3. Y DESENLACE.
Aniceto ya traía los deberes casi hechos.
-Todo,
al parecer, había empezado con la primavera… -Empezó a narrar Aniceto
poniendo mucho énfasis en todas las
palabras- Ernestina había pasado unos
días en la casa de sus tíos que vivían en un pueblo cercano. Allí conoció a un
viajante de mercería que pasaba unos días en el pueblo haciendo la visita
rutinaria, que se solía repetir cada trimestre, a la tienda de su tía Herminia,
que era prima hermana de la tía Justa.
El
muchacho, que estaba soltero y no tenía más familia que unos primos en Galicia,
vio la posibilidad de aumentar su colección de conquistas y la pobre Ernestina
no tardó en caer en la bien tramada red que tejió a su alrededor el ladino
seductor, y que ya le había dado excelentes resultados en tantas ocasiones; por
lo que había conseguido una muy completa nómina de amantes a lo largo de su
basta ruta comercial, lo que le proporcionaba cama y comida en la mayoría de
sus destinos.
Ernestina
que hasta entonces era virgen y no tenía ninguna experiencia en las artes del
amor, quedó perdidamente prendada de los atributos y de la simpatía del joven
que, por su parte, no podía perder la oportunidad de disfrutar con fruición los
ardientes requerimientos amorosos de su inexperta y vehemente nueva conquista.
Todos nos habíamos quedado boquiabiertos
con la prolija y detallada narración de nuestro contertulio y concienzudo
investigador. Él, sabedor de ser el protagonista, iba poniendo mucho énfasis en
la enumeración de los detalles con que adornaba su historia, dejando bien claro
que no pensaba, de ninguna manera, descubrir sus fuentes de información, para
evitar, claro está, las posibles represalias de la familia de la joven.
En los días siguientes, Aniceto inició
los trámites para cumplimentar el atestado correspondiente con el fin de
iniciar una investigación para identificar la identidad del joven amante y
presumiblemente procreador del fruto de las entrañas de Ernestina.
La primera cuestión era precisamente la
identificación del presunto, e intentar localizarlo. No fue demasiado difícil
encontrar datos suyos. Se llamaba Melquíades Juárez, aunque era conocido como
“Melindres”, posiblemente porque, según decían, era muy exquisito a la hora de
comer. En una de las mercerías de la comarca informaron del almacén para el que
trabajaba el muchacho y a partir de ahí no fue difícil comunicar con ellos,
donde informaron que efectivamente Melquíades Juárez Huidobro trabajaba para
ellos, aunque hacía ya más de tres meses que no sabían nada de él. También
aclararon que eso no les sorprendía demasiado porque era muy de él, desaparecer
durante una temporada, para volver después poniendo como excusas las cuestiones
más peregrinas, como por ejemplo, que se había marchado una temporada a casas
de sus primos, o que se había quedado con alguna de sus amigas para ayudar a su
familia en las vendimias. Aseguraron que
habían estado tentados muchas de veces de darle el finiquito, pero como después
era muy bueno en su oficio y vendía mucho, le pasaban por alto estas
excentricidades.
Jenaro, el señor Alcalde, pensó que era
el momento de que Aniceto informase a la Brigada Criminal Central y a la semana
siguiente llegaron el inspector y su ayudante que ya habían llevado el caso
anteriormente.
Y a partir de ahí, todo fue demasiado
fácil. No la tía Justa, ni su marido el tío Melitón, ni Ernestina, ni su
hermano Nabucodonosor, eran en realidad malas personas, y a las pocas horas de
iniciar el interrogatorio, el inspector les había sacado toda la información de
lo que realmente había ocurrido.
Esa misma tarde, llegó un furgón de la
Guardia Civil y el tío Melitón y su hijo Nabucodonosor salieron esposados de
las dependencias municipales camino de la penitenciaría de la Capital. La tía
Justa y su hija Ernestina quedaron en casa, aunque se les advirtió que serían
acusadas por encubrimiento de asesinato, porque había quedado suficientemente
probado que ellas no intervinieron en
los hechos.
