La estrategia del Alto Mando de las fuerzas rebeldes era lógica. Había que conquistar Madrid, sede del Gobierno de la Nación, lo que representaría el fin de la Guerra. Las grandes potencias internacionales ya se habían alineado con cada uno de los bandos. Italia y Alemania respaldaban al General Franco y apoyaban la insurrección militar. Francia, Inglaterra, Rusia y Estados Unidos mandaron a luchar con las fuerzas republicanas a unos grupos de combatientes que se les conoció como “brigadas internacionales”. La Legión Cóndor alemana, con sus bombarderos, llegó para apoyar por el aire a la infantería que intentaba entrar en Madrid por el frente de la casa de campo y por la zona del levante en lo que se conoció como la Batalla del Jarama. Poco después llegaron al cielo madrileño los pequeños cazas rusos que lograron rechazar los aviones alemanes.
Pero durante unos meses, los madrileños vivieron la zozobra de unos bombardeos sistemáticos que aterrorizaron a toda la población. Los sótanos de las casas, los túneles del metro y los refugios subterráneos que se construyeron precipitadamente, fueron los refugios a que acudían los madrileños cuando sonaban las sirenas anunciando la llegada de las “pavas” alemanas. Ellos, nada mas empezar el estridente silbido de la sirena, corrían por la calle Leganitos abajo, hasta llegar a la Plaza de España, como ahora se llamaba la antigua plaza de San Marcial, y entrar en la boca del metro que estaba en la misma esquina. Cuando sonaba la alarma a la caída de la tarde, se solían coger unas mantas porque muchas noches se quedaban a dormir allí.
Incomprensiblemente, el Museo del Prado y varios edificios y monumentos emblemáticos de la capital fueron declarados objetivos militares y sufrieron los sistemáticos ataques de la aviación. Las autoridades culturales del Gobierno ordenaron la inmediata retirada de todos los cuadros del museo para evitar la destrucción de las obras de arte, que fueron trasladadas primero a Valencia y después a Ginebra. A nadie se le borró de la de la retina, en muchos años, la imagen de la Cibeles totalmente cubierta arena y rodeada de sacos terreros.
En Madrid empezaron a faltar los alimentos más básicos que muchas veces no se podían conseguir ni con dinero. Evaristo, el marido de Rosita, que se había quedado sin su trabajo de textiles, se unió a un paisano de Menasalvas que tenía desde hacia años un negocio de suministro de frutas y verduras a los hoteles y minoristas y que tenía muy buenos contactos con las fuerzas de orden público, que le facilitaban el traslado de mercancías desde los pueblo limítrofes a la capital. Ya se sabe que en épocas de crisis se presentan oportunidades para los que saben aprovecharlas y en esta situación de carencia absoluta, ampliaron su actividad a toda clase de alimentos. Rosita habló con su madre que les prestó quinientas pesetas con las que se hicieron socios de este prometedor negocio, con el que iban a sentar las bases para una industria que tuvo su apogeo en los años posteriores, cuando en toda España empezó a funcionar el estraperlo.
Genaro fue llamado a filas a primeros de septiembre. Emilita prefirió quedarse con sus padres, que seguían viviendo en la calle Bailén y manteniendo con muchas dificultades la fabricación de velas de cera que había tenido un cierto resurgimiento por su utilización en la iluminación de los refugios, y por los frecuentes cortes de la energía eléctrica. Ya estaba de cinco meses cuando se marchó su marido que había dejado dicho que si era niño le tenían que llamar Nicomedes como el abuelo.
Rosa vivía sola, pero recibía la visita casi diaria de su hija y de su nieta, que casi siempre llegaba con algún alimento que le proporcionaba su marido, que cada día estaba más contento con su nueva y lucrativa actividad, que para su buen funcionamiento, necesitaban ser generosos con las autoridades militares y políticas que controlaban el abastecimiento de la capital.
