Andaba yo contando hormigas, sentado en los arcenes del mar, cuando mis padres decidieron que aún era tiempo de aprender y que a mis años no podía ir por ahí, despilfarrando alegremente mi vida. De nada valieron mis protestas ni mis argumentos. De nada valió mi excelente currículum profesional ni que contase con el aval de una bien ganada jubilación. Al día siguiente, mi nieto pequeño me acompañó hasta la puerta del colegio donde esperaba el profesor que era un enano melancólico, con tirabuzones en el pelo y subido en unos zancos de madera que le daban una cierta prestancia y autoridad. A mí me habían puesto el uniforme de coracero austriaco, aunque ya me quedaba un poco estrecho y algo corto de mangas. Como era el primer día de clase nos fueron colocando en los pupitres y a mi lado sentaron a un señor de Puertollano que, de pequeño, emigró con su familia a Nueva York, donde fue fabricante de pelotas de ping-pong, hasta que se arruinó en la recesión de los años veinte; entonces se dedicó a salteador de caminos, oficio que le proporcionó un cierto renombre y unos cuantiosos beneficios que aún hoy le permiten vivir holgadamente a pesar de no tener pensión de la Seguridad Social.
El director que también era enano pero que medía cerca de dos metros y medio, nos recalcó la importancia de atender las explicaciones del maestro que nos serían de gran provecho para el día de ayer. Nos puso como tarea, para esa mañana, aprendernos los reyes godos por orden alfabético y sacar los primeros quinientos treinta y seis decimales del número "PI" y nos dijo que si alguno tenía tiempo, podía entretenerse memorizando los afluentes del río Amazonas con el nombre de los hechiceros de los pueblos de la vertiente austral.
Justo detrás de mí, se había sentado una niña con trenzas de macarrones rizados y lazos de bizcocho de soletilla que no paraba de darme toquecitos en el hombro derecho. Yo, al principio, no me atrevía a volverme por si me veía el enano que continuaba subido en sus zancos mientras se atusaba los tirabuzones; después pensé que yo le debía gustar porque cada vez era mayor su insistencia, luego supe que solo quería una de las hombreras de mi casaca de coracero, que era de color escarlata y estaba bordada con hilitos de oro que parecían espaguetis dorados.
El que fabricó pelotas de ping-pong en Nueva York, como estaba acostumbrado a infringir la ley, nos invito a la niña de las trenzas y a mí a escaparnos de la escuela cuando saliésemos al recreo. Cogimos uno de los camellos que siempre merodean por la puerta de los colegios y nos dirigimos a un pequeño bosquecillo de saúcos que estaba a las afueras del campo. Como aquel era año bisiesto y se habían disuelto las cortes para celebrar nuevas elecciones, las nubes se habían declarado en huelga y la floración del saúco venía con retraso por lo que apenas si pude encontrar alguna sayuguina blanca para regalársela a la niña de las trenzas que ya se había hecho mi novia.
El salteador de caminos, sin disimular sus celos, dijo que había encontrado para ella una preciosa nuez moscada con endocarpio dorado y los cotiledones de oro y chocolate, lo que suponía un asombroso portento; porque ya se sabe que la nuez suele tener un endocarpio duro, pardusco, rugoso y dividido en dos mitades simétricas, que encierra dos cotiledones gruesos, comestibles y oleaginosos, pero nunca hasta ahora se había visto un endocarpio dorado y muchísimo menos con unos cotiledones de chocolate y bañados en oro de dieciocho quilates.
Ella, en tanto yo buscaba la flor blanca del saúco, que solamente los más eruditos saben que se llama sayuguina, se conformó con la nuez de endocarpio dorado, que había encontrado el emigrante manchego y después de darle las gracias, la colocó en la hombrera que yo le había regalado y que ahora, puesta boca arriba, parecía un tálamo nupcial.
Nuestra aventura terminó pronto porque un escuadrón de lechuzas, montadas en patinetes de andar por casa, nos descubrió y no tardaron en avisar por telepatía sin hilos, al enano gigante que hizo sonar la sirena de la escuela y mandó al cuerpo nacional de buscadores de causas perdidas para que nos diesen alcance.
Nosotros nos escondimos debajo una de las mitades del endocarpio hasta que pasaron de largo nuestros perseguidores, y sin perder más tiempo, regresamos en un tiovivo que tenía elefantes con los colmillos de mazapán, unicornios cojitrancos, naves espaciales con el fuselaje de caramelo y un coche de bomberos tirado por una reata de llamas amaestradas.