Y lógicamente, esa tarde hubo que anular
la tertulia en la botica, por la ausencia ineludible de Aniceto, y sólo él
podía darnos información fidedigna de lo que habían logrado averiguar las
fuerzas del orden llegadas de la capital.
Aunque todo eran comentarios en el pueblo
y se podían escuchar las más inverosímiles versiones de lo ocurrido, ninguno de
nosotros quiso dar oídos a las habladurías, porque sabíamos que Aniceto nos
haría una fiel crónica de los hecho que habían llevado al esclarecimiento del
caso del calor asesino que era, sin ninguna duda, nuestro caso.
Era viernes, y como todos los viernes
había mandado preparar unos aperitivos y esa tarde subí de la bodega unas
botellas que tenía reservadas desde hacía años para conmemorar algún
acontecimiento importante, y hoy sin duda era el de mayor importancia al que se
había enfrentado nuestra ya veterana tertulia que con el desenlace de este caso
adquiría nuestro bautismo de investigación criminal.
Todos fueron puntuales, cosa no demasiado
frecuente porque siempre había alguien que por unas cosas o por otras se
retrasaba un poco. Miento, todos fueron puntuales, menos Aniceto que fiel a su
costumbre de afán de protagonismo, esa tarde se demoró unos minutos, los
suficientes para hacerse notar su ausencia, pero no tantos como para pedirle
explicación de su tardanza.
-
Perdonad mi retraso, pero es que he tenido que atender una llamada telefónica
de un periódico de la capital que quería información del caso.
-
¿No les habrás contado nada, sin antes habérnoslo contado a nosotros?
-
¡Por supuesto que no! Me he limitado a dirigirles a las Autoridades
Provinciales y que no podía aportar detalles importantes porque la
investigación aún no había terminado…
-
Pero a nosotros sí nos darás todos los detalles, ¿verdad?
-
Claro, claro, esto es diferente… además vosotros habéis colaborado activamente
en la investigación y tenéis derecho a conocer toda la verdad…
Tomó asiento junto al señor alcalde, como
era su costumbre, le serví un vaso de vino, lo saboreó, dio su aprobación con
un gesto que denotaba su aprecio por la calidad del vino, hizo una pausa y
empezó a hablar pausadamente.
-
Vamos a empezar por el principio. El tal Melindres se había encoñado con la
hija de la tía Justa y ella, al parecer, se había vuelto loca por él. Cuando
tuvo que volver al pueblo quedaron que él la visitaría por las noches, cuando
sus padres y su hermano ya estuvieran durmiendo. Y así lo estuvieron haciendo
dos días a la semana durante casi un mes.
Llegaba
esas noches a eso de la una de la mañana en su bicicleta; ella le estaba
esperando en la puerta de la corraliza que da a la alameda y a esas horas era
muy difícil que nadie se cruzase con él. Subían al pajar donde yacían y la
Ernestina le preparaba un taleguillo con un poco de pan, unas lonchas de jamón,
una botella de vino y unas manzanas, para que cenase en el camino de
vuelta.
Todo
se desarrollaba sin ningún contratiempo. Aunque los primeros días algún que
otro perro ladraba a su paso, con el paso del tiempo se debieron acostumbrar y
el amante nocturno pasaba totalmente desapercibido.
La
muchacha estaba viviendo una aventura amorosa impensable para ella sólo hacía
unas semanas. Aunque había tenido algún pretendiente y había llegado a hablar
durante unos meses con el hijo del Eustaquio, la cosa no había llegado a nada y
no había tenido ningún acercamiento carnal, como no fuesen algunos torpes
tocamientos que más que satisfacción le habían producido rechazo.
Todo,
en cambio, era distinto con su nuevo y experto amante. Aunque los primeros
encuentros fueron en la casa de su tía Herminia, allí no disponían ni de tiempo
ni de oportunidad para dar rienda suelta a todas las satisfacciones que
demandaban sus lujuriosos anhelos, y no fue hasta que se encontraron en el
pajar de su casa, cuando pudieron dar rienda suelta a experimentar los dulces
placeres de la carne…
¿Me
pones un poco más de ese vino tan bueno?
