apostaba por el amor y ayuda a los pobres, con las prácticas de opresión y desprecio de los derechos de los trabajadores que eran las que regían en el pueblo. Por eso, iba procurando espaciar lo más posible las invitaciones de los señores principales de Recondo, con la enérgica oposición de su hermana que se había acostumbrado a la favorable acogida que había tenido en la alta sociedad del pueblo. Eloisa, su hermana, era dos años menor que él y su familia había decidido que debería quedarse soltera para ser el ama de su hermano el cura. Cuando llegaron a Recondo, no le faltaron pretendientes, pero ella había asumido su papel y desestimó todas las peticiones que le fueron llegando, aunque nunca renunció al estatus social que le brindaba ser la hermana del párroco.
Don Filomeno pronto se había dado cuenta de la doble moral que reinaba entre sus feligreses, que tenían perfectamente deslindado lo que era la vida pública que no admitía ni el más mínimo reproche, y la vida privada, totalmente ajena a la fiscalización de los demás. Dicho de otra forma; lo verdaderamente importante era cumplir con los mandamientos de la Santa Madre Iglesia: como oír misa los domingos y comulgar por Pascual Florida, que cumplían escrupulosamente, porque eran mandamientos sociales que delimitaban claramente donde estaban los verdaderos hijos de la Iglesia.
Lo de cumplir los mandamientos de la ley de Dios, como lo de no robar, mentir y desear la mujer del prójimo, eran preceptos que sólo obligaban a título personal y, por tanto, no importaba tanto su cumplimiento, siempre que los demás no se enterasen... más que nada por no escandalizar a sus deudos y subordinados que ya se sabe no tienen la formación suficiente para saber distinguir las sutilezas de las leyes divinas. No obstante, él no podía tener ninguna queja, porque todos le demostraban su afecto y generosidad. Nunca faltaban en la casa del señor cura el aceite, el vino, los huevos, las frutas y las verduras de la temporada, ni los chorizos, el tocino y morcillas en tiempos de las matanzas, que él procuraba compartir con los más necesitados del pueblo sin que se enterasen los donantes, que no verían con buenos ojos que los mejores productos que habían seleccionado para el párroco fuesen a parar a esos muertos de hambre.
Con el paso de los años, el bueno de don Filomeno había conseguido eso tan difícil de caer bien a casi todo el mundo, aunque ahora, ya a sus años, se había vuelto un poco cascarrabias y solía ser más severo a la hora de poner las penitencias en las confesiones, aunque nunca pasaban de los dos padrenuestros y las tres avemarías.
Pero vamos a dejar al señor cura confesando a sus feligresas, para volver a nuestros protagonistas. En casa de doña Margara todo continuaba con la rutinaria placidez de costumbre, ahora con más tranquilidad, si cabe, por las calores del verano, que hacían a todos un poco más perezosos. Todas las tardes, cuando la sombra llegaba al corredor del patio, la madre, sus dos hijas y las criadas, se sentaban con sus labores. La pequeña Petronila estaba haciendo el ajuar de su dote; ahora una preciosa mantelería con bordados de Lagartera. Sacramento se afanaba en terminar unos nuevos visillos, de encaje de bolillos. A doña Margara le gustaba el ganchillo y preparaba unos pañitos para encima de las mesillas de noche. A ella le hubiera gustado hacer un gabancito para el bebé de su hija, pero no lo decía para no hacerla daño. Las criadas se encargaban de zurcir la ropa vieja.
-Anda, Tomasa, sube la jarra de limonada que he dejado en la escalera de la cueva, que ya estará fresca. Hay que atajar como sea este calor...
-Madre, tengo que comprar más hilo azul, porque con lo que me queda no voy a tener para terminar la mantelería...
- Doña Margara, ¿Sabe ya por qué se marcho la Juanita? Parecía tan contenta en la casa y se marchó sin decir nada... ¡Qué raro! ¿Verdad?
- Pues no lo sé, Jacinta, no lo sé. Mandé recado a su madre y sólo me dijo que la necesitaba en su casa porque ella no se encontraba bien... A mí también me pareció raro que se marchase así...
- Señorita Sacra, ¿ha visto las nuevas enaguas que hay en el escaparate de la mercería de la Paquita? Con esas sí que le iba a gustar al Señorito José... Seguro que traían ya al heredero....
-No seas descarada, niña... un poco de respeto...
- No se preocupe, madre... no pasa nada.... Pues sí, Emilita, si he visto las enaguas del escaparate... y no las necesito para gustar al señorito...
Y así iban transcurriendo las tardes enfrascadas en una charla animada en la que se iban repasando todos los chismes que se oían en el pueblo.
- ¿A que no sabéis a quien ha dejado preñada su novio?
- Cuenta, cuenta…
- No sé, me tenéis que prometer que no se lo vais a decir a nadie… porque a mí me lo han contado en secreto…
- Lo juramos… ¿verdad? No se lo diremos a nadie…
- A la Estrella, la de la tía Felisa…
- Pero si no tendrá más de dieciséis años…
- No, todavía no los ha cumplido… y dicen que su padre está dispuesto a echarla de casa…
- No será para tanto, seguro que terminan casándose, porque Miguelito, su novio, trabaja en la tenería, y gana un buen sueldo para mantener a una familia.
- ¡Cómo está la juventud de ahora!, ¿verdad, doña Margara?
- Tienes razón Tomasa, no sé donde vamos a llegar…
- Pues no es la primera ni será la última que se case por las prisas…
- Eso pasa hasta en las mejores familias… - Bueno, basta ya… vamos a dejar los chismes y vamos a rezar el rosario, que falta os hace rezar un poco más, en vez de contar guarradas…
Las muchachas no tuvieron más remedio que hacer caso a doña Margara, que sacó su rosario de palo de santo que le habían traído de Roma, bendecido por el mismo Papa, dejó a un lado la costura, se santiguó y empezó:
- Misterios gozosos del Santísimo Rosario, primer misterio…
A doña Margara le gustaba rezar el rosario, porque mientras repetían rutinariamente las avemarías, podía dejar volar su imaginación para pensar en sus cosas y sobre todo en su casa. Siempre, cuando rezaba el rosario, se recreaba recorriendo cada rincón de esa casa que ella siempre llamó "El Solar" Y ahora así la conocen todos en el pueblo.
Es el símbolo del poder de los Gómez Pastrana. Doña Margara siempre presumía de que era una casa blasonada. Perteneció, allá por los últimos años del siglo XVIII, a la familia de los Mendoza. En ella vivió don Genaro Mendoza y López del Villar que fue secretario particular del señor conde y ejerció de Alcalde ordinario de la villa. El esplendor de la mansión llegó hasta la guerra de la independencia, cuando la brigada polaca, al mando del Mariscal Víctor, arrasó casi todo el pueblo. La casa quedó maltrecha, aunque el escudo de su portada resultó milagrosamente intacto. Luego pasó la propiedad a los antepasados de doña Margara, quienes tuvieron que desprenderse de ella cuando su declive económico les obligó a venderla.
Ella todavía recordaba cuando, de pequeña, su abuela le enseñaba a bordar, allí sentada en el corredor, como ahora estaban, mientras le contaba las historias gloriosas de sus antepasados que habían llegado a ser validos del mismísimo rey y le decía que algún día ella sería la heredera de todo aquello. Entonces era demasiado niña y no llegaba a comprender por qué habían tenido que dejar aquella casa para marcharse a vivir a otra mucho más fea y más pequeña y recordaba cómo su abuela no dejó de llorar desde entonces hasta que murió un año después. Cuando creció supo que su abuelo había sido un jugador y había ido despilfarrando toda su hacienda. Aunque nunca llegó a confesarlo, aquel día, cuando salió de la casa, de la mano de su madre, se prometió que algún día volvería como dueña de la que, desde aquel momento ella empezó a llamar "El Solar"; porque había oído a alguien decir que esa casa había sido siempre el "solar patrio".
Los compradores, así lo quiso el destino, fueron los padres de Nicomedes y ella pudo cumplir su sueño cuando se caso con él. Ahora es una casa señorial de recia construcción, con un zaguán de entrada y un patio porticado de gruesas columnas de piedra. En el centro, un granado centenario que cubre con su sombra todo el patio. Una escalera de piedra, ancha y tendida, con un pasamanos de hierro forjado terminado en una lustrosa bola dorada, da acceso a un corredor abierto, orientado al poniente, donde tomar el sol en las tardes soleadas de finales de la primavera y formar la tertulia en las noches de los ardientes veranos. Varias puertas de cuarterones de madera cierran la gran sala y las habitaciones nobles de la casa. Las dependencias de los servicios de cocina, las caballerizas, las leñeras y las habitaciones del servicio están en la planta baja, donde los señores también se han reservado un amplio salón con una gran ventana enrejada a la calle que les sirve de comedor y sala de estar y donde don Nicomedes recibe a los aparceros cuando tiene que ajustar las cuentas de los distintos esquilmos, y doña Margara organiza las tertulias con sus amigas en invierno. En este salón hay un aparador de nogal en el que se guarda una vajilla de la Real fábrica de La Granja, de doce servicios, que perteneció a su abuela y una cristalería de Bohemia que fue el regalo de boda de un notario amigo de sus suegros. Una sillería estilo imperio de madera de cerezo tapizada en crespón granate, con un sofá y dos sillones y la mesa de comedor con seis sillas que son también de madera de nogal haciendo juego a una vitrina donde están expuestas las piezas más valiosas de su colección de platería.
En la pared, sobre el sofá de la sillería, están los retratos de los señores, en dos marcos iguales de madera de caoba que miden cerca de un metro de alto. Son dos fotografías realizadas por un fotógrafo de la capital que se desplazó expresamente hasta Recondo porque doña Margara estaba convaleciente del parto de la pequeña Petronila.
El señor, aparece sentado en uno de los sillones del salón, con un terno de color claro, y con su bastón en la mano; ella con una mantilla negra de blonda, con un broche de brillantes en el cuello para recoger la mantilla y una gran medalla de la Virgen de la Amargura colgando de una cadena de oro. A ella le gusta mirarse en el retrato porque dice que el fotógrafo había sabido captar la seriedad y la bondad que eran los principales rasgos de su carácter. Pero lo que el fotógrafo, como casi nadie, no había captado, era su altanería y su capacidad de manipular a todos los que tenía a su alrededor ni, mucho menos, su capacidad de odio hacia los que ella declaraba sus enemigos.
