"De esa ciega pasión nacen las xenofobias, el odio o el miedo al otro, las banderas, las patrias y las fronteras".
Un artículo de Manuel Vicent en El País del 17 de septiembre de 2017.
Frente a las leyes inexorables que rigen la materia en todo el universo, el espíritu humano solo está gobernado por la fe y la razón, dos fuerzas implicadas en un combate interminable desde el principio de la historia. La razón es una fuerza elaborada, muy cara de producir, sometida a constantes pruebas; es la base de la ciencia y la única herramienta que poseemos para comprender la naturaleza. En cambio la fe, que puede mover montañas, es barata de fabricar y muy fácil de obtener, no necesita ser probada, no admite fisuras, es ubicua e inmutable, se inocula de forma sencilla de padres a hijos y se propaga velozmente como un virus a cualquier raza y en cualquier lugar. Los sueños de la razón a veces engendran monstruos, pero a causa de la fe se mata y se muere, se convierte uno en mártir o en verdugo, se declaran guerras de exterminio y por decreto, incluso, permite soñar con una felicidad eterna en otra vida. La fe suele ir acompañada de la emoción, una carga magnética que los humanos probablemente compartimos con otras especies de mamíferos superiores. Se trata de una reacción psicofisiológica ante lo real o lo imaginario, que nos convierte en santos, en visionarios y en fanáticos. De esa ciega pasión nacen las xenofobias, el odio o el miedo al otro, las banderas, las patrias y las fronteras. Razón y fe nunca se cruzan, pero están enraizadas en la vida y determinan nuestra convivencia. Si un extraterrestre, acostumbrado a las leyes que gobiernan el universo, visitara España en este momento, creería haber caído en un país de locos poseídos por pasiones pueblerinas, incapaces de someter sus problemas políticos a la razón, estúpidos dispuestos a aniquilarse una vez más por un ideal imaginario de unidad o independencia de una patria hipotética, sin saber que esa montaña que la fe es capaz de mover, les puede caer encima.