Querido Eduardo:
Trajiste hasta Granada un ave alegre, una paz infinita sobre el tiempo. Se alejaron los hierros, los fusiles, los rencores, el tiempo de discordia, esos ríos de envidias que arrasan las praderas y dejan en los labios el dolor y el vacío. Se levanta tu bronce como un grito convocando a la paz tan necesaria, llamando a la justicia para todos, alejando, por fin, a la vesania, dejando atrás los odios, los rencores, esa falta de luz en la memoria, la impaciencia sin fin de nuestros muertos, inacabable olvido burocrático.
Han pasado gobiernos y estaciones. Más de setenta veces se elevaron los trigos, más de setenta años crecieron las cerezas, y fue el olvido polvo, ceniza en los caminos transitados del hombre. Tuvimos la paciencia de la espera, la paciencia sin fin de la memoria y guardamos los nombres de los muertos en gavetas de madera y de cobre. Mientras, el mar inconmovible.
Por aquí anda ahora mi padre y sus amigos, camaradas de sangre y aventura, hermanos en la paz de sus trabajos, en la palabra honestos, en las labores justos, alegres en la enorme ternura de su abrazo.
Tu bronce me ha traído recuerdos de muchachos, más altos que la espiga, dulces como palomas. Soldaditos del alba, cantores de los trenes, insomnes en las altas madrugadas inquietas, camino de las altas trincheras de los frentes cuando el paso del odio destrozaba trigales. Junto a un maizal cayeron y besaron la tierra y, estáticos, se quedaron sus ojos mirando el sideral espacio de los astros. No sabremos sus nombres, laborarlos en piedra imposible tarea. Pero tu bronce lanza al aire sus canciones y un ave blanca vuela en sus cabezas puras. Muchachos atrapados en los frentes, cargados con los hierros de fuego de la muerte, se marcharon cantando, cantando se murieron y ahora nadie recuerda sus infantiles risas. Muchachos de la guerra y madres de la guerra y la locura, vuestros silencios- gritos son una forma noble de recuerdo.
Ahí estáis en el bronce de Eduardo Carretero. Cobijados de lluvia y vendavales, sembrados en el bronce, regresáis a la historia y a la triste canción de las abuelas, de las madres terribles de la historia que murieron dolientes, ayunas de justicia.
Yo saludo el regreso de la piedad hacia todos, que el dolor es un río que no descansa nunca hasta llegar al mar. Y aún así recomienza con la lluvia y la nieve. Hontanares del agua y el recuerdo, compasión para todos, para el hombre que fuimos, y la madre y la esposa, y la novia y el niño huérfano de caricias. Para la abuela dulce que labora incansable por ver si con la aguja se le marcha la pena y que oye, en las noches, el paso de su nieto, ese muchacho alegre de la mirada triste que se agarró a un fusil como a rama de almendro y no regresó nunca al calor de sus gentes.
Eduardo, en la distancia, se acuerda de Granada. La altura de su tiempo le da sabiduría y paciencia y recato y comprensión sin límites. Es un hombre, es un sabio que trabaja la tierra, es un anciano alegre con corazón de niño. Un hombre maltratado por la guerra, la represión franquista, que aprendió a mirar los últimos arreboles del poniente desde el campo de concentración en el que estuvo.
Y ahora que alguien cuestione la senectud valiente de su estirpe, el laurel que corona su cabeza, el templo de compasión que nos regala, el sudor de su frente sobre el barro, la piedad que nos abarca a todos.
Anidarán palomas en su bronce, pájaros niños volarán alegres, sobre el bronce el laurel enredará sus ramas y yo recuperaré el hogar de los muertos, el honor de los míos, tanta ceniza ajena que me queda tan próxima.
Eduardo, te abrazo desde ayer, desde mi infancia y te envío un saludo por la brisa.
Mariluz Escribano Pueo
La autora del artículo junto a Eduardo Carretero el día de la inauguración de "La Piedad" en el Cementerio de Granada.