En la parte trasera de la casa, una amplia corraliza con acceso directo por unas grandes puertas a una calle posterior, con una morera, una higuera y dos manzanos. Las cuadras para las cuatro mulas, los dos burros y los tres caballos. En un rincón de la misma cuadra, dos cortes o pocilgas en las que siempre había dos o tres cerdos que suministraban carne suficiente para todo el año. Allí están los corrales para las gallinas, una conejera y un pequeño palomar con los nichos de teja para los nidos y varios orificios redondos por donde entran y salen las palomas. El palomar no estaba antes. Lo había hecho construir doña Margara porque siempre le habían gustado las palomas, que aunque era verdad que ensuciaban los patios, eran la imagen del mismísimo Espíritu Santo. En el centro de la corraliza, un profundo pozo con brocal de piedra labrada que proporciona agua suficiente para abastecer todas las necesidades de la casa. Sobre el brocal hay una reja redonda de forja que le tapa totalmente y contaban que estaba allí puesta desde hacía mucho tiempo porque el hijo de una criada cayó al pozo y allí murió ahogado; de eso se acordaba doña Margara aunque había ocurrido cuando ella era muy pequeña. También hay un amplio porche donde se cobijan un carro y el tílburi que utiliza el señor para recorrer sus fincas. Toda la casa había sido totalmente rehabilitada y ya no quedan vestigios de los destrozos que ocasionaron los franceses a finales del año 1808.
A la izquierda, según entras al patio, está la bajada de la cueva. Tiene escalones altos y empinados, por lo que, para bajarlos, es necesario agarrarse al pasamanos de madera que hay en la pared de la derecha. Cuando has bajado los doce primeros peldaños, hay un pequeño descansillo donde la escalera cambia de dirección. Bajas ocho más y ya estás en la cueva. Es una galería abovedada de más de cincuenta metros de larga, tres de ancha y cerca de dos metros de alta. Aunque está horadada en la piedra, cada tres metros hay arcos de ladrillos rojos que actúan de contrafuertes. A los lados de la galería principal hay varias oquedades con pequeñas tinajas de barro, algunas de las cuales están rotas y todas ellas sin utilidad desde ya hace muchos años; cuentan que desde que se eliminó la alquitara, quedó en desuso la bodega y se abandonó la elaboración de vino en la casa. Ahora se utiliza como fresquera; allí se almacenan las patatas y las frutas, y en las escaleras de la entrada se colocan en verano las botellas de vino y el botijo del agua, para que la bebida esté siempre fresca. Algunas de las tinajas se usan como silo para guardar la cebada de las caballerías. La escalera de la cueva siempre había sido el lugar de castigo para los niños, cuando desobedecían las órdenes de sus mayores o hacían alguna trastada de cierta consideración; y allí se había pasado tardes enteras el pequeño Nicolás que había llegado a coger la costumbre de esconderse en la cueva aunque no estuviese castigado. Ahora la casa es también la residencia de Sacramento y su marido. José Galán, había sido mozo de mulas de la casa. Muy bien parecido y simpático, aunque un poco bobalicón. La niña se encaprichó de él y aunque los padres se opusieron en principio terminaron por acceder, porque a pesar de su hacienda no había demasiados pretendientes para sus hijas. Y como decía doña Margara… "El dinero ya lo tenemos nosotros"
En el pueblo supuso una noticia que acaparó los comentarios en las tertulias durante varios meses, por lo que suponía de ruptura en las costumbres de los ricos que únicamente emparentaban con los de su mismo rango o capital. Todos consideraron que él había dado un buen braguetazo y desde su matrimonio ascendió a la categoría de capataz ocupándose de los asuntos agrícolas con su cuñado. Habían pasado ya dos años desde entonces; ella debía andar por los treinta y uno y él había cumplido los treinta, pero no llegaba el deseado heredero del "Solar".Mientras las mujeres terminaban el día haciendo labores, los hombres pasaban las horas en el casino. Don Nicomedes salía de casa después de la siesta, para tomar el café y la copita de anís, echar la partida de dominó y preparar la tertulia con don Marcial, el médico, don Mariano el boticario y don Atenodoro, el administrador de Correos. Luego se unía el señor Alcalde y, a veces, también el señor cura. Nicolás y José lo hacían cuando terminaban la jornada, a eso de la caída de la tarde, pero ellos no solían participar en la tertulia, sino en jugar unas partidas de mus o de tute.
Todos volvían a las diez de la noche en verano y a las ocho en invierno, que eran las horas fijadas para la cena. Después se formaba la charla familiar hasta que llegaba la hora de ir a la cama. Desde lo de la república, las tertulias del casino habían tenido un tema monográfico. Ya se habían barajado todas las posibilidades políticas posibles. La mayoría pensaba que esto no podía durar demasiado porque el Ejército no iba a permitir el desorden, que según decían los periódicos que llegaban a Recondo, se estaba adueñando de todo el país. Luego, poco a poco, se fueron dejando estos asuntos para volver a los temas cotidianos de la vida social y económica o a los simples rumores que siempre corrían por el pueblo.
Una de aquellas tardes, don Nicomedes tuvo que aceptar dos invitaciones de don Andrés Segovia y de don Emilio Torres, que estaban celebrando la compraventa de una finca. Fueron dos copitas más de anís, que añadidas a las tres que se solía tomar todas las tardes, hicieron que su lengua se desatase más de lo que la compostura y el buen gusto podrían aconsejar. No se percató de la presencia del nuevo camarero y fanfarroneó delante de sus amigotes:
-No veáis cómo está la Juanita... la que habla con el chico de la Genuina... Parece poquita cosa pero tiene unas tetitas que están para comérselas...
- ¡Cuente, cuente...don Nicomedes...!
Y ante el ánimo que recibía de su entusiasta auditorio fue contando la que era su última "hazaña" erótica, cuidándose de adornarla con los detalles más escabrosos y omitiendo las partes que hubieran dejado en entredicho su virilidad.
- Y es que ella no sabía lo que era estar con un hombre de verdad... Ya le dije yo: "Pequeña, ya verás como te gusta"... y claro que le gustó... aunque ella no lo iba a reconocer... Pero yo sé que le gustó... porque lo vi. en su cara... Lo malo es que luego llegó mi mujer, se enteró de todo y la tuvo que despedir... porque esta juventud de ahora va por ahí provocando... y luego pasa lo que pasa...
Así, empezó a ser de dominio público la causa por la que doña Margara había tenido que despedir a la chica de los "Melitones", aunque la realidad es que aquel día la joven, cuando se quedó sola, recogió las pocas cosas que tenía en el "Solar" y se fue a su casa para no volver más, a pesar de lo bien que venía a la familia el pequeño sueldo que le pagaban.
Llegó llorando a su casa, y con un gran moratón en el ojo izquierdo. No tuvo más remedio que contar a su madre todo lo ocurrido. A causa de los efectos del bofetón del viejo, también se enteró el novio que, en principio, tuvo serias dudas en admitir que ella no había tenido la culpa de que se propasase el señor.
- Me tienes que contar todo lo que pasó. A saber lo que tú habrás hecho, porque todas las mujeres sois unas putas.
- Te lo juro, Felipe. Yo no hice nada. Ya sabes lo que cuentan de él. Es un cerdo, que me cogió desprevenida mientras hacía la cama de su alcoba... Yo no hice nada para provocarle... además no pasó nada... llegó el señor Alcalde y no pasó nada... mira el moratón de mi ojo... me pegó porque no pudo hacer nada...
- No sé, no sé... si tú lo dices... pero no me quedaré tranquilo hasta que no te examine la señora Petra, la partera... A ver si no has querido hacer nada conmigo... y ahora él te ha desvirgado... y si no eres virgen, yo no me caso contigo... Hasta ahí podíamos llegar...
Y Juanita tuvo que visitar a la señora Petra, para que certificase que todavía seguía siendo virgen, sólo así se quedó tranquilo Felipe y consintió en seguir la relación.
A la tarde siguiente, cuando las mujeres habían formado la tertulia mientras cosían en el corredor, fue Tomasa, la que se atrevió a contárselo a doña Margara.
- Señora, ayer en el casino, don Nicomedes dijo que usted había tenido que despedir a Juanita porque ella había provocado a su marido...
- ¿Cómo va a decir eso el señor? Seguro que tú no te has enterado bien, que estás ya un poco sorda...
- Que no, doña Margara, que lo estaba contando en la carnicería la mujer del camarero del casino, que se lo había contado su marido, y que el señor dio detalles para demostrarlo... dijo que la Juanita tenía un lunar debajo de uno de los pechos... y parece que es verdad...
Doña Margara, hasta entonces, no había llegado a saber a ciencia cierta, aunque podía presumirlo, por qué se había marchado de casa Juanita.
Esa noche no dirigió la palabra a su marido durante la cena, y se fue a la cama quejándose de un inoportuno dolor de cabeza. Entró en su dormitorio y cerró por dentro el cerrojo de la puerta. Los hijos, barruntando las previsibles consecuencias, también se retiraron a sus habitaciones sin que esa noche se llegase a formar la tertulia. Don Nicomedes se figuró la causa de la desbandada general y dedujo que su familia ya conocía sus fanfarronadas del casino; pero no tenía ganas de polémica y como la noche era agradable cogió la botella de aguardiente y un plato con pestiños que había en la alacena y se acomodó en la banca del corredor. A eso de las once y media había dado buena cuenta de los pestiños y ni el más optimista se atrevería a decir que la botella de aguardiente estaba ya medio llena. Con la mente en la nebulosa de su semiinconsciencia decidió que era la hora de acostarse, porque pensó que su mujer debía estar ya durmiendo. Pero la puerta estaba cerrada.
-¡Abre, Margara, que te has dejado echado el cerrojo!
Pero nadie contestó.
-Ya estás abriendo la puerta inmediatamente, o la tiro a patadas…
Su mujer no estaba dormida pero no tenía ninguna intención de abrir la puerta, así que optó por no dar señales de vida. Las voces aumentaron en volumen y los golpes en la puerta se sucedieron hasta que se hizo daño en la mano derecha.
- Me voy a cagar en "to" lo divino... ¡Abre de una puta vez!
Los hijos tampoco se habían dormido esperando el desenlace, pero ninguno de ellos se atrevió a salir por temor a pagar las consecuencias.
Diez minutos después, los golpes en la puerta y las imprecaciones fueron bajando en volumen y en frecuencia y a la media hora el sopor del sueño y los vapores del aguardiente le aconsejaron que debía desistir de sus deseos.
Como aún hacía buen tiempo, decidió acostarse en la banca del salón de la planta baja, y al día siguiente, muy de mañana, preparó su maleta y se marchó a la capital; al pisito que desde hacía ya casi treinta años había puesto a Rosa, su amante de toda la vida, a la que solía visitar de cuando en cuando.
FIN DEL CAPÍTULO.El cuarto capítulo el próximo sábado, día 24de octubre.
¡No te lo puedes perder!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAP. IV

