Hasta ahora no había sabido realmente lo que era la soledad. Desde que ella se fue, mi vida había cambiado. Todos eran recuerdos suyos. Había llenado la casa con las fotografías que me recordaban los tres años que habíamos disfrutado de una vida plena y llena de satisfacciones y de caprichos. Cuando llegó, revolucionó mi existencia. Ella se encargó de renovar la decoracion de la casa. La vieja mesa camilla, con el tapete de ganchillo y las faldas de terciopelo esmeralda, desapareció del rincón junto al mirador, y en su lugar colocó una mesa de diseño de metacrilato porque, decía, daba más luminosidad al salón. El sofá y los sillones de cuero habían dado paso a un tresillo de color crudo con estampados de flores y los viejos óleos habían sido sustituidos por alegres y coloristas serigrafías de gran tamaño que había comprado en una galería de arte abstracto, y que me salieron carísimas. Era muy joven, todos decían que demasiado joven para mí, por eso nunca pensé que volvería a quedarme solo. Cuando murió la madre de mis hijos, todo había sido distinto. Entonces todavía trabajaba y casi nada cambió. Los niños ya eran mayores y el ama de llaves se encargó de todo lo referente a la intendencia del hogar. Luego fueron creciendo y en pocos años todos se casaron y fueron abandonando la casa. Pero todavía no me había jubilado y nunca me consideré sólo. Y entonces apareció ella. Había sido la novia de mi hijo mayor y cuando se dejaron y él se casó, pasaba alguna vez por casa para saludarme, porque siempre nos habíamos demostrado un cómplice afecto. Cuando se casó la pequeña y me quedé solo en casa, me atreví a proponérselo. Yo era ya mayor, pero todavía estaba en plenas facultades y sabía que aquello no era amor y que ella aceptó por mi dinero, pero me aseguraba los últimos años de mi vida al lado de una mujer joven y preciosa. ¿En qué podía invertir mejor todo mi patrimonio? Dos meses después nos casaba el Concejal de cultura del Ayuntamiento del pueblo.
Al principio mis hijos se opusieron, sobre todo el mayor, pero todos tenían una posición económica saneada y terminaron por aceptarla, aunque, desde entonces, no prodigaron mucho sus visitas. A mí no me importó demasiado.
Nos dimos todos los caprichos. Cruceros de lujo, viajes a todas las capitales de Europa, siempre en los mejores hoteles; las playas del Caribe y un viaje alrededor el mundo para conmemorar nuestro primer aniversario. Nunca había pensado tener entre mis brazos una mujer tan espectacular. Sus deslumbrantes apariciones luciendo su carísima lencería alegraban mis ojos todas las noches e, incluso, algunas veces no necesitaba recurrir a la viagra. Y ella me aseguraba que no necesitaba nada más.
Poco a poco fuimos distanciando los viajes y empezamos a disfrutar de la casa que en nada se parecía ya a la antigua mansión familiar. Yo madrugaba todos los días para colocar una rosa roja sobre su mesilla para que la diese los buenos días cuando despertaba. Entonces la llevaba el desayuno a la cama. Ella parecía feliz. En realidad era una niña caprichosa a la que yo nunca quería defraudar. Cada vez me apetecía menos salir, pero nunca me importó que acompañase a sus amigas al cine o a tomar café. Yo la esperaba en casa y la preparaba sus platos favoritos, aunque algunos días llegaba cansada y se iba la rápidamente a la cama, mientras yo veía la televisión porque últimamente no dormía bien y me llegaba a desvelar si me acostaba temprano. Sólo algunos sábados le apetecía lucir su lencería, lo que realmente seguía representando una fiesta para mí. Ella era mi única dedicación y toda mi vida. Por eso no podía asimilar su falta. ¿Por qué Dios podía permitir esta desgracia? ¿Por cual de mis pecados me castigaba?
Mis hijos me acompañaron los primeros días; mi hija me animó a que me fuese con ella una temporada para superar la pérdida, pero yo insistí en que debía acostumbrarse a la soledad y preferí permanecer en casa. Allí todo me recordaba a ella y organicé mi vida como si aún estuviese a mi lado. Pienso que siempre esperé un milagro -loco de mí- y albergaba la esperanza de su vuelta. Todas las mañanas seguía colocando la rosa roja en la mesilla de noche. Luego, por la tarde, pasaba las horas acariciando ese pétalo que se había caído de la rosa y moría en el vaso de melancolía, posiblemente contagiada de mi propia tristeza.
Fue un miércoles, atardecía y sonó el teléfono. Era ella.
- Hola, soy yo. Ha pasado mucho tiempo, dijo.
- Sí, ocho meses, tres semanas y cuatro días, contesté yo.
Luego me dijo que estaba arrepentida, que había sido una ofuscación momentánea, que se había equivocado, que se acordaba mucho de mí y... que quería volver. Me aseguró, entre sollozos, que todo sería como antes.
Supe desde un principio que mentía, pero eso no era demasiado importante para mí. Sólo me importaba volver a vivir de nuevo y presentía, o al menos eso quería pensar, que siempre habría una rosa en la mesilla de noche a la que nunca más se le caerían pétalos.
De este cuentecito hay también una versión corta:
"Estaba viudo, había alcanzado la cima de su carrera profesional y era rico. Sus hijos eran ya mayores y sus nietos apenas si se acordaban de él, como no fuera para sacarle dinero.
Ella era joven. Tan joven que casi la doblaba la edad... y bonita. Como era viejo pero no lelo, sabía por qué se acostaba con él, aunque ella sabía mentir muy bien.
Un día se casaron y a ella se le olvidó mentir".
Las fotos son de m.carrasco.m