Lo dudó durante mucho tiempo; no sabía si acudir a la manifestación para conmemorar el aniversario de la proclamación de la II República o procesionar con su hermandad del Cristo de los Alabarderos. Por fin se decidió; se acercó al armario, sacó del cajón de abajo la túnica y el capirote rojo y se dirigió al Palacio Real para hacer la estación de penitencia. Mientras, por las calles aledañas se empezaban a ver algunas banderas tricolores, aunque este año por coincidir con la Semana Santa, la manifestación se había diluido y solo unos pocos se acordaron del aniversario.
Nuestro penitente, ya sumido en el anonimato que le ofrecía su capirote, ni se acordó de que lo podía pasar mal por su incontinencia urinaria y por la artrosis de su rodilla izquierda, y se dejó ensimismar por las cavilaciones, mientras observaba el trajín de los cofrades, la estoica estampa de los anderos y el ir y venir del capataz procurando que todo se desarrollase con la ordenada precisión que gusta a los estamentos militares.
A su alrededor, las mujeres con mantilla y los miles de curiosos, armados todos con sus teléfonos móviles intentado perpetuar aquella imagen arcaica de una religión que más parecía folclore que honda espiritualidad.
Durante más de siete horas, mirando por las aberturas ovaladas de su capirote y sin posibilidad de ser reconocido, fue pasando revista a las incongruencias de su vida y de la situación política y social de un país aconfesional pero ligado a sus tradiciones y costumbres que de día en día iban perdiendo significado.
Para él nunca había supuesto contradicción su sentimiento religioso y su militancia republicana, aunque muchos habían intentado demostrarle su incompatibilidad.
Ya era noche cerrada y el retumbar de los tambores, los acordes de las marchas que interpretaba la banda de música y el resplandor de las velas le iban transportando a una ensoñación que le había hecho olvidar sus achaques, que en otras circunstancias ya le estarían martirizando.
Cuando ya en la madrugada pudo quitarse el capirote rojo, volvió a la realidad, pero se alegró de haber vivido esta experiencia y pensó que el próximo año, cuando no se diese esta curiosa coincidencia, ya celebraría la proclamación de la II República de aquel lejano 14 de abril de 1931.