IV

Dos o tres días después.

- Pues sí Clotilde, se ha marchado a Madrid. Me figuro que te habrás enterado, porque debe ser la comidilla de todo el pueblo. ¡Qué vergüenza! Pero yo no pienso consentirlo más. Hasta ahora había procurado hacer la vista gorda… Pero esto ya no se puede permitir. Por la noche no le dejé entrar en la habitación y durmió en la banca de la salita, y a la mañana siguiente se marchó a Madrid. Lo suele hacer de vez en cuando, sobre todo cuando aquí no tiene con quién satisfacer sus bajas pasiones.
Y a mí, ¿qué quieres que te diga?, ya ni me molesta. Si tengo que serte sincera, no sé el tiempo que hace que no me reclama el débito conyugal. Don Filomeno me dice que estoy obligada, porque el acto carnal es santo dentro del matrimonio, pero la verdad es que él ya no quiere saber nada de mí, ni yo tampoco quiero saber nada de él. Perdona que haya venido sin avisar, pero es que tenía que desahogarme con alguien y contigo es con quien más confianza tengo… Tú conoces bien todo lo nuestro… y ya sabes que no siempre fue así.
Al principio todo era distinto. Es verdad que siempre ha sido un obseso sexual, y como entonces yo estaba bastante bien, ¿te acuerdas?, lo tenía a todas horas detrás de mí. Yo tenía entonces ya veinticinco año y él sólo veintitrés. Aunque antes tuve varios pretendientes, ninguno estaba en posición de solucionar la situación económica de mi familia. Entonces sólo nos quedaba ya el prestigio de nuestros apellidos y los recuerdos de los tiempos pasados. ¡Qué te voy a decir que tú no sepas!
Mi madre tenía que hacer malabarismos para aparentar una posición que no teníamos y mi padre tuvo que fingir una enfermedad para no tener que hacer vida social. Entonces llegó Nicomedes... cuando tú empezaste a salir con mi primo Enrique. Mucho después me enteré que ya tenía una amante en la capital. Esto no sé si tú lo sabes. Era una antigua criada de la casa de sus padres a la que dejó preñada, y como él era demasiado joven y ella pobre, mis suegros acordaron ponerla un pisito para ella y para lo que viniese, y dar un par de tierras a los padres, con lo que consiguieron que la noticia no trascendiese en el pueblo.
Sí, entonces tuvo una hija y luego otro niño más. La mayor debe tener ahora unos treinta y tres años y el niño poco más de veintiuno; ella dos más que mi hija mayor y él tres menos que mi pequeña... Pero ya le dije cuando me enteré... De reconocer a esos bastardos, ¡ni hablar...! Me lo juró por Dios... Yo sé que les manda dinero todos los meses, pero no me importa porque a nosotros nos sobra... pero no, no les conozco; creo que la mayor trabaja con una modista y el chico en una cerería, pero que yo sepa nunca han venido por Recondo, ni siquiera cuando murieron sus abuelos... Pero, por Dios, no se lo vayas a contar a nadie… que es un secreto que no saben ni mis propios hijos. Al final, voy a terminar yo también aficionándome a la achicoria... y los bollitos de aceite cada día te salen mejor...
Oye, mira... ¿No es aquel don Gregorio el maestro...? Parece que va hacia la Iglesia... últimamente se le ve mucho entrar a la Sacristía y antes apenas si iba a misa los domingos... Este mirador tuyo es un lujo... desde aquí te enteras de todo lo que pasa en el pueblo....
Pues como te decía, cuando Nicomedes empezó a cortejarme, mi madre me lo dijo bien claro. ¡Hija, esta oportunidad no la podemos perder! Y en estos casos, lo más efectivo era que me dejase embarazada… Me da vergüenza contarte esto… Solo lo sabía mi madre y se lo llevó con ella a la tumba… Pero bueno, tú eres mi mejor amiga… mucho más que una hermana….
Su familia era visita de casa y él empezó a acompañar a sus padres cuando iban a visitarnos. Yo me las arreglaba para salir al jardín haciendo que cuidaba las plantas para que él se acercase y poder hablar a solas. Mi madre aprovechaba cualquier ocasión para decir que hacíamos muy buena pareja.
Una tarde se me torció un tobillo y él tuvo que levantarme, otra me pinché con la espina de una rosa y él me "curó" con un beso… en la mano, claro. Un día le "dejé" que descubriese un pequeño lunar que tengo en el cuello y que, desde entonces, quería ver todos los días...
Al mes siguiente me dijo que podíamos hablar... y dos más tarde ya me visitaba en casa él solo todas las tardes. Fue entonces cuando mi madre me aleccionó y trazamos el plan… ¡No te fastidia que me estoy poniendo colorada...!
Había llegado el otoño, pero aún no se habían terminado los calores. Cuando vimos que él se acercaba a la casa, yo entré en mi cuarto mientras mi madre salía a abrir la puerta. Le pasó a la sala y le dijo que se sentase en una silla que estaba frente a la puerta de mi habitación que, "sin darme cuenta", yo había dejado entornada.
Ella le dijo que yo estaba terminando de arreglarme y le dejó solo con la excusa de que estaba terminando de hacer algo en la cocina. Yo me había desnudado y empecé a vestirme delante del espejo por el que le veía a él sentado en la salita. Ya habíamos comprobado mi madre y yo que desde esa silla, por la rendija de la puerta, la visión del espejo del armario era perfecta…
¡Que, si Cloti, que es verdad...! Pero la cosa no quedó aquí…
Aquella primera vez la exhibición fue rápida y cuando salí le pedí mil excusas por no estar arreglada cuando él llegó. Sólo hasta un mes después no se volvió a repetir el espectáculo y esta vez con la excusa de que me tenía que cambiar porque se me cayó una taza de café en el vestido... No me mires con esa cara… ¡te juro que es verdad todo lo que te estoy contando...
!Él tenía que hacer grandes esfuerzos para contenerse y le era casi imposible disimular su excitación, de la que yo, por otra parte, nunca demostré que me enteraba…
No sé si seguir, porque me estás mirando con una cara…
Vale, de acuerdo, voy a terminar de contártelo…
Estimamos que había llegado el momento oportuno. Era domingo y estaba cerca la Navidad. Mis padres se habían ido a misa de doce. Habíamos quedado para salir a tomar el aperitivo en el casino, como hacíamos todos los domingos. Cuando él llegó, yo le dije que estaba sola, que mis padres estaban en la iglesia y que no estaba bien que él entrase en casa; que era mejor que diese una vuelta y volviese un poco después. Su excitación fue instantánea. Torpemente arguyó algo sobre que tenía que confiar en él y entramos en la salita. ¿No te irás a escandalizar ahora, a tus años...? Bueno, pues sigo…
Yo tenía puesto una bata para tener necesariamente que cambiarme de ropa. El ocupó "su" silla y a mí se me "olvidó" cerrar del todo la puerta. Simulé que me aseaba en el palanganero que no se veía desde su puesto de observación. Todo estaba en silencio. Me acerqué a la puerta sin que él me viese y pude escuchar su respirar entrecortado.
Yo estaba desnuda, fui hasta la cama donde había dejado mi ropa interior. Comprobé que él me veía y con parsimonia cogí la camisa…
¡Échame un poco de limonada que se me está quedando la boca seca… Gracias...!
Él no pudo resistir más. Le vi entrar en mi alcoba y yo me cubrí el pecho con la camisa que aún no me había puesto. Me tumbó en la cama, se desabrochó la bragueta de sus pantalones y se echó sobre mí. Yo era virgen. Me hizo mucho daño pero fingí que me gustaba. Cuando terminó tenía los pantalones manchados de sangre y tuvo que quitárselos para que yo los limpiase.
Yo me puse a llorar desconsoladamente y le recriminé compungida lo que había hecho. ¿Y si me he quedado embarazada...? ¿Qué vamos a hacer? … No te preocupes, me dijo él. Por hacerlo una vez no va a pasar nada…Pues en los ejercicios espirituales del año pasado, dijo el señor cura que con solo hacerlo una vez podías quedarte embarazada... le dije yo… lo que no le quise decir entonces es que las probabilidades eran mucho mayores si estabas con la ovulación…
Dos meses después ya estábamos preparando la boda. Mi madre dejó muy claro que no habíamos sabido responder a la libertad que ella nos había dado y que habíamos defraudado la confianza que mi padre y ella habían puesto en nosotros. En su casa llegaron a la conclusión de que era mejor que se casase a ver si así sentaba la cabeza y que, por otra parte, aunque nuestra familia no tenía dinero, siempre habíamos pertenecido a lo más selecto de la sociedad...
Entonces yo puse mi condición. Si quería casarse conmigo tendríamos que vivir en el "Solar". Como ya sabes, era necesario hacer algunas reformas; pero las más imprescindibles estaban terminadas en poco más de dos meses.
Don Filomeno, que hacía poco que había llegado al pueblo, dijo que era mejor hacer una ceremonia íntima antes del amanecer. A mi madre le pareció bien, porque así nos evitábamos los gastos de la celebración, y a mí no me importó renunciar a la fiesta si había conseguido lo que yo quería. Ser el ama del "Solar".
¿Nicomedes?... Volverá en una semana. Como vendrá satisfecho, me pedirá perdón, me prometerá que no volverá a ocurrir y todo seguirá como antes... Ha pasado ya tantas veces que estoy acostumbrada...
FIN DEL CAPÍTULO.El quinto capítulo el próximo sábado, día 31 de octubre.
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LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAP. V

V

Poco más de un año y medio más tarde.

El miedo casi se podía respirar. Nunca, en toda la vida, se había hecho una huelga en Recondo. Los medidores, acogiéndose a las nuevas leyes laborales de la República, habían comunicado a las Autoridades Municipales y a sus patronos que durante la semana del 16 al 22 de mayo harían huelga para reclamar el cumplimiento del compromiso de aumento de un diez por ciento de su salario que les prometieron el año anterior y que hasta la fecha no se había concretado. Todos los trabajadores temporeros del campo, los de las fábricas de jabón y los del batán, los de los molinos aceiteros y los maestros, animados por don Gregorio, habían comunicado que se unirían a la huelga en señal de protesta contra los patronos.
Los medidores eran los encargados de medir y pesar el vino, el vinagre, el aguardiente y el aceite. Dependían de la Sociedad de Propietarios y Cosecheros que encuadraba a los principales terratenientes de Recondo. Había dos cuadrillas compuestas por cinco mozos, un suplente y un capataz; dos fieles de medida y un interventor. Eran pues, sólo diecisiete personas, pero desempeñaban uno de los trabajos más apreciados en el pueblo, para el que siempre había candidatos. Nunca se habían atrevido a tomar una postura de fuerza contra los amos, porque sabían que sería muy fácil encontrar quienes les sustituyesen. Además si les despedían de este trabajo difícilmente iban a encontrar otro en el pueblo. Fermín y don Gregorio les habían animado a dar este paso y les ofrecieron el respaldo del Sindicato para organizarlo todo de acuerdo con la Ley.
Fermín García de la Cruz, era más conocido en el pueblo como "Zapatones", por su oficio de zapatero remendón. Con este trabajo se ganaba bien la vida o, al menos, no aspiraba a conseguir ningún ascenso en la escala social de Recondo. De su padre que había trabajado en un taller de la capital, donde había aprendido el oficio, había heredado además del negocio, un espíritu crítico y un carácter contestatario que siempre le había creado no pocos inconvenientes, sobre todo con las personas principales del pueblo que no podían admitir su falta de respeto y la poca consideración con la que se atrevía a responderlos cuando no estaba de acuerdo con lo que le decían. A pesar de todo ello, nunca le faltaba trabajo porque a la hora de arreglar los zapatos era, sin ninguna duda, el mejor del pueblo. Desde muy joven se afilió al partido comunista y era muy considerado por sus camaradas que valoraban su buen criterio a la hora de analizar los acontecimientos. Desde que se había proclamado la República era considerado tanto por su camaradas como por sus enemigos el único que podía capitalizar el liderazgo de la izquierda republicana. Ahora, con la ayuda de don Gregorio, el maestro, había tenido varias reuniones con los medidores para asesorarles en la mejor forma de plantear la huelga.
Por otra parte, don Enrique de las Olivas, el señor Alcalde, había citado a los responsables de la Sociedad de Propietarios y Cosecheros a una reunión urgente en el salón de plenos del Ayuntamiento. Previamente se habían reunido todos los miembros del Consistorio y habían llegado a la conclusión que era fundamental evitar, a toda costa, la celebración de la huelga.
-No podemos consentir que se lleve a término esta huelga. Nunca, en ninguna circunstancia se ha llegado a una huelga en Recondo, y ahora no lo podemos consentir; porque si los medidores convocan la huelga, todos los obreros se van a unir a ellos, y eso supondría sentar un precedente demasiado peligroso para nosotros, que hasta ahora hemos podido controlar toda la actividad laboral.
Los concejales asentían a las palabras del alcalde. Todos estaban de acuerdo en buscar una solución para evitar la huelga a cualquier precio.
- Hay que convencer a los cosecheros para que se avengan a negociar. Pueden ceder y pagarles algo de lo que les piden y así contentarlos por ahora.
Hipólito Martínez, el herrero, sabía muy bien cómo estaban los ánimos. Él era el teniente de alcalde y estaba en contacto con todos los agricultores porque acudían con frecuencia a su fragua para arreglar los aperos de labranza. Les había escuchado y por eso quería también que se encontrase una solución pacífica a la situación, aunque a él no le afectaba directamente el problema, ya que no tenía obreros y en su herrería sólo trabajaban sus dos hijos y él.
Don Enrique, el señor alcalde, concluyó:
- Si os parece, podemos presionarles para que acepten la negociación. Si no se quieren avenir a esta solución, no tendremos más remedio que retirarles la concesión que tienes desde el siglo pasado.
El servicio de pesos y medidas era un derecho municipal que desde mediados del siglo anterior había sido cedido por el Ayuntamiento a esta Sociedad a cambio del pago de una participación en los beneficios. De esta manera los propietarios, además de garantizarse un buen servicio, obtenían unas ganancias, que fundamentalmente servían para pagar los impuestos, los generales de la sociedad y los individuales de cada uno, al Ayuntamiento. De esta forma, todos salían beneficiados y los responsables municipales se libraban del engorroso trabajo de coordinar y controlar el servicio.
Don Esteban Pelayo era, desde hacía más de diez años, el presidente de los Cosecheros, y estaba francamente contrariado. Siempre había presumido de la ingente labor social que había desarrollado la Sociedad, colaborando con el Ayuntamiento para modernizar el pueblo y ayudar en todos los proyectos que se habían promovido durante los últimos setenta y cinco años.
-Tú, Enrique, puedes decir lo que quieras, pero nosotros no podemos asumir el incremento en los costes. Si les pagamos lo que quieren el servicio será deficitario y vosotros tampoco recibiréis vuestra parte en los beneficios.
Don Atenodoro, además de Administrador de Correos, era un pequeño propietario y cosechero, pero formaba parte de la junta directiva por su formación y capacidad organizativa. Era vehemente y frecuentemente se exaltaba cuando alguien se atrevía a llevarle la contraria.
- Además no se puede tolerar que nos amenacen con un huelga… ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ahora empiezan con esto y después no sabemos lo que nos pueden llegar a pedir….
El Alcalde procuraba mostrarse conciliador:
-Lo que no se puede consentir es que vayan a una huelga que sabemos que va a ser secundada por la mayoría de los trabajadores del pueblo…. Al menos, si estuvieseis dispuestos a negociar… a llegar al acuerdo de un aumento de, por ejemplo… el ocho por ciento…
Pedrito Rodríguez, como solía ser su costumbre, no pudo contenerse:
-Ni una perra chica… Nada… esos tienen que enterarse de una vez quién manda aquí…
Los ánimos se estaban exaltando por momentos. Aquellos hombres no podían creer que unos muertos de hambre, a los que habían dado de comer durante toda su vida, se atreviesen a plantearles ahora un ultimátum.
Fuera del salón, en los pasillos del Consistorio se estaban concentrando varios convocantes de la huelga y algunos de los pocos que se habían empezado a interesar por la política. Al principio se mantuvieron tranquilos y callados. Después, al oír lo que se decía dentro, empezaron a sonar voces de repulsa. Varios de los medidores habían logrado acercarse a la puerta del salón de sesiones y no podían admitir lo que allí dentro estaban diciendo sus patrones.
- ¡Queremos entrar, y exponer nuestra opinión. No hay derecho a que sólo se les escuche a ellos ..!
- Esto no va a cambiar nunca, ¡la única solución es la huelga!…
Las voces se podían oír claramente dentro del salón y el alcalde mandó desalojar el Ayuntamiento. Los guardias, a duras penas, lograron expulsar a los cada vez más exaltados obreros. Dos de los guardias se mantuvieron junto a la puerta del ayuntamiento para evitar que nadie se acercase, pero cada vez eran más los que llegaban a la plaza a esperar el resultado de la reunión.
- Ya veis lo que está pasando. O accedéis al aumento que piden o, sintiéndolo mucho, ¿verdad? -y miró a los concejales- tendremos que retiraros la concesión y administrar nosotros mismos desde el Ayuntamiento el servicio de medidas…
También esta vez, fue don Indalecio quien tuvo que decir la última palabra:
-¡Por mí, podéis meteros el servicio de medidas por donde os quepa…! ¡Vámonos, que aquí no hay nada más que cobardes! No esperaba esto de ti, Enrique…. No esperaba esto de ti….
El alcalde mandó llamar a los representantes de los medidores y les comunicó que a partir de ese momento el servicio de medidas pasaba a depender únicamente del Ayuntamiento. Al día siguiente se iniciarían conversaciones para tratar el problema de los salarios y que esperaba su colaboración para buscar una solución viable que fuese satisfactoria para ambas partes….Se comprometieron a desconvocar la huelga en reconocimiento a la actitud negociadora demostrada por las autoridades y garantizaron que no se alteraría el orden.
Al salir del salón de sesiones no les pasaron desapercibidas las miradas de odio contenido que se podía adivinar en los rostros de los cosecheros. Sabían que esto no había hecho nada más que empezar y debían estar dispuestos a aguantar la contraofensiva de los poderosos propietarios de Recondo que por primera vez en la historia encontraban una oposición real y efectiva a su voluntad.
Fermín "el Zapatones" fue el primero en salir a la plaza y se erigió en portavoz de los medidores:
-¡Hemos ganado! El Ayuntamiento nos garantiza una solución y ya no dependemos de los Propietarios y Cosecheros. ¡Se desconvoca la huelga! ¡Hemos ganado!
A los pocos minutos la plaza se había quedado prácticamente desierta. Sólo entonces salieron los cosecheros. El alcalde les había pedido que se esperasen para evitar enfrentamientos.
En silencio, cariacontecidos, contrariados y con rabia contenida esperaron sentados en el salón de sesiones. Se despidieron en la plaza y quedaron en reunirse todos al día siguiente en la sede de la Sociedad.
Cuando llegó a casa, Margara notó en su cara que algo había pasado…
- Esto es grave, Margara, esto es grave….
FIN DEL CAPÍTULO.
El sexto capítulo el próximo sábado, día 7 de noviembre.
¡No te lo puedes perder!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO VI

