Soy una enemiga de la libertad. Me siento sierva, cómplice voluntaria, por haber asumido sin rechistar, sin poner en duda su legalidad, aquellas normas que según los sanitarios salvaban vidas.
Un artículo de Elvira Lindo en El País de 18.7.21
Hay calles en las que se celebra a diario la hora del vermú, por darle a ese momento sagrado el nombre de una bebida castiza. La madrileña calle Hermosilla bulle a esas horas del aperitivo en las que una pasea esquivando terrazas y atrapando frases. Hay un tipo de señoras muy empoderadas a las que el camarero conoce por el nombre. Si alguien pensó que el empoderamiento era un sustantivo feminista yo les animaría a pasear, incluso me presto como guía, por esa fila de terrazas para que se vea a qué nivel estas mujeres de edad, como antes se decía, viven imbuidas de su poderío. Estas empoderadas de raza jamás están solas porque si se da el caso de que les ha fallado la amiga de toda la vida charlan con el camarero de toda la vida, también le hablan al perro, de pedigree de toda la vida, al que atan a la pata de la mesa con una correa con los colores de la bandera de España. El perro hace las veces de marido, pero en mejor, en mucho mejor. Come patatas, la mira con arrobo, y calla. Hay un tipo de mujeres que viven en los años de viudedad su tiempo de gloria. Ahora además cuentan con el móvil si es que sienten la necesidad de expresarle a otro ser humano sus pensamientos, porque con el perro, como ocurría con el marido, los temas se limitan a los agentes atmosféricos. El móvil les permite a estas damas hablar a voz en grito, una reminiscencia de cómo se hablaba antes a los teléfonos de toda la vida, así que sus afirmaciones alcanzan incluso a las transeúntes de la acera de enfrente (dicho esto sin doble sentido).
Hay una dama empoderada que es, sin duda, mi favorita. He estado fuera unos días en la playa y confieso que siempre regreso con el miedo de que me haya desaparecido. Pero no. Mi señora estaba ahí, fiel a su estilo: melena cardada, que es un peinado para el que hay que ser valiente; gafas de concha de aquellos 70; la mascarilla al cuello, cucamente ocultando la decadencia; la piel curtida por el sol de la finca; una blusa con uno de esos estampados retro que ahora imitan las grandes firmas; la pitillera en la mesa; el gin&tonic bien de hielos; el perro mirándola con ojos del difunto; el humo saliendo a bocanadas de su boca; la voz grave del fumeteo y de haber sido fiel a la hora del vermú como a la comunión. Habla mi señora por el móvil con una amiga, dando la batalla cultural, exponiendo su opinión sobre los temas urgentes que ocupan estos días y por eso la traigo a colación:
—Vamos, hija, que es que una ya no puede más (suelta el humo). Ni con Franco vivíamos estas restricciones. Esto es peor que una dictadura. ¡Ni con Franco!
Tal vez el solazo me haga ver alucinaciones, pero por un momento me parece observar que desde otras mesas asienten. Sin duda hay un mundo constreñido ahí fuera. A esta frase le siguen otras de igual calado y yo me siento afortunada por haber pisado este tramo de calle en momento tan revelador. Ahora, de pronto, logro entender la declaración de inconstitucionalidad del estado de alarma que ha fallado el Tribunal Constitucional. No me cabe la menor duda de que esta franca señora jamás hubo de callarse la boca en tiempos del dictador, porque seguramente sus severas afirmaciones estaban en consonancia con aquellos tiempos. Ella, por así decirlo, es más del estado de excepción, y menos de estas insoportables prohibiciones que solo sirvieron y sirven para que un gobierno social-comunista imponga su criterio por las bravas.
Sigo mi paseo con la cabeza gacha, reconociéndome como sierva más que como ciudadana, cómplice voluntaria, por haber asumido sin rechistar, sin poner en duda su legalidad, aquellas normas que según los sanitariossalvaban vidas. He aquí una enemiga de la libertad.