De nuevo la selección se
convierte en pieza esencial de la vida. Decidir quién sobrevivirá es muy
parecido, salvando las distancias, a decidir quién recibirá una formación de
calidad que posibilite al individuo desenvolverse en una sociedad donde se
premia la autonomía, el talento y la competitividad. En definitiva: sobrevivir.
En nuestras aulas impera la selección. Es cruel, sobre todo cuando en ellas se
encuentran nuestros hijos, pero es así, y poco se hace para evitarlo. Nos hemos
empeñado en los últimos años en que nuestros jóvenes sean diferentes,
irrepetibles, originales, cada uno con sus fabulosas capacidades o sus pequeñas
dificultades a la hora de aprender.
Y hecho el diagnóstico, hemos
pretendido que nuestro competente profesorado atienda a esas diferencias
ofreciendo al alumno una formación personalizada. Tareas complementarias,
ejercicios de refuerzo, exámenes adecuados a sus necesidades… Medidas forzosas
pero difíciles de llevar a la práctica con resultados óptimos pues el elevado
número de alumnos por aula impide que aquellas cobren eficacia y utilidad. De
nuevo el león acecha y la leona selecciona.
Mi hija está en esa clase y
tiene un problema grave de aprendizaje. No comprende lo que lee, le cuesta
entender las explicaciones del profesorado, es más lenta en realizar las
actividades… Mi hijo está en esa clase. Ha sido diagnosticado como un alumno de
altas capacidades, tiene un talento especial para las matemáticas y quiere ser
ingeniero. Mi hijo está en la misma clase. Lleva un desarrollo normal, se
esfuerza a diario y obtiene buenos resultados. Mi hija también está en esa
clase. No quiere seguir estudiando y nos está costando mucho esfuerzo obligarla
a acabar la Educación Secundaria Obligatoria.
Hay otros 32 compañeros, cada
uno con sus necesidades, intereses y aptitudes. De nuevo el león acecha. Y de
nuevo impera la selección. El profesor sabe que debe ofrecerles una formación
hecha a su medida pero eso supone dedicar a cada uno de los alumnos un tiempo
del que no dispone.
Son alrededor de 50 minutos,
los que suele durar una clase, de búsqueda de infinitos instrumentos para
llevar a cabo esta difícil tarea; minutos de los que no dispone para repetir
cuantas veces haga falta el objetivo a conseguir ese día, minutos para hacer
que los que han captado la idea trabajen; minutos para motivar al alumnado
superdotado que ha alcanzado el objetivo de sobra; minutos para atender a los
alumnos disruptivos; minutos para solucionar los pequeños problemas de la
convivencia en el aula, para hacer funcionar el ordenador, la pizarra digital,
hacer guardar silencio, imponer respeto, enseñar en valores… Los minutos se
agotan y el resultado es frustrante.
El profesor, cabizbajo, llega a
casa consciente de su fracaso. El problema: el número de alumnos. La solución,
a la que no quiere llegar pero a la que irremediablemente llega: la selección.
Al día siguiente, con toda probabilidad, explicará los contenidos de la materia
teniendo en cuenta solo a un número concreto de alumnos, imponiendo un nivel al
grupo que el resto tendrá que ponerse las pilas para alcanzar. Y así, los
alumnos de altas capacidades acabarán desmotivados porque la asignatura se les
hace obvia y aburrida y los alumnos con dificultades de aprendizaje se sentirán
desmoralizados y olvidados por un sistema tal vez eficiente en la teoría pero
imposible en la práctica.
Sin embargo, todavía queda
hueco para la esperanza, para que los padres del sistema educativo reflexionen
acerca de la realidad, pero la del día a día, la que golpea en la cara del
profesorado cada mañana, cuando abre el aula y cae en la cuenta de que se ha
vuelto más pequeña, que la convivencia resulta más difícil, que aumentan los
conflictos, que esos alumnos tendrán menos posibilidades de participar en las
actividades, que la acción tutorial y el seguimiento personalizado se complica,
así como la colaboración con las familias, que el tiempo efectivo de clase se
reduce, que el trabajo colaborativo y las metodologías participativas van
cediendo terreno a las expositivas, que el profesor limita sus instrumentos de
evaluación porque no hay tiempo real para realizar tantos exámenes como serían
necesarios, revisar cuadernos, corregir trabajos individuales y de grupo… Y
mientras el profesor toma el oxígeno suficiente antes de entrar en el aula, los
padres del sistema educativo teorizan sobre lo que puede ser mejor para sus
hijos, los nuestros, sin tener realmente en cuenta ni a aquel ni a estos
últimos. Una vez más el león acecha.