VI

Y pasaron casi diez meses.

No era la primera vez que Nicolás se metía en problemas. Había heredado el carácter de su padre y el orgullo de la familia materna. Además era un chico atractivo y, al contrario que su padre, tenía una mirada franca que infundía confianza. Pero esta era también un arma que él sabía manejar. Con treinta años era uno de los solteros más codiciados de la comarca.
Ya todos habían olvidado sus antiguas correrías juveniles. En los pueblos y aldeas de los alrededores muchas de las mozas habían dado algún paseo en el tílburi del señorito Nicolás, como era conocido; pero ninguna hasta ahora había logrado sacarle no ya una promesa, ni siquiera una palabra que le pudiese comprometer. En Recondo todas sabían que sólo unas pocas, podían tener alguna opción de hacerle pasar por el altar. En realidad sólo una. Adela Herrero del Pino.
Adelita era tres años menor que él. Su padre, Ildefonso Herrero, era también un hacendado influyente que había llegado a Recondo hacía treinta años y se había establecido allí como comerciante de ultramarinos. Dos años después se casó con una señorita de la ciudad que pasaba los veranos en Recondo y que según se dijo era la heredera de un importante capital invertido en bonos de la Deuda del Estado. La familia era respetada en el pueblo y cuando su hija llegó a la juventud, todos asumieron que era la pareja ideal para el hijo de doña Margara. La chica era atractiva, sus padres tenían dinero, y hubiera sido un partido ansiado por cualquier familia del pueblo. Pero Nicolás nunca mostró un interés especial por ella; principalmente porque era de unas convicciones morales inalterables y siempre le dejó muy claro que si quería algo sería después de casarse. Y él no estaba dispuesto a esperar teniendo, como tenía, todas las chicas que pudiese desear.
Pero ahora se había pasado de la raya. Todo empezó la otra tarde en el bar de la Feliciana. Se había sentado a echar una partida con su amigo Antonio, de compañero, contra Cipriano el "Pelos" y Eulalio el "Meagolpes", a los que conocía desde pequeños, pero con los que normalmente no alternaba. Jugaban al tute y empezaron tomando aguardiente. Nicolás, que nunca había destacado como buen estudiante en el colegio, tenía la habilidad de contar mentalmente todas las cartas que iban saliendo en la partida, lo que le daba una apreciable ventaja en ese juego. Cuando jugaba por primera vez con unos contrincantes que no le conocían, solía dejarse ganar alguna de las primeras partidas para hacerles coger confianza. El aguardiente fue animando a los jugadores y los envites fueron creciendo desde el pago de las consumiciones hasta las diez pesetas que estaban ahora encima de la mesa. Hasta ese momento había una cierta paridad en las partidas ganadas por cada pareja, aunque las últimas habían sido todas a favor del hijo de doña Margara y su amigo Antonio, y la apuesta de esta última partida era el resto para sus contrincantes y su jornal de una semana.
Se habían repartido las cartas y Nicolás, que iba de mano, arrastró con el as de espadas y cantó veinte en copas. Siguió arrastrando con el tres y le quitó las cuarenta al "Pelos". Lo demás ya todo fue coser y cantar. Con las diez del monte se cerraba el juego y la partida.
-Cuenta, cuenta si quieres, pero no habéis pasado de los treinta puntos…
Antonio recogió las monedas de encima de la mesa. Nicolás hizo intención de levantarse.
-Nos tenéis que dar la revancha…
-Otro día, ahora es ya tarde… además ya no tenéis dinero….
-Juguemos de fiado… yo te firmo un vale o lo que haga falta…. pero vamos a jugar la última…
- Tengo una idea mejor, si quieres nos jugamos todas nuestras ganancias contra un revolcón con vuestras novias… O todo, o nada….
- Conmigo no contéis, yo no entro en esta apuesta, dijo Antonio.
-Esas son cosas más serias, continuó el Cipriano, dejaos de tontunas y vamos a terminar esto de una vez….
-Por mí, de acuerdo… terció el "Meagolpes", esto es un asunto entre Nicolás y yo. Si ganamos nosotros nos llevamos todo lo que hemos jugado en la noche, si ganáis vosotros, os quedáis con el dinero y esta noche te puedes tirar a mi novia…
Los pocos que todavía quedaban en el bar se arremolinaron en torno a la mesa donde se había vuelto a sentar los cuatro. La tía Feliciana les dijo que era tarde y que mejor lo dejasen para otro día. Pero ya nadie la hizo caso.
La partida se convino al mejor de tres manos. La primera fue para Nicolás y Antonio. La segunda estuvieron a punto de ganarla también, pero Antonio arrastró y dejó sin triunfos a su compañero. Habían empatado y había que jugar la buena. Pidieron otra media de aguardiente. Los ceniceros estaban llenos y a todos les sudaban las manos. Pero el juego no tuvo historia. Las cartas eran demasiado buenas y ganaron sin oposición.
-Cuando quieras vamos a ver a tu novia…
Antonio intentó disuadir a su amigo. Los que habían asistido de espectadores a la partida se fueron marchando, sin esperar a ver en qué terminaba todo aquello, para no verse involucrados, mientras los jugadores terminaban de tomarse las últimas copas de aguardiente. La tía Feliciana cerró la puerta en cuanto los cuatro jóvenes salieron a la calle. Allí se despidieron. Antonio y Cipriano se fueron cada uno hacia su casa. Se quedaron los dos solos.
-Nicolás, si quieres yo te voy pagando poco a poco la deuda… son diez pesetas, ¿no?
-De eso nada. Tú te has jugado a tu novia y yo me lo voy a cobrar. Así que, ¡vamos a su casa!... Claro que si tú no eres hombre para que tu novia haga lo que tú mandes…. Se lo tendré que decir yo mañana y que ella decida…
-¡No te preocupes… Déjame que yo entre primero para prepararla. Tú espera aquí, junto a la puerta falsa…
Pasó más de un cuarto de hora. Nicolás había visto cómo se encendía la luz en una de las ventanas del piso de arriba. Desde la calle se podía divisar cómo dos personas parecían discutir haciendo grandes aspavientos. Se apagó la luz. Al poco se entreabría la puerta y una mano le animaba a entrar.
Le acompañó hasta las cuadras. Allí estaba la muchacha. Tenía los ojos llorosos y al principio intentó resistirse, pero su novio se acercó a ella y susurró algo a su oído. Ya nadie habló. Nicolás se bajó los pantalones y se tumbó sobre ella en la pajera, levantándola el camisón que llevaba puesto. Eulalio, de pie junto a un pesebre, miraba de soslayo, intentando mostrarse imperturbable. Los efectos del alcohol, la presencia del novio y la pasividad de la muchacha retardaron un poco más de lo acostumbrado la culminación de su ardor. Tampoco ayudaba el agrio olor de la basura y el continuo ajetreo de las caballerías que no paraban de moverse extrañando, sin duda, tanto alboroto a su alrededor.
Cuando iba a terminar, Nicolás se retiró bruscamente de la muchacha y eyaculó sobre su vientre. Era, posiblemente, el único de los consejos de su padre que solía tener en cuenta. Así evitaba que una cualquiera se pudiera quedar embarazada y que a él le ocurriese lo que a su padre cuando era joven. Se levantó, se subió los pantalones y sin mediar ninguna palabra salió de la cuadra, cruzó la corraliza y salió de nuevo por la puerta falsa.
Dos días después llegó al "Solar" un oficial del juzgado comarcal con una citación para Nicolás. Los padres de la muchacha habían presentado una denuncia contra él por violación y otra a Eulalio como cómplice. Se tenía que presentar esa misma tarde a las dieciséis horas en las dependencias judiciales. Se iba a celebrar un careo con todos los implicados, delante del juez.
El padre se había ido a la capital y no se le esperaba hasta la semana siguiente. Era imposible que pudiese llegar antes de la vista. Nicolás, llorando, suplicó a su madre que hiciese algo. Prometió, como tantas veces había hecho, que no volvería a ocurrir y doña Margara, como acostumbraba, decidió que sólo ella podía solucionar el problema.
Mandó a su fiel Tomasa a casa de la chica. El recado era muy simple. "Que dice doña Margara que bajen los dos por el "Solar", que ella lo solucionará".
Quinientas pesetas. Tapar el asunto para que no se llegase a saber en el pueblo y así evitar la vergüenza a la chica. Lo del novio lo debían solucionar entre ellos. Y al fin y al cabo no habría consecuencias porque su hijo había tomado precauciones… Los padres se miraron sin decir nada. Ella con los ojos le dijo que sí, y él asintió. Doña Margara ya tenía preparado el dinero; lo sacó de la faldriquera y se lo entregó a la mujer que lo guardó en el bolsillo sin atreverse a contarlo. Salieron de la sala y doña Margara dijo a Tomasa que les acompañase hasta la puerta. Desde allí se pasarían por el juzgado para retirar la denuncia. Margara pensó que se estaba haciendo mayor; que ya le faltaba esa decisión que había tenido siempre para conseguir todo lo que se había propuesto. Ahora había solucionado este problema pero se encontraba cansada y asqueada. Empezaba a preguntarse si había compensado todo lo que había tenido que hacer para conseguir una situación económica desahogada, una casa como el "Solar", un prestigio social y el respeto de todo Recondo.
Ahora sentía que había fracasado en su matrimonio. Su marido nunca había llegado a quererla. Sólo, al principio, quiso acostarse con ella y si se casó fue porque ella fue más lista. Sus hijas eran poco agraciadas y no eran capaces de valerse por ellas mismas. La mayor atada a un don nadie que se había conformado con ser el capataz de sus suegros; la pequeña sin nadie que la quisiera y sólo interesada por terminar su ajuar que posiblemente nunca llegase a necesitar… y Nicolás…. Su hijo le recordaba a su padre. Conocía la fama que tenía en el pueblo, aunque no permitiría nunca que nadie le dijese lo más mínimo de él. Siempre había tenido que solucionarle todos los problemas, porque cuando se metía en alguno sólo sabía llorar, como un niño… Pero era su niño. Ahora pensaba que nunca había sido feliz, que siempre había estado bajo la opresión de su marido y supeditada al qué dirán de los demás… Sólo en una ocasión se atrevió a romper los moldes.
Debía tener, por entonces, alrededor de los cuarenta y cinco años. En el Solar, además del mayordomo, el mozo de cuadras, el capataz, y los cinco criados, había una cocinera, el ama de llaves, una planchadora, tres criadas y la que fue niñera de sus hijos que ahora no tenía un cometido definido, pero que seguía al servicio de la casa… y estaba también Romualdo.
Romualdo era el chico para todo; era un año mayor que Nicolás y su acompañante habitual. Como además era propenso a engordar le llamaban "Sancho Panza" y ciertamente le iba bien el apelativo porque era siempre el fiel escudero de su joven amo y en el que éste descargaba la mayoría de las veces las consecuencias de sus equivocaciones y maldades.
Nicolás había asistido al colegio del pueblo y a clases particulares con don Senén, un dómine que se declaró impotente para hacer que el niño mostrase el más mínimo progreso en el estudio de las humanidades.
Doña Margara contrató entonces los servicios como instructor de Benito Segovia, auxiliar del Secretario del Ayuntamiento que diariamente visitaba la casa para ayudar a su díscolo vástago que siempre se las arregló para no hacer el más mínimo esfuerzo para aprender lo que él consideraba cosas inútiles. Para que Nicolás tuviese un estímulo, don Nicomedes pensó que a las clases le podía acompañar el hijo de un antiguo mozo de la casa de sus padres, y así fue como Romualdo se convirtió en condiscípulo, acompañante, confidente y amigo del joven amo del "Solar".
