A mi me gusta
visitar a los amigos sin avisarles. Ya sé que es una mala costumbre, pero es
que yo soy así, y así me va.
Esto viene a
cuento porque el otro día, creo que fue un viernes del pasado mes de noviembre,
estaba yo aburrido en casa y me pensé: “Podía ir a ver a
mi amigo Sigfredo”. Y ni corto ni perezoso me planté en su casa de la playa.
Cualquier persona
sensata sabe que presentarse en la casa de alguien sin previo aviso y sobre
todo si es donde él se suele ver con su amante, es muy arriesgado y se expone
uno a perder para siempre las amistades. Pero eso yo no lo pensé aquel día y
ahí estaba yo llamando insistentemente al timbre de la puerta.
Tardó un buen
rato en abrir; yo creo que algo más de lo que sería lógico esperar, aunque
fuese la hora de la siesta.
Antes de abrir vi
cómo se iluminaba la mirilla y sólo un rato después se entreabrió
definitivamente la puerta y Sigfredo, con cara no sé si de asombro o estupor,
apenas si era capaz de articular alguna palabra coherente.
¿Cómo lo has
sabido?
Al fondo, a
través de una puerta medio abierta, y reflejándose en el espejo del dormitorio
creí descubrir el cuerpo semidesnudo de mi Adelita a la que ahora recuerdo con
un cierto afecto y añoro los buenos tiempos en que fuimos novios, hasta aquel
fatídico viernes de noviembre en el que se me ocurrió ir a visitar a mi amigo
Sigfredo en su casa de la playa, sin avisarle previamente.