-
Por supuesto, por supuesto… Pero sigue con el relato.
-
Pues, como iba diciendo, la muchacha estaba que no pensaba nada más que en el
pajar, y ni se le pasó por la cabeza que pudiese quedarse embarazada. Él sí, ya
era experto también en esto de tomar precauciones, pero no contaba con el ardor
de su nueva amante que ningún día se conformaba con un solo coito y la mayoría
de las noches tenía que hacerlo después de coger el taleguillo con las viandas
que le había preparado su amante.
Y
debió ser alguna de esas noches cuando la muchacha se pudo quedar preñada. Con
la mala fortuna de que desde el principio la Ernestina empezó a sentirse mal y
empezaron a aparecer los inequívocos síntomas de su estado real.
La
tía Justa se lo temió desde un principio. La venía notando rara, aunque no
podía ni imaginar lo que realmente estaba pasando y pensaba que la culpa podía
ser del hijo del Eustaquio.
Y
la Ernestina no tuvo más remedio que contárselo a su madre, que no se podía
creer lo que contaba su hija con todo lujo de detalles, lo del pajar, lo del
taleguillo, lo de por lo menos dos veces cada noche, lo bien que él sabía
acariciar, lo guapo y atractivo que era, en fin que la pobre mujer no hacía
nada más que santiguarse y preguntarse a quién habría salido una hija tan puta
como ella.
Y
se lo contó al tío Melitón y después también
al Nabu, que desde un principio tuvieron muy claro que era lo que había que
hacer.
-
Hay que hablar con el muchacho, dijo el tío Melitón, que se case con la Ernestina y se marchen a
vivir a la capital y con un poco de suerte aquí no se entera ni Dios.
- Y
si no quiere, yo me encargo de hacerle entrar en razones, apostilló el Nabu que
todo lo que tenía de fuerte le faltaba de entendederas.
Y
esa noche, que era una de las que se le esperaba, organizaron el plan.
Ella
salió a abrirle la puerta de la corraliza como todas las noches. Subieron al
pajar como ya era costumbre, ella se quitó el vestido, quedándose con las
enaguas y el muchacho hizo lo propio,
cuando los dos iban a yacer sobre la paja, apareció el tío Melitón con una
escopeta e doble cañón con cartuchos de postas.
-Levántate
ahora mismo si no quieres que te deje seco de un tiro, dijo el tío Melitón.
El
muchacho quedó horrorizado por la sorpresa y por la cercanía del arma que
estaba a menos de diez centímetros de su cabeza.
- Y
tú, mal nacida, baja con tu madre, que ya hablaremos después.
-¡
De rodillas, y con las manos detrás de la cabeza… y no se te ocurra hacer
ningún movimiento que de descerrajo un tiro a bocajarro!
Detrás había aparecido el Nabu con un
azadón en las manos.
-Mira,
muchacho, voy a ser muy claro. Has dejado preñada a mi Ernestina, que sí, que la muy puta ha estado de acuerdo, pero o
te casas con ella o te mato aquí mismo.
-
Lo que usted diga… lo que mande… pero, por favor, no me haga daño…
-
Déjame, padre, que lo mato ahora mismo…
-
Por favor, señor, yo me caso con su hija y lo que haga falta, pero deje que me
vista… Si ella quiere yo me caso con ella… decía el pobre muchacho, que no
dejaba de llorisquear.
-
Todo parecía que estaba arreglado. El muchacho se terminó de vestir, y los tres
hombres bajaron a la cocina donde esperaban las mujeres. La deshonrada se
abalanzó a los brazos de su amante quien se atrevió a preguntar, por lo
bajinis, por qué se lo había dicho a sus
padres. Ella le aseguró que se lo habían notado y que no tuvo más remedio que
confesar su pecado.
La
madre, que no paraba de llorar, intentó apaciguar los ánimos y convino que lo
mejor era que los muchachos se marcharan a la capital donde él vivía, pero
antes que les casase el señor cura esa misma noche, sin que nadie se enterase.