Como le aconsejó su padre, Romualdo supo aprovechar la extraordinaria oportunidad y, al contrario que su irresponsable amo, se afanó en aprender todo lo que les enseñaba el bueno de Benito, que para conservar su puesto no paraba de hacer elogios de los apreciables progresos que hacía el heredero de la casa. Nicolás se limitaba a copiar los deberes que había hecho su escudero y con ello justificaba su aprendizaje.
Cuando los padres estimaron que la formación estaba completada despidieron al maestro y asignaron a su hijo la supervisión de las tareas agrícolas que desarrollaban los criados. Todos los días, a media mañana, salía acompañado de su fiel escudero, montando un precioso corcel tordo, para recorrer sus posesiones donde trabajaban los que él llamaba sus vasallos.
Claro que muchas veces este recorrido se retrasaba porque antes solía visitar con una cierta asiduidad a distintas damas que le recibían complacidas porque ya era proverbial su largueza. Largueza que sólo ejercitaba en estas ocasiones, puesto que a la hora de retribuir el trabajo de sus empleados siempre consideraba que era excesivo el pago para el esfuerzo de estos holgazanes. Romualdo se limitaba a vigilar y suministrar cobertura al joven donjuán que no era demasiado exigente a la hora de elegir sus conquistas. Ni la edad, ni la hermosura, ni la condición social eran elementos a tener en cuenta a la hora de escoger a sus amantes y esta promiscuidad impropia de la educación selectiva que había recibido en su familia pronto le pasó su dolorosa factura en forma de vergonzante enfermedad que sus progenitores no dudaron en ocultar enviándole a descansar una temporada en casa de unos parientes que vivían en la costa de levante, donde sus primos lograron que se recuperase.
Lógicamente en el pueblo nadie se creyó lo de las vacaciones y sólo había disparidad de opinión a la hora de indicar la fuente de contagio del señorito, que la mayoría estaba de acuerdo en ubicar en el vecino pueblo, donde la barragana de un hidalgo venido a menos, vendía sus favores a los jóvenes de la comarca.
Cuando el joven volvió a la casa, tuvo que aceptar, además de hacer un impuesto y poco creíble propósito de la enmienda, una drástica reducción de movilidad, bajo la vigilancia de su fiel escudero que no tuvo más remedio que aceptar que su falta de control le ocasionaría la fulminante expulsión de la casa.
- Mira, Nicolás, es que yo me juego mi puesto de trabajo… Tenías que tener un poco más de cuidado…
Nicolás no solía hacer demasiado caso a su compañero, pero pensó que era más adecuado simular que se había regenerado y pasaba la mayor parte del día encerrado en casa. Como entre sus aficiones no estaba la de la lectura, se afanó, desde entonces, en vigilar todos los movimientos de las criadas, y fue camuflando unos pequeños agujeros en las habitaciones que ellas utilizaban, para poder observarlas cuando estaban en la intimidad y creían que nadie las podía ver. Aunque lo que veía era más bien poco, era mucho más lo que él mismo se imaginaba y, al no tener compañía para calmar su excitación, no tenía más remedio que satisfacerse personalmente, como hacía en el pasado, cuando era mucho más joven, antes de iniciar su azarosa vida sexual.
Un día vigilaba desde el pasillo, medio escondido detrás de un arcón, la habitación de Sagrario, una criada muy joven que había entrado como planchadora. Sagrario tenía sólo dieciséis años, era morena, bastante delgada, pero su cuerpo empezaba a ir mostrando unas formas que le hacían parecer mayor de lo que era en realidad. Era además bastante desenvuelta y alegre, y un poco descarada. Era la hora de la siesta y la joven había terminado su tarea y pensó descansar un rato. Hacía calor y se quitó el vestido, quedándose con unas enaguas que le estaban algo grandes y dejaban gran parte de su cuerpo al descubierto. Debajo no tenía ropa interior. Cuando se tumbó encima de la cama, una visión prodigiosa se ofreció al espía furtivo que vigilaba desde su escondido agujero. Aunque la ventana de la habitación estaba entornada, la claridad de las primeras horas de la tarde era suficiente para envolver como en un halo mágico las suaves formas de la joven que emergían entre la liviana tela de su mínima vestimenta. Nicolás, corrió a buscar a su amigo Romualdo para hacerle partícipe de la extraordinaria visión. Los dos jóvenes se disputaban el turno para utilizar la mirilla horadada en la pared, entre risitas y exclamaciones en voz baja que, no obstante, no pasaron desapercibidas a doña Margara que esa tarde no había podido conciliar el sueño y se había levantado para tomar un vaso de agua fresca. Durante unos segundos estuvo observando a los dos jóvenes, hasta que Romualdo advirtió su presencia. Nicolás, avisado por su amigo, se levantó sobresaltado e intentó disimular, pero ya era demasiado tarde. Doña Margara se acercó y pudo comprobar personalmente la visión que se podía admirar del interior de la habitación.
- Ha sido Romualdo. Yo estaba durmiendo y ha venido a llamarme para que viese cómo dormía Sagrario.
Doña Margara no le creyó, pero tampoco era el caso de quitarle la razón delante de un criado.
- Parece mentira, Romualdo. Después de todo lo que hemos hecho por ti… ¿Así nos lo pagas?... ¡Qué vergüenza! Esto lo van a saber tus padres… Ya hablaremos más tarde…
Después se lo contaba a la criada vieja.
- Tomasa, ¿te has enterado? Es que no sé a dónde vamos a llegar… Acostarse casi desnuda… y es que luego pasa lo que pasa…
- Tiene usted razón, doña Margara, además ya le dije que no era muy trabajadora…
A doña Margara le afectó lo ocurrido más de lo que ella misma había pensado. Aquella tarde descubrió que el que había sido fiel acompañante de su hijo se había convertido en todo un hombre. No había podido evitar que sus ojos se le escapasen hacia sus atributos, que habían alcanzado una notable excitación por la visión de la criada semidesnuda, y mientras le recriminaba y amenazaba, iba sintiendo un desconocido desasosiego que le embargó durante toda la noche. Al día siguiente no dudó en ordenar el despido de la pobre Sagrario por su falta de recato, comida por unos celos irracionales y vengativos.
Como ya hemos visto, la vida íntima de doña Margara nunca había sido demasiado satisfactoria. Su marido, se consolaba con su amante y las distintas aventuras con las criadas. Ella, siendo más joven, tuvo algunas fantasías con algunos que fueron amigos de juventud, pero nunca le había permitido traspasar la línea de un pensamiento apenas consentido. Pasados los años, los esporádicos acercamientos de su marido sólo le reportaban la satisfacción de su rápida finalización.
Unos días después, mandó llamar a Romualdo. Se las había ingeniado para que no quedase ningún criado en casa. Su marido estaba de viaje, su hijo se había ido al campo y las hijas habían ido de excursión con las amigas. Ninguno llegaría hasta la noche.- Pasa Romualdo, no tengas miedo.
- Diga, señora.
- Ven, siéntate aquí… Ya, ya sé que de lo que ocurrió el otro día no tuviste tú la culpa… Fue el sinvergüenza de mi hijo… No me había fijado… Estás ya hecho todo un hombre… Me figuro que no te habrá importado que haya despedido a la guarra de la Sagrario… Pero, ven acércate un poco más…
Doña Margara se había dejado sin abrochar varios botones de la blusa y el muchacho supo captar enseguida la voluntad de su ama.
- Hace mucho calor… ven, déjame quitarte la camisa… Tienes la piel muy suave… y estas fuerte… tus brazos parecen de acero… ¿puedo acariciarte?
Él no contestó y la dejó hacer. Al roce de su mano sobre su pecho, todos los pelos de su cuerpo se le erizaron y aunque al principio intentó reprimir su instinto, no pudo evitar que su excitación se hiciera patente.
- Eres ya todo un hombre… acércate más a mí, déjame sentir tu calor…
Él se atrevió a desabrocharle otro botón de su blusa y como ella no se resistió, fue acercando los dedos a su pecho que palpitaba anhelante. Mientras, las manos de ella se acercaron a su cintura para quitarle la correa, abrirle el pantalón y dejar libre toda su enorme virilidad. Ella le contemplo complacida en su provocadora desnudez y le atrajo a su lado. Estaban sentados, uno junto al otro, en la cama turca de la salita. Él la animó a tenderse, apoyando su cabeza sobre uno de los cojines que había sobre la cama. Entonces, mientras acariciaba sus piernas pudo comprobar que no tenía ropa interior. Se tumbó sobre ella y ella le apretó contra su pecho. El joven no tenía demasiada experiencia, pero sí la suficiente como para saber cuando ella quedó satisfecha; entonces se apartó a un lado y así, tendidos, permanecieron los dos durante un tiempo indeterminado que a él le pareció demasiado largo, pero que no se atrevía a cortar, y a ella demasiado corto, porque le hubiese gustado que durase toda la vida.
Ella se incorporó, le besó en la frente y le indicó que podía marcharse.
El se vistió apresuradamente y salió de la salita sin volverse para ver cómo ella volvía a tenderse en la cama con la vista perdida en el techo de sus voluptuosos pensamientos. El sabía que no podría decírselo a nadie y que posiblemente nunca se volvería a repetir, y no sabía si al día siguiente se atrevería a mirar la cara de la señora.
Ella no estaba arrepentida. También ella tenía derecho a saber lo que era de verdad el amor. Eso que nunca había tenido con su marido, lo acababa de saborear ahora. Pero sabía que esto no se podría repetir. Sabía que había sido una debilidad y ella no podía ser débil. Pero estaba tranquila porque también sabía que Romualdo nunca lo diría y que este momento maravilloso quedaría sólo para ella, porque nunca lo olvidaría y él no tardaría en olvidarlo. Unos días después, comentó a su marido que era una lástima que un chico tan inteligente como Romualdo se desaprovechase en el campo. Los dos pensaron que debían ayudarle para que se forjase un buen provenir en la capital.
Aquello ya estaba totalmente olvidado. Nadie se había enterado y Romualdo nunca lo contaría porque, ahora sí estaba totalmente segura, estaba demasiado agradecido a su ama. Pero de eso habían pasado ya casi quince años y ahora había un problema que acaparaba la atención de todos: la situación política.
Doña Margara nunca había visto a Nicomedes tan preocupado. Decía que si no lo solucionaban los militares esto iba a terminar muy mal. Estaba convencido que les podían quitar todas sus propiedades. Lo creía de verdad y no paraba de decir que había que buscar una solución. Había ido a consultar al asesor que tenía en la Capital y le había aconsejado vender todas las fincas y comprar oro. El oro, decía, se podía esconder fácilmente y llevárselo si tenían que salir de Recondo. Ella no estaba convencida, porque siempre había pensado que la tierra era el verdadero patrimonio. Y ella podía dar fe de ello. Su familia llegó a la ruina cuando empezaron a vender las fincas en vez de hacerlas productivas. Pero a lo mejor, ahora era distinto…
Desde luego, lo que no permitiría nunca es que vendiese la casa. El "Solar" era mucho más. El "Solar" era parte de su ser… era un trozo de su alma.
FIN DEL CAPÍTULO.El séptimo capítulo el próximo sábado, día 14 de noviembre.
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"ENTRADAS MÁS ANTIGUAS"

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO VII.

