Jules Renard escribió: “Me gustan las vacas, pero tampoco hay que exagerar. Son como todo el mundo”
Escena frecuente en las películas: el uniformado (policía, bombero, obispo, etcétera) proclama con dramatismo: “¡Ahora te hablo como padre (marido, hermano, hijo…como hombre) y no como policía (bombero, obispo, etcétera)!”. Se da a entender así que se despoja de su uniforme convencional y se reviste con otro invisible de mayor integridad y fulgor, libre de trabas oficiosas, al servicio de una personalidad moral arrolladora de remilgos pero más digna de respeto. Pues resulta que ser policía (bombero, obispo, etcétera) impone unas cortapisas artificiales y dañinas para una autenticidad personal que sólo se revela en el desbordamiento de lo íntimo, cuando el personaje se convierte también en mejor policía (bombero, obispo…) que quienes lo son sólo profesionalmente.
Algo parecido ocurre cuando los cargos públicos recién elegidos se sacuden el uniforme político y reclaman que ellos no se reconocen en su convencionalismo, que hablan y actúan de manera diferente porque son “como la gente”. Igual que Clark Kent cuando se mete en la cabina de teléfonos para quitarse la camisa y las gafas y revelarse Superman. No veo que ventaja hay en ser “gente”. Siempre he creído que lo peor de los gobernantes es lo mucho que se parecen a la gente que les vota. Suelen ser igual que ellos, incultos, venales, interesados sólo en lo suyo, adictos a las supersticiones de la identidad, la moda y las encuestas. Ayer soñé con poder votar a alguien que no fuera “gente” como yo, sino realmente superior en mérito, sin arrogancia codiciosa. Alguien sabio, desprendido, ecuánime: beneficioso. Pero no me hago ya ilusiones y me resigno. Un día de campo, Jules Renard escribió: “Me gustan las vacas, pero tampoco hay que exagerar. Son como todo el mundo”. Con los electos en las urnas pasa igual.
Escena frecuente en las películas: el uniformado (policía, bombero, obispo, etcétera) proclama con dramatismo: “¡Ahora te hablo como padre (marido, hermano, hijo…como hombre) y no como policía (bombero, obispo, etcétera)!”. Se da a entender así que se despoja de su uniforme convencional y se reviste con otro invisible de mayor integridad y fulgor, libre de trabas oficiosas, al servicio de una personalidad moral arrolladora de remilgos pero más digna de respeto. Pues resulta que ser policía (bombero, obispo, etcétera) impone unas cortapisas artificiales y dañinas para una autenticidad personal que sólo se revela en el desbordamiento de lo íntimo, cuando el personaje se convierte también en mejor policía (bombero, obispo…) que quienes lo son sólo profesionalmente.
Algo parecido ocurre cuando los cargos públicos recién elegidos se sacuden el uniforme político y reclaman que ellos no se reconocen en su convencionalismo, que hablan y actúan de manera diferente porque son “como la gente”. Igual que Clark Kent cuando se mete en la cabina de teléfonos para quitarse la camisa y las gafas y revelarse Superman. No veo que ventaja hay en ser “gente”. Siempre he creído que lo peor de los gobernantes es lo mucho que se parecen a la gente que les vota. Suelen ser igual que ellos, incultos, venales, interesados sólo en lo suyo, adictos a las supersticiones de la identidad, la moda y las encuestas. Ayer soñé con poder votar a alguien que no fuera “gente” como yo, sino realmente superior en mérito, sin arrogancia codiciosa. Alguien sabio, desprendido, ecuánime: beneficioso. Pero no me hago ya ilusiones y me resigno. Un día de campo, Jules Renard escribió: “Me gustan las vacas, pero tampoco hay que exagerar. Son como todo el mundo”. Con los electos en las urnas pasa igual.