Cuando el cardenal Joseph Ratzinger aún no era
Benedicto XVI y celebró la Misa “Pro eligendo Papam”, antes de comenzar el
Cónclave, arremetió contra lo que él llamó la “tiranía del relativismo” y
fundamentó las calamidades de nuestro tiempo en la falta de valores
“permanentes”, dado que las nuevas filosofías del siglo XX se habían encargado
de relativizar todas las “verdades” que eran
las bases en que estaba asentada la civilización occidental.
Intentando analizar cuales eran esos fundamentos
de nuestra civilización y más concretamente cuales eran los valores que no
podían ser cuestionados, de los que nos habían trasmitido desde pequeños,
llegué a la conclusión de que eran sólo tres: Dios, Patria y Familia. (También
con mayúsculas).
DIOS
La idea de Dios es tan antigua como la
humanidad. Cuando el hombre empezó a caminar erguido, y se empezó a plantear
por qué ocurrían las cosas, no encontró más explicación que la existencia de un
ser superior que era el responsable de todo lo que acontecía. Y eso en todas
las civilizaciones con mayores o menores diferencias. Después se fueron
concretando los diversos dioses que explicaban cada uno de los fenómenos a los
que asistían sin saber su origen. El dios sol, el viento, los truenos y
relámpagos, la lluvia, la tierra, etc. etc.
Mucho después el hombre fue consciente de sus
diferencias con los demás animales y a su capacidad de pensar, comunicarse,
inventar y emocionarse lo llamó alma. El hombre se había hecho consciente de
que ineludiblemente iba a morir y “necesitaba” una idea de trascendencia que
explicase lo efímero de su existencia.
A partir de aquí era ineludible la unión de la
idea de un dios creador y todopoderoso, con la existencia de un alma
trascendente, también creada por ese dios, que buscaba la fusión con su
hacedor.
Y aparecieron los teólogos. Los estudiosos de
los dioses. Era lógico pensar que ese dios omnipotente “quería” una adoración
de sus criaturas y a partir de ese momento se empezaron a crear códigos morales
a los que se debía someter todo bien nacido que quisiera ser consecuente con el
gran don de la vida que le había “regalado” el creador.
En un principio eran sencillas normas de
comportamiento encaminadas a facilitar la convivencia. Después se fueron
añadiendo “preceptos” encaminados a conseguir una mayor armonía entre los
“creyentes”, que llegaban hasta meros consejos de orden higiénico o
alimentario, encaminados a que todos los “fieles” se sometiesen a unas normas
de obligatorio cumplimiento que iba a beneficiar también a su salud. Como
ejemplo, podríamos fijarnos en las abluciones rituales de los hindúes y de los
judíos o la prohibición de comer carne de cerdo, con demasiadas grasa y por lo
tanto no aconsejable para los musulmanes que estaban asentados en tierras demasiado
cálidas. Los responsables de los pueblos intuyeron que sólo si era por precepto
divino serían acatadas, por todos, estas sencillas normas higiénicas.
Y en todas las religiones aparecieron los
profetas o enviados de los dioses que fueron concretando la doctrina dogmática
de cada una de ellas. Y en todas las religiones se dio respuesta a la necesidad
de trascendencia que ansiaban los humanos. Desde la reencarnación, a los cielos
en sus distintas versiones, eran el premio a la observancia de la “ley divina”.
Es curioso que ninguna de las religiones ofrezca el premio en esta vida; todas
“ofrecen” la recompensa para la otra, cuando se haya muerto y cuando nadie
puede volver para confirmarlo o desmentirlo.
Y estas normas religiosas, estos dogmas de
obligado acatamiento, y estos “mandamientos” de obligado cumplimiento bajo
amenaza de “castigo eterno”, se fueron endureciendo y sofisticando, llegando a
ser cargas demasiado pesadas para los sufridos fieles que veían cómo cada vez
era más difícil cumplirlas pero a las que no podían oponerse por su incapacidad
intelectual para rebatir los argumentos de los “sabios” o “sacerdotes” -
encargados de lo sagrado- que eran los “únicos” conocedores de la voluntad
divina.
No es el momento de hacer un detallado
inventario de los “mandatos” que las distintas religiones han llegado a
formular, ni tampoco las tremendas consecuencias que de los mismos se han
derivado. La ablación, la guerra santa, las cruzadas, la inquisición, sólo son
ejemplos que repugnan nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia, pero que son
o han sido justificadas por distintas religiones.