Cuando el muchacho dijo que eso no podía ser porque para casarse había que
arreglar los papeles, el tío Melitón dijo que él se encargaría de “convencer”
al señor cura para que los casase esa misma noche y que después se arreglarían
los papeles. El bruto de Nabu no dejaba de decir que si querían le mataba allí
mismo.
En
unas horas todo parecía más calmado. En un momento que los padres salieron de
la cocina, el muchacho vio la oportunidad de huir, salió corriendo hacia la
corraliza, donde había dejado la bicicleta, y cuando intentaba abrir la puerta
para escapar, el Nabu que se había quedado de guardia, le sacudió con el azadón
por la espalda.
El
pobre muchacho cayó ya muerto. Aunque entre los tres intentaron animarle, todo
resultó inútil. La hija se tiró llorando más de una semana sin salir ni a la
puerta de la calle.
El
tío Melitón y su hijo, después urdieron todo el plan. Esperaron a que llegase
la siesta, montaron el cuerpo del muchacho en la mula, entre dos costales de
paja y lo taparon todo con una manta de arpillera. Salieron por la puerta que
da a la alameda que discurría hasta el camino de las eras. Hacía mucho calor,
todas las puertas y ventanas estaban cerradas y no se veía ni un alma por las
calles ni por el camino de las eras. Cuando pasaron el segundo recodo del
camino, dejaron deslizar el cuerpo del muchacho que cayó sobre el lindazo en
una postura muy forzada, como si se hubiera caído por accidente. Dejaron junto
al cadáver las dos piedras manchadas de su sangre para simular el accidente y
continuaron por el camino hasta rodear todo el término y volver por el lado
opuesto. No se cruzaron con nadie y, al parecer nadie les había visto. Cuando
llegaron a casa las dos mujeres continuaban llorando.
Dejaron
pasar una semana, ya casi se había dejado de hablar el muerto y respiraron con
más tranquilidad cuando vieron que nadie sabía dar noticias de lo que había
pasado ni de la identidad del muerto.
Aquella
noche, ya casi de madrugada, el Nabu montó en la bicicleta y llegó hasta el barranco
de Valdelaspozas. Antes la había limpiado concienzudamente para borrar todas
las huellas. Lanzó la bicicleta con todas sus fuerzas y cayó hasta el fondo del
barranco, quedando semiescondida por la maleza. Cuando aún no había terminado
de amanecer entraba por la puerta de la corraliza y todo había salido a pedir
de boca. Nadie podía saber ya lo que había pasado.
-
Toma otra copita de vino, que hoy te lo has ganado.
-
¿Y no pensaron que lo del embarazo tarde o temprano se iba a saber?
-
Si es que los criminales siempre terminan cometiendo algún error.
-
Habían pensado mandar a la chica a casa de su tía Herminia, pero una vecina lo
descubrió, empezaron los rumores, a la muchacha no se le ocurrió otra cosa que
negarlo todo y el resto ya lo sabéis.
-
Mira que intentar mentirme a mí, el médico… Pero la muchacha no se apeaba de
sus trece y la madre parecía realmente que no sabía nada…
- Yo
propongo a nuestro señor alcalde que se haga constar en el libro de actas del
Ayuntamiento un reconocimiento oficial a la gran labor desarrollada por nuestro
agente de la autoridad, a nuestro querido Aniceto, pieza clave para el
esclarecimiento de este endiablado caso, que ha entrado a formar parte de los
acontecimientos más noticiosos de nuestro pueblo, y del que, sin duda, se harán
eco las crónicas durante mucho tiempo.
-¡Por
Aniceto!
¡¡Por
Aniceto!! Contestaron todos.
Unos días después mandé grabar una placa
con esta inscripción: “EN HOMENAJE AL AGENTE LOCAL DE LA LEY DON ANICETO
COSCUYELA Y QUIROGA, POR SU INESTIMABLE PARTICIPACIÓN EN LA RESOLUCIÓN DEL
“CASO DEL CALOR ASESINO”. TERTULIA DE LA REBOTICA. AÑO DE 1951”, que ahora luce sobre
la chimenea del salón de Aniceto, junto al pergamino de reconocimiento que
también recibió de la BRIGADA CRIMINAL CENTRAL.