( Terminada ya la campaña electoral, el Eremita vuelve a sus principios, y antes de iniciar las vacaciones, quiero dejaros este pequeño cuento, en el que cada uno ponga la moraleja que mejor le acomode)
El pobre Jonás no levantaba cabeza. Desde muy pequeño supo lo que era pasar privaciones. Allá en su pueblo, de pequeño, apenas si pudo ir al colegio porque tenía que ayudar a su padre recogiendo esparto en los áridos montes esteparios, donde nada crecía más allá de las atochas; que después el abuelo se encargaba de trenzar en seras, espuertas y cordelería, con lo que alimentar a una larga familia, que al final no tuvo más remedio que emigrar a la capital para no morir de hambre.
Allí, las cosas no fueron mucho mejor. Cada uno fue encontrando cobijo en trabajos precarios que tampoco iban más allá de cubrir una vida de subsistencia. Jonás era de carácter débil, sumiso por educación y por costumbre; y acataba con resignación el que sus jefes e, incluso, sus compañeros de trabajo se aprovechasen de él para cargarle con las tareas más penosas.
No obstante fue creciendo y hasta se llegó a casar con una chica, que tambien había emigrado del campo, con la que tuvo cuatro hijos, que también sufrieron el hambre que parecía endémico en la familia.
Vivían alquilados en una casita de una sola planta en uno de los arrabales de la ciudad, en la que pasaban frío en el invierno y se asaban en verano. Aún así, casi se podían sentir afortunados porque se conformaban con lo que tenían y daban gracias a Dios por tener salud, aunque no faltaban noches en que las lágrimas afloraban a sus ojos por verse impotente para mejorar la posición de su familia.
Su falta de formación, sólo le permitía encontrar unos trabajos mal remunerados, con jornadas que había que alargar indefinidamente para que el sueldo les diese para malcomer todos los días.
Un mal día, se encontraron que les habían desahuciado por falta de pago del alquiler y los dueños de la casa mandaron a la policía que les desalojó acusándoles de okupas.
Aunque Jonás nunca fue muy religioso, Engracia, su mujer, le animó a ir a la Parroquia para pedir ayuda al sacerdote que había oído decir que era un señor muy compasivo.
Don Estanislao, que así se llamaba el párroco, escuchó atentamente el relato de sus aventuras y desventuras. Le dijo que poco podía hacer para ayudarle porque la Parroquia también era pobre, pero que escuchándole había llegado a la conclusión de que debía sentirse dichoso con su situación, porque reunía todos los requisitos para ser bienaventurado. Era pobre, humilde, sumiso, lloraba, pasaba hambre, era perseguido por la policía siendo inocente, y que todo ello tendría su recompensa. De él sería el Reino de los Cielos, heredaría la Tierra, vería a Dios, sería consolado y se hartaría de comida.
- Si, padre, ¿Pero cuando?
- En la otra vida, hijo mío....