Eran pocas las noticias que se recibían del exterior. Genaro estaba en el frente de Navarra, en un batallón de zapadores y según decía en una de sus pocas cartas que habían recibido su mujer, no había tenido que entrar en batalla y que se encontraba bien.
De Recondo nada. Sólo había oído que habían matado al señor cura y que todo estaba muy alborotado. Lo estaba comentando en la panadería una señora que decía tener unos conocidos allí, pero que no tenía más noticias. Tampoco tenía noticias de su hermana Mercedes. Ella se había quedado viuda hacía unos años y no tenía hijos. También vivía sola como ella, pero no se veían desde la boda de Genaro cuando vino aposta desde Recondo.
Su situación económica era buena. No había dicho a nadie lo de las monedas de plata, ni siquiera a sus hijos, que les dijo que el dinero era de lo que había ido ahorrando de lo que le mandaba su padre todos los meses. Su pequeño tesoro seguía escondido en el doble fondo del último cajón del armario de la alcoba, aunque tiraba de él siempre que sus hijos tenían alguna necesidad.
A primeros de febrero, Genaro llegó con un permiso de quince días. Estaba más delgado, se había dejado la barba y parecía mucho mayor, pero contaba que la vida en el frente se soportaba bastante bien, gracias al compañerismo que había entre la tropa y a que tenían unos mandos comprensivos y que se preocupaban de ellos y de su seguridad. No obstante, confesó que las bajas eran continuas, sobre todo de los soldados que estaban en las trincheras. Su regimiento iba por delante de donde se combatía para abrir trincheras o por detrás del frente para reparar los daños ocasionados.
Emilita estaba ya a punto de dar a luz. Él había conseguido este permiso, a pesar del poco tiempo que llevaba en el ejército, cuando le contó al capitán el estado de su mujer y que el niño podría llegar de un momento a otro. Sus manos, que no estaban acostumbradas a esta clase de trabajo, le dolían y presentaban un aspecto deplorable. Grandes callos en las palmas, y grietas en los dedos por los fríos y los hielos que tenía que soportar en aquellas tierras del norte de España. Él, acostumbrado a manejar los delicados cirios de cera, ahora tenía que cavar el suelo con una pequeña pala y levantar las piedras con un pesado pico, para abrir las trincheras de una guerra en la que no sabía muy bien por qué y contra quién tenía que luchar él.
Bien es verdad que su suegro y sus amigos los curas habían dicho que era irremediable un levantamiento militar para salva a España de las garras comunistas que odiaban a Dios y querían pervertir las buenas costumbres y los valores morales que siempre habían sido el estandarte de la monarquía española, que había llevado la fe a las lejanas tierras de América y habían hecho de España la reserva espiritual del mundo, pero él, ahora, estaba luchando precisamente contra esos que decían defender los ideales de su suegro y de sus amigos. Estos eran unos pensamientos que no podía dejar traslucir en ningún sitio, ni en el ejército ni en su propia casa, porque sabía que cualquier decisión que pudiese tomar, que no fuera la de dejarse llevar por los acontecimientos, podría significar su propia muerte.
El pequeño Nicomedes llegó el día siete de febrero a las cuatro y veinte de la tarde. Rosa también estuvo presente para ayudar en el parto, que fue más laborioso de lo deseable, posiblemente por los sufrimientos de la madre durante su embarazo. El niño fue muy pequeño pero estaba sano y parecía fuerte. La blancura de su piel contrastaba con las manos recias y deformadas del padre que le abrazó con todo el cariño y ternura que podía quedar en un alma que en los últimos meses se había acostumbrado a la muerte, al odio y a la destrucción.
Rosa lloró cuando supo que su hijo había decidido poner al niño el nombre del Amo, pero dentro de ella sintió que algo se rompía y que la llegada del niño podía significar que ya nunca lo volvería a ver. Estaba cada día más segura que algo grave había pasado en Recondo.