Entre los enviados de los dioses, la religión
cristiana nos dice que se hizo hombre el mismísimo hijo de Dios. Y fue enviado
a la tierra para clarificar lo que realmente Dios quería de los hombres, porque
la religión judía - que era la única que reconocía al dios verdadero- se había
desviado de los verdaderos mandatos divinos y los habían convertido en normas
absurdas prácticamente imposibles de cumplir.
Llegó Jesús y dijo que traía una buena noticia
para todos los hombres; venía a liberarlos de la tiranía impuesta por los que
habían confundido los verdaderos mandatos de su dios. Dijo venir a derogar
todos los mandamientos y dejar sólo uno: El amor al prójimo. Así de fácil, o
así de difícil. A él, por de pronto, lo mataron.
En los primeros tiempos, cuando aún vivían los
discípulos directos de Jesús, su religión era perseguida por los poderes
políticos. Esta persecución les hizo sentirse más unidos y vivir las enseñanzas
de su maestro, y cuentan que entonces se decía de ellos: “mirar cómo se
quieren”. Las cosas empezaron a cambiar cuando el Emperador Constantino se
“convirtió” al cristianismo y el Imperio adoptó esta religión.
Las enseñanzas de Jesús fueron trasmitiéndose oralmente por sus
discípulos hasta que se fueron escribiendo los distintos “evangelios”. Pasado
el tiempo, los “sabios” determinaron cuales de ellos eran los “verdaderos” y
cuales los “falsos”. Fueron tiempos difíciles en los que no paraban a aparecer
distintas teorías que cuestionaban la interpretación que hacía la “iglesia
oficial” de las enseñanzas de Jesús.
Y poco a poco ser fue formando la “verdadera
doctrina cristiana” en la que muchas veces era difícil descubrir el sencillo
mensaje de su creador: el amor al prójimo.
Y llegaron las cruzadas, el poder político de
los papas, las bulas para recaudar fondos para las aventuras militares de los
príncipes de la Iglesia y la construcción de fabulosos templos, y algunos
empezaban a pensar que todo esto no coincidía con lo que Jesús había predicado.
En Asís, una pequeño ciudad de Italia, un tal Francisco, empezó a predicar que
sólo, siendo pobre y no teniendo nada, se era fiel al mensaje de Jesús. Pero no
dejaba de ser un “pobre loco” que daba un toque folklórico que también ayudaba
a la causa.
Años después fue un fraile seguidor suyo, éste
alemán, llamado Martín, quien levantó su voz para protestar por los abusos que
se cometían al amparo de la doctrina de Jesús.
Era un ataque frontal contra el poder de los
Papas de Roma. Y era una oportunidad para que varios príncipes alemanes se
levantasen contra el poder del Emperador que apoyaba al Papa. Y ganó el
Emperador y por lo tanto ganó el Papa; y la Reforma sucumbió bajo la
Contrarreforma, y casi todo quedó igual. Sólo unos cuantos millones de fieles
dejaron de ser católicos para empezar a ser protestantes. La Iglesia había
perdido una gran oportunidad para depurar la esencia de la doctrina de Jesús.
Y como los que ganan siempre tienen razón, se
creó la Inquisición. Y durante siglos sólo a un loco se le podía ocurrir poner
en duda la doctrina oficial de la Iglesia.
Y es que, desde que terminaron las persecuciones
romanas, empezó a producirse un paulatino acercamiento de los poderes políticos
y religiosos, llegando en ocasiones a fundirse de tal forma que era difícil
distinguir donde estaba cada uno.
Y cambió el mundo y en la Iglesia Católica se
fueron produciendo distintos movimientos que intentaban ser más consecuentes
con la doctrina de su fundador. Se producía una mayor concienciación por los
derechos humanos, y un distanciamiento del poder político. Pero dentro de su
seno seguían latiendo dos fuerzas contrapuestas, por un lado el ultra
conservadurismo y por otro el progresismo, que puede estar representado por la
teología de la liberación. El concilio celebrado en el Vaticano a mediados del
siglo XX fue un intento serio por parte de la iglesia de actualizarse y ser
consecuente con su doctrina, pero, poco a poco, se fueron imponiendo las tesis
de la Jerarquía que no estaba dispuesta a ceder su situación de privilegio.
Continuará ......