Afortunadamente, llegamos al colegio antes de que mi nieto fuese a recogerme, por lo que mis padres nunca llegaron a enterarse de mi travesura, y están maravillados de que a mis años demuestre tanto interés por aprender y no me tengan que despertar por las mañanas para ir a la escuela donde, ellos no lo saben, me espera la niña que me pidió la hombrera de mi casaca y que todas las mañanas me invita a desayunar lazos de bizcocho de soletilla, que están deliciosos.
El director que también era enano pero que medía cerca de dos metros y medio, nos recalcó la importancia de atender las explicaciones del maestro que nos serían de gran provecho para el día de ayer. Nos puso como tarea, para esa mañana, aprendernos los reyes godos por orden alfabético y sacar los primeros quinientos treinta y seis decimales del número "PI" y nos dijo que si alguno tenía tiempo, podía entretenerse memorizando los afluentes del río Amazonas con el nombre de los hechiceros de los pueblos de la vertiente austral.
Justo detrás de mí, se había sentado una niña con trenzas de macarrones rizados y lazos de bizcocho de soletilla que no paraba de darme toquecitos en el hombro derecho. Yo, al principio, no me atrevía a volverme por si me veía el enano que continuaba subido en sus zancos mientras se atusaba los tirabuzones; después pensé que yo le debía gustar porque cada vez era mayor su insistencia, luego supe que solo quería una de las hombreras de mi casaca de coracero, que era de color escarlata y estaba bordada con hilitos de oro que parecían espaguetis dorados.
El que fabricó pelotas de ping-pong en Nueva York, como estaba acostumbrado a infringir la ley, nos invito a la niña de las trenzas y a mí a escaparnos de la escuela cuando saliésemos al recreo. Cogimos uno de los camellos que siempre merodean por la puerta de los colegios y nos dirigimos a un pequeño bosquecillo de saúcos que estaba a las afueras del campo. Como aquel era año bisiesto y se habían disuelto las cortes para celebrar nuevas elecciones, las nubes se habían declarado en huelga y la floración del saúco venía con retraso por lo que apenas si pude encontrar alguna sayuguina blanca para regalársela a la niña de las trenzas que ya se había hecho mi novia.
El salteador de caminos, sin disimular sus celos, dijo que había encontrado para ella una preciosa nuez moscada con endocarpio dorado y los cotiledones de oro y chocolate, lo que suponía un asombroso portento; porque ya se sabe que la nuez suele tener un endocarpio duro, pardusco, rugoso y dividido en dos mitades simétricas, que encierra dos cotiledones gruesos, comestibles y oleaginosos, pero nunca hasta ahora se había visto un endocarpio dorado y muchísimo menos con unos cotiledones de chocolate y bañados en oro de dieciocho quilates.
Ella, en tanto yo buscaba la flor blanca del saúco, que solamente los más eruditos saben que se llama sayuguina, se conformó con la nuez de endocarpio dorado, que había encontrado el emigrante manchego y después de darle las gracias, la colocó en la hombrera que yo le había regalado y que ahora, puesta boca arriba, parecía un tálamo nupcial.
Nuestra aventura terminó pronto porque un escuadrón de lechuzas, montadas en patinetes de andar por casa, nos descubrió y no tardaron en avisar por telepatía sin hilos, al enano gigante que hizo sonar la sirena de la escuela y mandó al cuerpo nacional de buscadores de causas perdidas para que nos diesen alcance.
Nosotros nos escondimos debajo una de las mitades del endocarpio hasta que pasaron de largo nuestros perseguidores, y sin perder más tiempo, regresamos en un tiovivo que tenía elefantes con los colmillos de mazapán, unicornios cojitrancos, naves espaciales con el fuselaje de caramelo y un coche de bomberos tirado por una reata de llamas amaestradas.
Afortunadamente, llegamos al colegio antes de que mi nieto fuese a recogerme, por lo que mis padres nunca llegaron a enterarse de mi travesura, y están maravillados de que a mis años demuestre tanto interés por aprender y no me tengan que despertar por las mañanas para ir a la escuela donde, ellos no lo saben, me espera la niña que me pidió la hombrera de mi casaca y que todas las mañanas me invita a desayunar lazos de bizcocho de soletilla, que están deliciosos.
"Publicado en la revista "Totum revolutum" de la Biblioteca "Petra Ramirez" de Chinchón. Año 2008".