VII

Al año siguiente.


El Consejo Local de Primera Enseñanza, se venía reuniendo una vez al mes. Antes de proclamarse la República, cuando se llamaba Junta Local de Instrucción Pública, apenas si lo hacían dos veces al año y su cometido no era más que los asuntos de orden disciplinario con los maestros. Ahora los representantes de los padres de los alumnos tenían más peso en el Consejo y aunque el Ayuntamiento no había querido nombrar a su representante, las nuevas leyes les conferían poder para intervenir en la política educativa del pueblo. Eso era, al menos, lo que decía la teoría. En la práctica nada, o casi nada, había cambiado. Habían llegado a Recondo dos nuevos maestros enviados por el Ministerio para paliar la penuria educativa del pueblo. Pero el ayuntamiento debía pagar los alquileres de las clases en distintas casas particulares, porque sólo disponían de un aula municipal. Ante la presión que ejercieron los padres, no solo no alquilaron dos nuevas aulas, sino que dejaron de pagar las cuatro que tenían alquiladas, alegando que no disponían de fondos por habérselos gastado en las reformas que se habían realizado en la del ayuntamiento. Los propietarios avisaron al Consejo, amenazando seriamente con no dejar entrar a los niños a las clases.
José García López, era tundidor de paños y dueño del último batán que había quedado en el pueblo. Al no estar el representante del Ayuntamiento fue elegido presidente del Consejo, del que formaba parte en representación de los padres. Era un hombre apacible y educado pero aquella noche había llegado al límite de lo que su paciencia podía soportar.
-No he logrado conseguir del Alcalde ni el compromiso de que van a intentar buscar una solución… Yo presento ahora mismo mi dimisión. ¡Esto es intolerable! Además me han dicho que este año tampoco van a participar en la conmemoración del aniversario de la república, que nosotros podemos hacer lo que queramos pero que con ellos no contemos… y por supuesto, que tampoco disponen de fondos para colaborar en la celebración… El no ha dicho celebración, ha dicho "vuestra fiesta", recalcando bien las palabras….
Don Filomeno, el cura, procuraba siempre mantener un tono de ponderación para calmar los ánimos y evitar enfrentamientos:
-No te pongas así, José. Lo que ellos quieren es que nosotros nos demos por vencidos… Pero no lo van a conseguir… Debemos seguir los cauces establecidos… Si no quieren hacernos casos, lo comunicamos al Servicio de Inspección y que ellos actúen… A ver quién gana al final…
-Usted don Filomeno es amigo de ellos, ¿por qué no intenta ponerles en razón… O es que no quiere que le identifiquen con nosotros?
-No seas injusto Gregorio. Tú mejor que nadie sabes que me la estoy jugando, dejando que mi sacristía sea vuestra estafeta… Hay que seguir teniendo paciencia…
- Lo que pasa es que ellos no pueden permitir que nuestros hijos tengan formación. Ellos pretenden que sean unos analfabetos como nosotros para así poderles seguir mangoneando… Pero que como me llamo Fermín, esto se va a terminar…
Había terminado la reunión y se habían quedado los cuatro en la clase donde se había celebrado la reunión del Consejo. José, Fermín, don Gregorio y el cura. De los asuntos propiamente educativos se llegó a los de política general y al análisis de la situación que se estaba viviendo en el país. Don Gregorio estaba muy preocupado. En las reuniones que mantenía periódicamente con las fuerzas republicanas de Recondo había podido percibir que el grado de exaltación era cada día mayor. Al grupo se iban uniendo cada vez más personas que poco o nada tenían en común con las ideas republicanas. Y el problema es que cada vez tenían mayor poder a la hora de la toma de decisiones. Había advertido un creciente anticlericalismo y una actitud demasiado beligerante contra los que hasta ahora ostentaban el poder.
-Don Filomeno, debe tener cuidado, si esto se pone feo debe marcharse de Recondo. No podemos garantizar su integridad. Hay muchos incontrolados que son capaces de hacer cualquier barbaridad…
- Yo pienso que exageras, Gregorio. Aquí me conocen todos, siempre he procurado ayudar al que lo necesitaba, no creo que nadie pueda querer hacerme daño a mí…
- Que así sea, pero creo que es necesario que consigamos organizarnos y lograr mantener el orden entre los nuestros… En el Ayuntamiento no podemos contar con nadie, aunque han cambiado al alcalde, y parecía que Hipólito era más dialogante, al final siguen mandando los mismos y cada vez adoptan posturas más provocadoras…
Don Gregorio se había hecho maestro por vocación. Por vocación y por tradición familiar. Su abuelo había sido compañero de Francisco Giner de los Ríos y había participado activamente en la creación de la Institución Libre de Enseñanza. Así que el joven Gregorio, cuando terminó los estudios se incorporó a la Enseñanza pasando por distintos pueblos hasta llegar a Recondo, porque él siempre había defendido una escuela en la que se educase a los niños atendiendo a su capacidad, su actitud y su vocación, y no a la situación económica de sus padres.
Cuando se proclamó la II República y se crearon las Misiones Pedagógicas para divulgar la cultura en los pueblos de la España profunda, donde jamás había llegado, pensó que había llegado la culminación de su ideal pedagógico y que sería posible la plena emancipación de las clases oprimidas cuando tuviesen verdadero acceso a la educación. Pero estaba viendo cómo en Recondo se estaban poniendo todas las trabas posible para que este sueño se hiciese realidad. Él como el cura, había llegado muy joven a Recondo.
Durante unos años vivió en la casa de don Ramón y doña Matilde, dos maestros que no tenían descendencia y que le acogieron como un verdadero hijo. Luego se casó con la novia de toda la vida y alquilaron una pequeña casa que intentaron acondicionar lo mejor posible con los pobres emolumentos que recibía del estado y las cada vez más escasas aportaciones de los alumnos a los que impartía clases particulares.
Desoyó los consejos de sus viejos anfitriones y las recomendaciones de su esposa y no se reprimía a la hora de expresar sus ideas, lo que le fue ocasionando demasiadas antipatías, sobre todo, entre la restringida élite local, que se veía acosada por esas ideas revolucionarias del maestro, lo que en la práctica se concretó en una drástica disminución de su alumnado particular. En cambio, era muy apreciado por los alumnos y se había ganado el respeto y la admiración del resto de pueblo. Aunque inicialmente no se había querido implicar directamente en la política, poco a poco se había ido convirtiendo en el ideólogo de las fuerzas republicanas. Era, además, el asesor de confianza de Fermín que le respetaba y nunca tomaba una decisión sin antes consultarla con él.
Tuvo dos hijos y podía subsistir gracias a las habilidades organizativas de su mujer que, además, se dedicaba a coser para lograr un sobresueldo que les permitiese llevar una vida un poco más desahogada. Pero la situación política en Recondo se hacía cada vez más insostenible. Después de casi cinco años desde que se había proclamado la República, nada, o casi nada, había cambiado en el pueblo. Seguían mandando los de siempre, se desoían las órdenes que llegaban desde los Ministerios de la Nación y no se respetaban las leyes vigentes que chocaban con los intereses de los señores. Sin embargo, algo sí estaba cambiando.
Cada vez eran más los que se atrevían a reclamar sus derechos y poco a poco iban consiguiendo que las autoridades tuviesen que atenerse a lo que marcaban las leyes de la República. Efectivamente, hacía seis meses que don Enrique había presentado su dimisión como Alcalde de Recondo. No estaba dispuesto a seguir acatando la normativa que le llegaba del Ministerio de la Gobernación en materia educativa y laboral. Cuando la huelga de los medidores tuvo que ponerse al lado de los trabajadores y quitar la razón a los propietarios lo que le supuso discutir con los que habían sus amigos de toda la vida. Desde entonces no le hablaban ni don Indalecio ni don Atenodoro y había llegado a tener un enfrentamiento en el Casino con Pedrito Rodríguez que le hacía personalmente responsable de todo lo sucedido. Nadie quería asumir la responsabilidad del cargo y después de varias semanas de entrevistas y negociaciones lograron convencer a Hipólito Martínez para que aceptase el nombramiento.
Poli, como todos le conocían en Recondo, era el propietario de la única herrería del pueblo. Todos le consideraban una buena persona, pero casi nadie valoraba su capacidad intelectual. Era rudo y directo, y no se paraba demasiado en pensar lo que debía de decir. No era, por tanto, lo que el cargo requería en unas circunstancias tan delicadas como se estaban viviendo en la nueva situación política. Pero tenía una cualidad que era muy valorada por los que le animaron a aceptar la vara de mando: Era fácilmente manipulable y cuando tomaba una decisión la llevaba a cabo sin importarle lo que pudiesen decir sus oponentes. Además provenía de una familia humilde que con su esfuerzo había conseguido alcanzar una situación económica desahogada y él pensaba que aceptando este cargo conseguiría ser aceptado en la cerrada sociedad de Recondo. Entre los reunidos había un evidente pesimismo y todos temían que se estaba precipitando una situación dramática, difícil de atajar. Fue don Filomeno quien comentó en voz baja, como pensando para sí mismo.
-Las noticias que llegan de fuera son cada vez más alarmantes….Desde hacía unas semanas era el comentario en todos los mentideros del pueblo. Entre los monárquicos se daba como seguro que ya estaba a punto el levantamiento militar. Habían llegado consignas de cómo había que actuar cuando se produjese el golpe. Aquí en Recondo no había que tomar medidas para tomar el poder municipal, porque todos los concejales eran de los suyos, pero había que estar preparados por si había resistencia civil y los republicanos intentaban tomar el poder. Todos disponían de armas de fuego por si era necesario emplear la fuerza.
Aprovechando una junta ordinaria en el local de la Sociedad de Cosecheros, donde estaban reunidos los principales contribuyentes de Recondo, tomó la palabra don Esteban Pelayo, su presidente:
- No tenemos más remedio que afrontar la situación. Desde que Enrique dejó de ser alcalde, la situación se está deteriorando de día en día. Todos pensamos que se va a producir, por fin, el pronunciamiento militar que impondrá el orden y hará volver las cosas a su sitio. Pero, entre tanto, debemos estar prevenidos. Ahora más que nunca debemos estar unidos y evitar que los republicanos se hagan con el poder en el ayuntamiento. Todos asentían, aunque nadie quería significarse demasiado, porque eran conscientes de que al final todo se llegaba a saber en el pueblo, y lo que allí se dijese alguien lo terminaría contando con todo lujo de detalles.
- Conmigo podéis contar, como siempre. Si hay que hacerles frente con las armas, estoy dispuesto a coger mi escopeta para mantener el orden. No podemos permitir que esos muertos de hambre quieran mandar ahora.
- No debemos precipitarnos, Atenodoro. Ya están las fuerzas de seguridad que sabrán mantener el orden. Nosotros, es mejor que nos mantengamos al margen. Al menos, por ahora.
- Yo propongo, que nos reunamos todas las semanas para evaluar los acontecimientos que vayan aconteciendo. Estoy de acuerdo con don Indalecio, por ahora es mejor esperar…
Por su parte, entre los republicanos había preocupación. No disponían de una estructura jerarquizada y no había nadie que tuviese un control efectivo de la situación. La realidad es que, la mayoría de las veces, prosperaban las tesis de los más exaltados.
En un pueblo como Recondo, donde siempre habían mandado los mismos; donde el nivel cultural de la clase trabajadora era prácticamente inexistente, era difícil encontrar personas capacitadas para hacerse cargo de dirigir a las masas que estaban predispuestas a seguir las consignas más revolucionarias sin pararse a medir sus consecuencias.
Personas como don Gregorio, que había luchado por defender el derecho a la educación de todos, o Fermín que desde el partido comunista había intentado inculcar a los trabajadores la defensa de sus derechos sindicales, se veían ahora sobrepasados por jóvenes que habían llegado a la lucha política sin una base ideológica concreta y en los que había aflorado el odio hacia los ricos y un resentimiento anticlerical que muchas veces eran incapaces de justificar.
Posiblemente el mejor ejemplo de esto era, Felipe "el Regalao", el hijo de la tía Genuina y novio de Juanita. Tenía veintiocho años, era jornalero y no trabajaba para ninguna casa en particular. Decían que era buen trabajador pero de carácter exaltado y pendenciero. Tenía facilidad de palabra y una cierta erudición adquirida por su afición a las novelas de aventuras.
Cuando lo de su novia con don Nicomedes, ante la impotencia de poder tomarse la justicia por su mano, se juró que algún día se vengaría. Desde entonces se afilió al partido socialista y fue consiguiendo imponer sus tesis más radicales.
Sólo en una cosa estaban de acuerdo los dos bandos. Si se producía un pronunciamiento militar había que controlar el poder en el pueblo. Había que requisar todas las armas y ponerlas a disposición de los suyos. Y sobre todo, había que poner a buen recaudo a los cabecillas del bando contrario. Y para eso era necesario prepararse y organizar un minucioso plan de acción.

FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo VIII el próximo sábado, dia 21 de noviembre.
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LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO VIII


VIII

A finales de la primavera del 36.


Aquella noche a finales de la primavera, después de cenar como era costumbre, se reunió la familia en el corredor del patio. Ya se habían marchado los criados y doña Margara había dicho a sus hijos que su padre tenía que darles una noticia.
Dos Nicomedes había estado quince días en la capital. Cuando ya todos estaban sentados, doña Margara salió de su habitación con un cofre de cuero que depositó encima de la mesa, delante de su marido que estaba sentado en la banca de madera. Trescientas setenta y cinco mil pesetas en monedas de oro.
Siguiendo los consejos de su asesor había vendido sus mejores fincas; prácticamente todas las que tenían algún valor. Sólo se habían quedado con la casa de Recondo y algunas tierras, la mayoría de secano, de las que no disponía de las escrituras. El precio había sido sensiblemente más bajo de lo que se podría haber conseguido en situación normal, pero consideraba que había hecho una buena venta. En ese cofre estaba todo su patrimonio. Allí estaban los desvelos de varias generaciones, las muchas horas de trabajo de sus abuelos y, por qué no decirlo, los trapicheos y las artimañas para hacerse con las propiedades y las fincas de los que no habían sabido defender lo que heredaron de sus mayores. Allí estaban también las tierras desamortizadas a los nobles y a las órdenes religiosas que llegaron a sus manos por saber estar en el sitio oportuno y saber comprar las informaciones necesarias cuando era preciso. En el cofre estaba depositada casi toda su vida. Era imprescindible guardar el secreto.
Nadie debía saber que se había realizado la venta. Los compradores eran unos inversionistas que no se harían cargo de la propiedad hasta la sementera del año siguiente y, por tanto, nadie se debía enterar de que ya las fincas no eran de su propiedad. Pero, sobre todo, era de vital importancia que nadie supiese lo del oro. En ello estaba su futuro económico y posiblemente hasta su propia vida. El padre les fue contando cómo la situación política en la capital era extremadamente delicada. Era de dominio público que los militares estaban preparando un pronunciamiento y el gobierno a duras penas lograba mantener el orden.
- No, no es que hayamos vendido las fincas porque pensemos que vaya a haber una revolución. Pero desde que se proclamó la República no se ha dejado de hablar de expropiaciones. Dicen que "el campo para quien lo trabaja" y cosas por el estilo. No podíamos arriesgarnos. Cuando las cosas vuelvan a su cauce, volveremos a invertir nuestro dinero... Y si es necesario nos lo podemos llevar con nosotros...
-Vuestro padre dice que si la situación se deteriora nos podríamos ir a la capital, porque allí nadie nos conoce y podemos pasar desapercibidos... Pero yo no pienso marcharme de esta casa. Lo que hay que hacer es no meterse en líos... Eso va por ti Nicolás... y no entrar en controversias con nadie... Aquí en Recondo se están tomando las medidas necesarias para mantener el orden... Pero, además, ya sabéis dónde están las escopetas de caza y las dos pistolas... si es necesario yo no dudaré en utilizarlas para defender mi casa y mi familia...
El tema y el tono de la conversación contrastaban con la placidez de la noche. Como había refrescado un poco, doña Margara entró a su habitación para coger una toquilla y echársela por los hombros, trajo también otras dos para sus hijas. Era agradable ver a toda la familia reunida. Sacra había traído de la cocina un plato de repápalos y Nicolás sacó la botella de aguardiente. Los hijos no habían entendido muy bien la decisión de sus padres, pero ninguno de ellos se atrevió a dar su parecer. José, por supuesto, tampoco.
Ahora todos, alrededor de la mesa, parecían adorar el cofre lleno de monedas de oro. Nunca habían visto tanto dinero junto.
-Padre, ¿puedo tocarlas?
Aunque la luz del farol no alumbraba demasiado, sí era suficiente para arrancar unos reflejos dorados de las monedas que ejercían una hipnótica fascinación sobre todos ellos. La mayoría eran monedas de 20 y 100 pesetas, con ley de 900 milésimas; las primeras acuñadas en el año 1904 y las segundas en el año 1897, ambas con la efigie de Alfonso XIII. Pero también había monedas antiguas; de cuatro escudos del reinado de Fernando VII, y de dos y cuatro escudos, del tiempo de Isabel II. Todas ellas estaban en perfecto estado y muchas de ellas aparentaban no haber estado nunca en circulación.
Al cabo, doña Margara se levantó, cerró el cofre y se volvió de nuevo a la habitación.
-Está guardado en la caja fuerte, detrás del armario... pero de esto, ya sabéis, ¡ni una palabra a nadie!
La caja la habían empotrado en el muro del dormitorio cuando hicieron la reforma para su boda. Disponía de dos llaves y una combinación que sólo conocían ellos dos y Sacramento, la mayor. Después habían colocado delante un pesado armario de nogal y para llegar a la caja era necesario quitar una tabla móvil del fondo, hábilmente disimulada. Nadie que no conociese su existencia daría con ella. Allí se guardaban la escrituras de las casas y de las fincas, las joyas de la madre y dinero en efectivo que nunca faltaba en la casa. Ahora también las monedas de oro en el cofre de cuero.
En los días siguientes todo pareció calmarse; tanto que los padres consintieron en que Petronilita fuese a pasar la temporada de veraneo a casa de sus padrinos en Denia, un pequeño pueblo de pescadores en la provincia de Alicante. Allí estaría tranquila y podría disfrutar de los baños de mar que tan bien le venían para no constiparse en invierno. Este viaje se venía repitiendo casi todos los años y duraba cerca de dos meses. Solía volver para las fiestas patronales de Recondo que se celebraban a mediados del mes de Agosto. Antes la acompañaba también su hermana, pero desde que ella se casó, hacía ya siete años, iba ella sola a casa de sus parientes. Allí fue donde también Nicolás se recuperó de aquella enfermedad.
Doña Margara siempre mandaba unos presentes para toda la familia, y enviaba una generosa aportación económica, que además de sufragar los gastos de la muchacha era una buena ayuda para la no muy boyante economía familiar de sus primos. Prepararon la maleta con sus ropas y dos días después montaban su padre y ella en el tren que les llevaría a la capital. Después ella cogería el expreso hasta Alicante, donde la esperaba uno de sus primos para llevarla al pueblo con sus padres.
Cuando despidió a su hija en la estación, se fue a casa donde Rosa le esperaba. Esta vez sólo se quedaría un par de días, y a ella le gustaba hacerle agradable su estancia. Rondaba ya casi los sesenta, pero Nicomedes la solía comparar con Margara, y en la comparación salía sobradamente beneficiada la amante, y no solo por los escasos dos años en la diferencia de edad, sino sobre todo porque Rosa había vivido sólo para satisfacerle, se había preocupado de cuidar su cuerpo para que él siempre la encontrase atractiva y como no había tenido que trabajar nunca, había llegado a esta edad con un porte saludable y una figura todavía apetecible para los hombres. Aunque había engordado desde que le llegó la menopausia, su carne todavía era prieta y sabía vestirse con un estilo de elegante provocación que tanto agradaba a su amo. De poco más de metro sesenta y cinco de altura; morena, aunque hacía ya varios años que tenía que teñirse las canas, le gustaba dejar que la melena cayese sobre sus hombros.
Había conservado la mirada pícara de cuando era joven y una simpatía que le había hecho popular en el barrio donde todos la apreciaban. Muy pocos conocían su situación familiar y la mayoría pensaba que su marido debía ser marino o algo por el estilo que le obligaba a pasar grandes temporadas fuera de casa. Sus hijos conocieron la situación cuando tuvieron edad para entender que el señor que llegaba de vez en cuando por casa con regalos para ellos y que se acostaba en la cama con su madre, era realmente su padre, pero que no podía casarse con ella porque tenía otra familia, otra mujer y otros tres hijos a los que nunca habían llegado a conocer. Ahora eran ya mayores y tenían una vida propia. Rosita, la mayor, se había casado hacía cuatro años, aunque su padre no pudo asistir a su boda; a la familia del novio les dijeron que estaba de viaje fuera de España y que le había sido imposible llegar para la ceremonia. Genaro, el pequeño, también se había casado el año pasado con la hija del dueño de la cerería donde trabajaba. Vivían en un pisito que les había comprado su suegro cerca de la Catedral, junto a la tienda de velas que regentaba su mujer.
Desde entonces Rosa vivía sola en la casa que le habían comprado los padres de Nicomedes cuando se quedó embarazada. Entonces se la escrituraron a su nombre; esa había sido la condición, y desde ese momento no le faltó nunca una generosa paga que le ingresaban todos los meses en una cartilla en la Caja de Ahorros. Ahora, desde que sus hijos ya no vivían en casa, las visitas del amo eran más frecuentes. Pero no por satisfacer sus urgencias amatorias como antes, sino porque aquí se encontraba a gusto y tranquilo, y sobre todo sin tener que estar constantemente simulando un personaje que en nada se parecía a su verdadera personalidad. Aquí podía mostrarse déspota, altanero, despiadado, caprichoso, incluso cruel, porque su Rosa le aguantaba todo. Y es que ella se había llegado a enamorar perdidamente de él. Tenía un amor sincero, entregado y servil que nunca exigía nada a cambio. Aquí estaba alejado del ambiente cerrado de Recondo en donde tenía que interpretar el personaje del señor serio y respetable, donde tenía que simular una moralidad intachable, hacer una vida de cristiano piadoso e incluso presidir las fiestas del Santo Patrono de cuya cofradía era presidente.
En ocasiones le afloraban sus instintos y salía a relucir su verdadero carácter lo que en muchas ocasiones le había ocasionado graves enfrentamientos no solo con sus criados sino, incluso, con sus amigos y con su propia familia. Estos incidentes le habían ido granjeando, durante toda su vida, no pocos enemigos, y si todavía algunos le respetaban era más por el miedo que le tenían que por algún sentimiento de afecto. En el pueblo, además, tenía que soportar los "castigos" que Margara le imponía cuando sus desmanes alcanzaban una notoriedad que podía empañar el buen nombre de la familia, como había ocurrido, hacía unos años, con su criada Juanita. Claro que lo que él llamaba "castigos" no llegaban a más de no dirigirle la palabra, esconderle los puros por la noche, cuando no podía salir a comprarlos porque habían cerrado el estanco y nimiedades por el estilo. Tan solo en una ocasión le obligó a dormir fuera de la alcoba conyugal durante dos semanas.
Y es que aquella vez se pasó de la raya. Hacía ya muchos años. Su hija Sacra había cumplido los veinte años y aquella tarde estaba lavándose en un barreño que había colocado en medio de la cocina, para tener a mano el agua que calentaba en el fogón. El había visto los preparativos y se las ingenió para espiarla detrás de una de las ventanas que daba al patio. Aunque no era muy agraciada de cara, estaba desarrollando un cuerpo bien proporcionado del que destacaba un pecho firme y demasiado exuberante para su corta edad. Cuando ella estaba completamente desnuda entró en la cocina y se quedó de pie, mirándola...
-Yo no me tengo que morir sin tocar un día esas tetas tan hermosas que Dios te ha dado...Ella gritó, asustada; llegó la madre y los siguientes quince días él durmió en una cama turca que había en la sala de la planta baja.
Aquí, con Rosa, no tenía que disimular, porque ella era su confidente a la que podía contar todas las aventuras y desventuras de su vida amorosa. Cuando le escuchaba, en vez de sentir celos, se alegraba porque él así era feliz. Además pensaba que ella era la que había salido mejor parada. Su vida había sido plácida, un poco solitaria, sí, pero había podido dedicarse a sus hijos, y a satisfacer a su amo cuando quería venir a visitarla. Y en el fondo, pensaba, que él era un infeliz. Un señorito maleducado, al que sus padres, como nuevos ricos que eran, le habían dado todos los caprichos. Y como lo había conseguido casi todo se llegó a obsesionar con el sexo, que era lo único que sus padres no le podían facilitar. Al principio era insaciable, pero poco a poco, todo empezó a cambiar.
Aún recordaba Rosa aquella primera vez, hacía ya muchos años. Había llegado él con una muñeca y una pelota para los niños. Después de cenar y cuando los chicos se durmieron, ella se puso el camisón transparente que a él tanto le gustaba y se tendió en la cama mostrando toda su exuberante sensualidad. Él se empezó a desnudar contemplándola a la luz tenue de una bombilla sobre la que había colocado un paño rojo, pero, a pesar de su excitación, no logró conseguir una erección en toda la noche.
-No te preocupes, amo, estarás cansado…
Pero en los días siguientes volvió a ocurrir lo mismo. Desde entonces ella tenía que suplir sus insuficiencias orgánicas, aplicando todos los conocimientos amatorios que había aprendido en sus conversaciones con una vecina profesional con la que había hecho una buena amistad.
Años después, él llegó a confesar que sólo conseguía la erección cuando forzaba a las criadas de la casa, y eso no en todas las ocasiones… Lo que él le gustaba era que se resistiesen, que luchasen; sólo entonces, cuando él lograba dominarlas por la fuerza, podía penetrarlas… Con Margara la cosa era diferente. No sabía ya los años que no habían tenido relaciones íntimas… Además ella nunca se atrevería a hacer lo que le hacía Rosa…
- Lo que tienes que hacer es decirle lo que tú quieres… Enseñarla a que haga lo que yo te hago… ¿Por qué esto te gusta, no? Pues enséñala…
Pero eso era poco menos que imposible… ella era su santa esposa y nunca permitiría que se comportase como una vulgar ramera… Eso ni hablar…
Rosa, al principio, le llamaba señorito, pero terminó llamándole amo porque sabía que a él le gustaba y porque era lo que había oído siempre en casa, pues así le decía a su padre su propia madre. Nunca se atrevió a llamarle por su nombre. Pero tampoco permitió nunca que su hija Rosita quedase a solas con su padre.
Esa noche, cenaron en el Riscal. Por la tarde había estado en el Rialto donde daban, en sesión continua, dos películas recién estrenadas, "Morena clara", y "Currito de la Cruz", protagonizada por el famoso torero Antonio García "Maravilla". Terminaron dando una vuelta por la Gran Vía para tomarse un "coctail" en la barra de Chicote. Había que celebrar la llegada del verano y despedirse, porque ya no pensaba volver hasta después de las fiestas patronales de Recondo.
FIN DEL CAPÍTULO.El capítulo IX el próximo sábado, dia 28 de noviembre.
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LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO IX

