El Indalecio había nacido en Chinchón, como sus padres y sus cuatro abuelos. Uno de sus bisabuelos, no; según le contaba su abuela Argimira, era de Extremadura.
El vivió en Chinchón hasta que su padre volvió de la carcel, ya en plena posguerra. Se fueron a vivir a Cataluña y ya no volvió nunca a Chinchón.
Su padre había sido palero, limpiando las caceras de la vega, y salieron de Chinchón porque, al volver de la carcel por ser rojo, la familia no era bien vista y le era difícil encontrar un trabajo digno con el alimentar a su familia. Así, Eladio, Angustias, Indalecio que entonces tenía cuatro años y su hermano Isidro, que acababa de cumplir dos, salieron de Chinchón para llegar a Cataluña, donde tenían unos tíos de su madre.
Se marcharon casi con lo puesto; un par de maletas en las que pusieron sus menguadas pertenencias y algunas fotografías de la familia y una estampa de San Roque, el patrón de Chinchón, de quien su madre era muy devota.
Llevaban, eso si, unos duros que habían sacado con la venta de un par de pequeñas fincas que les habían dejado los abuelos al morir.
Y la familia García se instaló en San Pedro de Ribas, un pueblecito cerca de Sitges, en la provincia de Barcelona, y encontraron trabajo en una Masía, donde fueron muy bien acogidos.
Indalecio y su hermano aprendieron catalán en la escuela del pueblo y a los pocos años nadie les podría distinguir de sus compañeros oriundos de Sant Pere de Ribes, como llamaban al pueblo en su nuevo idioma.
Indalecio entró a trabajar en una pequeña bodega donde elaboraban un cava de mucha calidad y allí terminó su vida laboral. Se casó con una de las hijas del dueño y tuvo dos hijos. Se jubiló a los sesenta y cinco, y tuvo una vida plácida y sosegada sin apremios económicos.
Un día, revolviendo papeles, encontró la vieja estampa de San Roque y le dijo a su mujer.
- Montse, ¿Que te parece si vamos a conocer mi Pueblo? Es agosto, allí son las fiestas y podemos ir a la procesión de San Roque.
Desde que se marcharon apenas si habían tenido noticias del pueblo, sobre todo cuando murió el hermano pequeño de su padre. Ahora ya no tenían ningún familiar en Chinchón.
Llegaron a Madrid en el AVE, porque a Indalecio nunca le gustó conducir, y cogieron el autobús que les dejó enfrente de las Clarisas.
Habían reservado habitación en el Hotel Condesa de Chinchón, porque desde allí podrían ver el encierro.
Apenas si tenía recuerdos del pueblo, quizás únicamente lo que había visto en los reportajes que ponían en la tele, pero le pareció que era más pequeño y que las calles estaban más empinadas.
Entraron en la Ermita de San Roque, que por ser agosto estaba abierta. Subieron la calle de los huertos, aunque los huertos ya habían desaparecido y se alojaron en el hotel, enfrente del Parador.
Después llegaron a la plaza. Allí estaba todavía el Bar la Villa y el Bar Flor, casi todo lo demás había cambiado. Ya no estaba la posada del tío Carrasco, ni la carnicería de Tino, ni el cuarto de los “mediores”, ni la pescadería del tío Tomas, ni el Bar de Auspicio, ni la tienda de la “Cañamona”, aunque todavía estaba el Café de la Iberia, y el lavadero del Pilar era ahora la Oficina de Turismo, y había muchos bares y muchos restaurantes. Donde estaba la confitería de Pedro de la Vara era ahora el Restaurante “Ajofino” y en la tienda de los franceses estaba el Restaurante La Balconada....
Montse estaba impresionada.
- Oye, la Plaza es mucho más bonita que sale en la televisión.
Comieron en los soportales, que era el único sitio donde hacía un poco de fresco. Ya a la caída de la tarde bajaron por la calle de Morata donde estuvo su casa. Ahora era una casa rural y estaba desconocida. En realidad todo era muy distinto a las imágenes que guardaba en su memoria.
No conoció a nadie, y nadie le reconoció. Solo la recepcionista del hotel se dio cuenta que había nacido en Chinchón, aunque por su acento nunca lo hubiera pensado.
Fueron tres días entrañables en los que revivió con su mujer los viejos recuerdos de aquellos cuatro años de su infancia prácticamente olvidados. Visitó la tumba de sus abuelos y recorrió despacio las cuestas arriba y cuestas abajo que ahora se le antojaban con mucha más pendiente.
Vieron los encierros desde la ventana del hotel y sobre todo, fueron a la procesión de San Roque. Alumbrando, como recordaba que fue una vez de la mano de su madre, el año antes de marcharse del pueblo.
El no era creyente y nunca iba por la iglesia, pero recordaba aquellas palabras de su madre, cuando le enseñaba la estampa de San Roque,
- Aquí, hijo, aunque no creamos en Dios, en Chinchón todos creemos en San Roque.
Los dibujos son de Camilo Porta, Carlos Alonso y Manuel Carrasco.