El otro día, creo que fue el viernes, me desperté más temprano que de costumbre. Normalmente, después del aseo y de un desayuno rápido, que no dura más de tres minutos, me suelo sentar en el ordenador para leer la correspondencia y la prensa del día. (Lo de leer la prensa es un decir; lo que hago es ir repasando los titulares de los distintos periódicos - de todo el espectro editorial - y sólo me detengo en algún artículo que me llame la atención y, por supuesto, en el humor gráfico, que me suele levantar el ánimo.
Era muy temprano y se me ocurrió sentarme delante del televisor. No me acordé que hacía mucho tiempo que me prometí no volverlo a hacer.
Como es mi costumbre -mala-, fui pasando por los distintos canales que en esos momentos daban información, bien en directo o bien reponiendo las noticias de la noche anterior. Al cabo de unos minutos de estar haciendo “zaping” ya me habían contado no sé cuantas muertes, varias catástrofes naturales, los peores augurios para la economía mundial, y muy especialmente para la española, el inevitable deterioro de nuestro estado de bienestar si no se cambiaba de gobierno, las negras perspectivas que nos llegarían si se cambiaba, lo malo que son los catalanes, lo chulo que es Ronaldo, la crónica de un cura pedófilo, la relación detallada de los políticos que se habían dejado corromper... en fin, que no tuve más remedio que apagar la tele, beber un baso de agua, y ponerme a leer el segundo tomo de “Millennium” de Stieg Larrson, que me está pareciendo un buen libro, y además muy entretenido.
Y es que de lo que no me acordaba era que me había prometido a mí mismo que no volvería a escuchar a los políticos, a los periodistas y a los obispos, que sólo saben anunciar que todo está mal, que no hay solución y, además, que vamos a ir, todos, al infierno.