IX


Por la mañana, el día 21 de julio de 1936.

Un grupo de unas cincuenta mujeres y no más de cuarenta hombres se había reunido en la plaza; no eran más de las diez de la mañana. Habían acudido a la convocatoria del Comité Revolucionario del Frente Popular de Recondo. Dos días antes, toda la Corporación Municipal con el alcalde al frente, había presentado la renuncia a sus cargos, haciéndose cargo del gobierno municipal los componentes de la lista republicana que se había presentado a las últimas elecciones municipales y que no había obtenido ninguna representación. Como cabeza de lista aparecía Fermín García de la Cruz, más conocido en el pueblo como "El Zapatones". Ante la negativa a continuar en sus puestos los cargos electos, el señor secretario del ayuntamiento dictaminó que esta era la única solución viable a la crisis abierta por la dimisión de la junta de gobierno del ayuntamiento. Aunque se había hecho una consulta al Ministerio, no se había recibido respuesta, ya que los acontecimientos que se estaban viviendo en la capital apenas si permitían a las autoridades a dedicarse a otros asuntos que no fueran los de organizar a las fuerzas armadas para intentar contrarrestar el alzamiento militar.
Por tanto, los pueblos iban quedando en manos de las autoridades locales y en la mayoría de los casos, como estaba ocurriendo en Recondo, bajo la voluntad de los más exaltados. Porque el verdadero poder político y efectivo lo ostentaba el Comité del Frente Popular. Para ellos era imprescindible el control de todas las fuerzas efectivas del pueblo. Se pusieron al habla con el Comandante de Puesto de la Guardia Civil para conocer su posición en la nueva situación política que se había planteado. Aunque confirmaron su total adhesión a la legalidad de la República, se les indicó que debían mantenerse al margen de los acontecimientos y solo actuar cuando fuese requerida su presencia por las autoridades locales, porque no estaban convencidos de que su fidelidad fuese sincera.
Una de las primeras medidas que adoptaron fue requisar todas las armas que estaban en manos de particulares contrarios a la república. Se formó un pelotón de requisamiento que fue pasando casa por casa para que les entregasen voluntariamente las armas de fuego y las escopetas de caza. Si en algún sitio no querían colaborar o estimaban que les ocultaban algún arma, no dudaban en efectuar un concienzudo registro hasta descubrir todas las armas ocultas. Se recogiendo un total de 117 unidades. A continuación se procedió a entregar las armar a los particulares adictos al régimen, principalmente a los afiliados a partidos políticos y organizaciones sindicales, entregándose un total de 198 armas, entre escopetas, revólveres, mosquetones, pistolas, carabinas, tercerolas y fusiles. De esta forma se había organizado un pequeño ejército popular, formado por voluntarios de total adhesión a la república, que no dudarían en usar las armas que había recibido, para defender el orden y mantener a raya a los facciosos partidarios del fallido pronunciamiento militar que habían iniciado varios militares en el protectorado de Marruecos al mando de un joven general llamado Francisco Franco.
Se formaron escuadrones de vigilancia para evitar que nadie saliese del pueblo, con la orden expresa de disparar si fuera necesario. El nuevo alcalde publicó un bando declarando el estado de excepción y prohibiendo la salida del pueblo, fijando que se debían pedir autorización expresa los que quisieran ir a trabajar en la vega que distaba diez kilómetros del pueblo. Los hombres y mujeres congregados en la plaza empezaron con gritos de "vivas a la república" y "muerte a los fascistas" pidiendo la presencia de las autoridades. Desde el balcón del Ayuntamiento el nuevo alcalde arengó a los reunidos y les animó a defender la libertad constitucional republicana. Informó que la insurrección militar había fracasado en la capital y en las ciudades más importantes de la nación, y que sólo había tenido algún respaldo en la zona de Andalucía, pero que se esperaba que breves días las fuerzas leales a la república lograrían reducir a las tropas rebeldes. Poco después salía de la casa consistorial un grupo de voluntarios, fuertemente armados, con pañuelos rojos al cuello, precedidos por una gran bandera republicana que sólo desde hacía dos días había ondeado en el mástil del balcón del ayuntamiento. Hasta entonces las autoridades de Recondo se habían negado sistemáticamente a que la tricolor ondease oficialmente en el pueblo.
Al mando, Felipe "el Regalao" , el hijo de la tía Genuina, un joven jornalero que desde hacía ya cinco años se había afiliado al partido socialista, distinguiéndose desde un principio por sus posiciones radicales, su furioso anticlericalismo y un odio nunca disimulado a los amos.
-¡Al convento... hay que echar del pueblo a los curas y a las monjas..!
Ahora el grupo de manifestantes había crecido considerablemente y por la calle Real se encaminaron hacia el convento de las monjas de clausura. Los gritos contra los fascistas y los vivas a la república se mezclaban con algunos disparos que de cuando en cuando hacían los recién nombrados guardias de asalto. Detrás de las ventanas y tras los visillos de los balcones se podía adivinar a las aterrorizadas gentes de Recondo, que ni se atrevían a salir a las puertas de sus casas.
Llegaron a la puerta del convento. La guardesa salió precipitadamente al oír los golpes violentos del llamador. Quedó aterrorizada al ver las caras desencajadas y llenas de ira de esa gente, a los que conocía desde hacía tiempo, pero que ahora vociferaban y proferían amenazas de muerte contra ella y contra las pobres monjas que desde una de las ventanas de la clausura veían como aquella turba había llegado ya a las puertas del claustro.
-Di a esas mujeres que tienen media hora para salir del convento. Se pueden marchar donde quieran pero que no se les ocurra llevarse nada, porque las vamos a registrar cuando salgan... y tú márchate también si quieres que no te pase nada...
Felipe abrió de una patada la puerta de la capilla. Amparados en el anonimato del tumulto, cada cual iba cogiendo lo que estimaba de valor. Los candelabros de plata y bronce, las vasos sagrados de la sacristía, la sillería del coro; arrancaban los dorados de los altares. Alguien se atrevió a romper la puerta del sagrario y desparramó las ostias por el suelo.
El Remigio se había puesto una casulla dorada y se paseaba haciendo simulacros de bendiciones a diestro y siniestro.
María "la Huertana", una mujer de ya casi sesenta años, se había puesto un hábito de monja y se levantaba los faldones enseñando las bragas, jaleada por un grupo de jóvenes que gritaban a su alrededor. En el centro de la iglesia se iba amontonando todo lo que nadie había considerado de valor. Libros. Sobre todo, los libros. Los de oraciones de las monjas, los breviarios del capellán, pero también los libros de música, incluso algunos antiguos, con bellas miniaturas pintadas a mano, a los que nadie les había dado el más mínimo valor.
Las imágenes de San Francisco de Asís y la de Santa Clara, tallas de madera que podían ser de finales del XVII, rodaron por los suelos y fueron a parar al montón de los desechos. Un crucifico que podía ser de marfil y unos ángeles de escayola siguieron el mismo camino...
Nadie pudo decir, después, quién había encendido la antorcha. Los libros viejos fueron la mejor yesca y a los pocos minutos una pira ardía en el centro de la nave de la capilla que había fundado el señor conde, allá por el año mil seiscientos y pico. Las llamas prendieron en los paños del altar y de allí pasaron al retablo. Las columnas de madera que había diseñado Churriguera parecían que se iban retorciendo cada vez más. El cuadro de la Inmaculada de Lucas Jordán que presidía todo el conjunto, se volatilizó en unos segundos. Poco a poco los asaltantes habían ido saliendo de la capilla para registrar el resto del convento. Las monjas no se atrevieron a coger nada de sus pocas pertenencias y salieron lo más deprisa que pudieron. Varias eran del pueblo y fueron a sus casas, repartiéndose a las hermanas forasteras que no tenían donde ir. Dos horas después la guardesa, su marido y varios vecinos que se atrevieron a llegar al convento cuando se marcharon los asaltantes, habían conseguido apagar el fuego.
Todo era negro por el humo. Todo se había perdido. Imágenes, cuadros, libros, ornamentos, cálices... en fin, todo. En un rincón, ennegrecida también por el humo, una pequeña tabla de unos cincuenta centímetros de ancho por casi un metro de alto, con la parte superior redondeada. Había sido la puerta del tabernáculo y tenía pintado un bello cuadro de Alonso de Arco que representaba al Buen Pastor. Apenas si se veía la pintura pero sólo tenía dañadas algunas partes de los bordes. Felisa, la guardesa, lo limpió con un pico de su delantal y pudo comprobar que iba apareciendo la figura de Jesús y el cordero. Lo abrazó contra su pecho y se lo llevó para esconderlo en el fondo de la alacena de su casa. Para ella había sido un milagro que mitigó el dolor que había sentido viendo todos los incomprensibles acontecimientos que había vivido sin poder explicarse los motivos.
FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo X el próximo sábado, dia 5 de diciembre.
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MIS EDICIONES MUSICALES

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SENTIRES. Canta Mª Antonia Moya. Edición remasterizada. 2012. Incluye las canciones siguientes:

AVE MARIA

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De Schubert. Canta María Antonia Moya, acompañada por el Maestro Alcérreca. 2011. Para escucharlo, pinchar en la image.

LA TARARA

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Canta Maria Antonia Moya. Si quieres escuchar la canción, pincha en la imagen

LOS PELEGRINITOS

LOS PELEGRINITOS
La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

EN EL CAFÉ DE CHINITAS
La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE
Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

LOS CUATRO MULEROS.

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Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

PERFIDIA

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Canta Maria Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. Año 1986. Para escuchar la canción, pincha en la imagen.

PASODOBLE DE CHINCHÓN

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Letra: L.Lezama - Música: Palazón. Canta: María Antonia Moya. 1987Puedes escucharlo pinchando en la imagen

MIS LIBROS DE FICCIÓN. EL AMARGO SABOR DE LAS ROSAS.

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MIS QUERIDOS FANTASMAS

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ENERO 2020. RELATOS Y CUENTOS..PRÓXIMA EDICIÓN

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“Luz del Cielo” y otros relatos con nostalgia. 2019. Proximamente en este blog

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Los Velos de la Memoria II. El Amo. Edición digital. 2012.

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